—¿Dónde ha estado usted? —le preguntó Bodenstein—. Nos tenía muy preocupados.
—Nadja lo dejó abandonado en una cabaña en las montañas suizas —explicó por él su padre—. Mi hijo fue a pie por la nieve hasta el pueblo más cercano.
Puso una mano en el brazo de Tobias.
—Todavía no me puedo creer que me equivocara de tal modo con Nadja —murmuró este.
—Hemos detenido a la señora Von Bredow —informó Bodenstein—. Y Gregor Lauterbach ha confesado que mató a Stefanie Schneeberger. A lo largo de los próximos días presentaremos un recurso de revisión del proceso. Será usted absuelto.
Tobias se limitó a encogerse de hombros: a todas luces le era indiferente. Una absolución tardía no subsanaría ni los diez años perdidos ni la ruina de su familia.
—Laura seguía con vida cuando los tres muchachos la echaron al depósito —prosiguió Bodenstein—. Cuando sintieron remordimientos y quisieron ir a sacar a la chica, Lutz Richter se lo impidió y cubrió el depósito con una plancha y tierra. También fue él quien fundó una milicia ciudadana en Altenhain y se encargó de que todo el mundo mantuviera la boca cerrada.
Tobias no reaccionó; su padre, por el contrario, se puso blanco como la pared.
—¿Lutz?
—Sí. —Bodenstein asintió—. Richter también organizó el ataque a su hijo en el pajar, y él y su mujer están detrás de las pintadas de su casa y de los anónimos. Querían impedir por todos los medios que la verdad saliera a la luz. Cuando detuvimos a su hijo, Richter se pegó un tiro en la cabeza. Sigue en coma, pero sobrevivirá y será llamado a capítulo.
—¿Y Nadja? —musitó Hartmut Sartorius—. ¿Sabía todo esto?
—Ya lo creo —contestó Bodenstein—. Vio cómo Lauterbach mataba a Stefanie. Y antes les había ordenado a sus amigos echar a Laura al depósito. Podría haber impedido que condenaran a Tobias, pero guardó silencio. Durante once años. Cuando él salió de la cárcel, quiso evitar a toda costa que volviera a Altenhain.
—Pero ¿por qué? —inquirió Tobias con voz fosca—. No lo entiendo. Me… me estuvo escribiendo, me esperó al salir y…
Calló y meneó la cabeza.
—Nadja estaba enamorada de usted —contestó Pia—. Pero usted siempre la había rechazado. Le vino de maravilla que Laura y Stefanie desaparecieran del mapa. Probablemente no contase con que a usted acabaran condenándolo. Cuando fue así, decidió esperarlo y granjearse sus simpatías de ese modo. Pero entonces apareció Amelie. Nadja vio en ella a una rival, pero sobre todo una amenaza en toda regla, pues era evidente que Amelie había averiguado algo. Así que se disfrazó de policía para ir en busca de los cuadros de Thies a casa de los Fröhlich.
—Sí, lo sé. Pero no dio con ellos —dijo Tobias.
—Claro que sí —afirmó Bodenstein—. Pero los hizo pedazos, ya que usted se habría dado cuenta en el acto de que Nadja le había mentido.
Tobias miró fijamente al policía, sin entender nada. Tragó saliva a duras penas cuando comprendió la verdadera dimensión de las mentiras y los engaños de Nadja. Casi no pudo asimilarlo.
—Todo Altenhain sabía la verdad —añadió Pia—. Claudius Terlinden calló para proteger a su hijo Lars y su apellido. Como le remordía la conciencia, les echó una mano económicamente a usted y a sus padres y…
—Ese no fue el único motivo —la interrumpió Tobias. A su atónito rostro volvió la vida, y el muchacho miró a su padre—. Pero ahora lo voy entendiendo todo. Lo único que le importaba era su poder y…
—¿Y qué?
Tobias movió la cabeza en silencio.
Hartmut Sartorius flaqueó. Le resultaba descorazonador saber la verdad sobre sus vecinos y antiguos amigos. El pueblo entero había callado y mentido y, por motivos egoístas, presenció impasible el desmoronamiento de su existencia, de su matrimonio, de su reputación, de su vida entera. Se dejó caer en una de las sillas de plástico que había contra la pared y sepultó el rostro en las manos. En silencio, Tobias se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros.
—Pero también tenemos buenas noticias. —Solo entonces recordó Bodenstein la razón por la que él y Pia habían ido al hospital—. En realidad veníamos a ver a Amelie Fröhlich y Thies Terlinden. Los encontramos hoy a mediodía en el sótano de una casa de Königstein. La doctora Lauterbach los había secuestrado y escondido allí.
—¿Amelie está viva? —Tobias se irguió emocionado—. ¿Se encuentra bien?
—Sí. Acompáñenos. Amelie se alegrará de verlo.
Tobias vaciló un instante, pero después se levantó. También su padre alzó la cabeza y esbozó una tímida sonrisa. Sin embargo, segundos después la sonrisa se borró, y el rostro se le torció en un gesto de odio y rabia. Se levantó de un salto y salió disparado, a una velocidad que sorprendió a Pia, hacia un hombre que acababa de entrar en el vestíbulo del hospital.
—¡No, papá! ¡No!
Cuando oyó decir eso a Tobias, entonces vio que el hombre era Claudius Terlinden, acompañado de su mujer y del matrimonio Fröhlich. Iban a visitar a sus respectivos hijos. Hartmut Sartorius agarró a Terlinden del cuello con intención de estrangularlo. Christine Terlinden, Arne y Barbara Fröhlich, a su lado, se quedaron como paralizados.
—¡Cerdo! —exclamó, iracundo, Sartorius—. ¡Maldito cerdo traidor! ¡Tú tienes la culpa de todo lo que le ha pasado a mi familia!
Claudius Terlinden, con el rostro casi morado, agitaba los brazos desesperado y le daba patadas a su agresor. Bodenstein se hizo cargo de la situación y se puso en marcha, Pia también quiso intervenir, pero Tobias la apartó bruscamente. Chocó contra Barbara Fröhlich, perdió el equilibrio y se cayó. La gente miraba boquiabierta. Tobias había llegado hasta su padre, e iba a agarrarlo por el brazo cuando Claudius Terlinden consiguió zafarse; el pánico que sentía le confirió una fuerza sobrehumana. Empujó a Sartorius. Pia se levantó y vio como a cámara lenta que Hartmut Sartorius se tambaleaba debido a la violencia del golpe y caía de espaldas contra una puerta cortafuegos que estaba abierta. Tobias empezó a gritar y se acercó a su padre. De pronto había sangre por todas partes. Pia despertó de su ensimismamiento, le quitó a Barbara Fröhlich el pañuelo que llevaba al cuello, se arrodilló junto a Sartorius a pesar de la sangre, que se extendía rápidamente, y presionó la pashmina azul celeste contra la herida abierta del cogote de Sartorius con la esperanza de detener la fuerte hemorragia. El hombre movía las piernas espasmódicamente y resollaba.
—¡Un médico! ¡Deprisa! —chilló Bodenstein—. Maldita sea, tiene que haber un médico en alguna parte.
Claudius Terlinden se alejó de la escena, tosiendo y respirando con dificultad, con las manos en el cuello. Los ojos se le salían de las órbitas.
—Yo no quería —balbuceaba sin parar—. Ha sido… ha sido sin querer. Ha sido… ha sido un accidente.
Pia oyó pasos y gritos lejanos. Tenía los vaqueros, las manos y la cazadora llenos de sangre. En su campo visual aparecieron unos zapatos y unas perneras blancos.
—Apártese —pidió alguien. Ella se echó hacia atrás, levantó la mirada y sus ojos se cruzaron con los de Bodenstein. Era ya demasiado tarde: Hartmut Sartorius había muerto.
—No pude hacer nada. —Pia cabeceó aturdida—. Todo fue tan rápido…
Todavía le temblaba el cuerpo entero, y apenas era capaz de sostener el refresco de cola que Bodenstein le había puesto en las manos ensangrentadas.
—No tienes nada que reprocharte —aseguró él.
—Sin embargo, lo hago, maldita sea. ¿Dónde está Tobias?
—Estaba aquí hace un momento…
Bodenstein miró a su alrededor. El vestíbulo estaba acordonado, aunque lleno de gente. Policías, médicos con el semblante tenso, conmocionado, y los agentes de la Unidad Central de Identificación con sus monos blancos veían cómo introducían el cuerpo de Hartmut Sartorius en un féretro de zinc. Para el padre de Tobias la ayuda había llegado demasiado tarde. Tras el empujón de Claudius Terlinden, al parecer, tuvo la mala suerte de chocar de tal modo contra la puerta de cristal que se había destrozado el cráneo. Nadie habría podido ayudarlo.
—No te muevas de aquí. —Bodenstein le puso un instante la mano en el hombro y se levantó—. Voy a ver dónde anda Tobias, yo me ocupo de él.
Pia asintió y clavó la vista en la sangre seca y pegajosa que tenía en las manos. Luego se enderezó y se concentró en su respiración. Poco a poco, su corazón se fue calmando y pudo volver a pensar con claridad. Reparó en Claudius Terlinden, que estaba hundido en una silla, con la mirada perdida; delante de él, una mujer policía intentaba obtener una declaración de lo sucedido. La muerte de Hartmut Sartorius había sido un accidente, de eso no cabía la menor duda. Terlinden había actuado en legítima defensa y sin intención de matarlo, y sin embargo, poco a poco parecía que iba comprendiendo todo lo que había hecho. Una médico joven se agachó al lado de Pia.
—¿Quiere que le dé algo para que se tranquilice? —preguntó preocupada.
—No, estoy bien —denegó—. Aunque eso sí, me gustaría lavarme las manos.
—Desde luego. Venga conmigo.
Pia la siguió con las piernas temblorosas. Buscó a Tobias Sartorius, pero no lo vio por ninguna parte. ¿Dónde estaba? ¿Cómo podría superar algo tan horrible, ver a su padre agonizando? Incluso en situaciones de crisis, Pia era capaz de mantener la distancia y la cabeza fría, pero la fatalidad de Tobias Sartorius la conmovía profundamente. Poco a poco, aquel muchacho había ido perdiendo todo cuanto alguien puede perder.
—¡Tobi! —Amelie se incorporó en la cama y sonrió con incredulidad. En esos últimos días y noches terribles había pensado a menudo en él, hablado con él mentalmente, e imaginado una y otra vez cómo sería volver a verlo. El recuerdo del afecto que reflejaban sus ojos azul mar había impedido que se volviera loca, y ahora lo tenía delante en carne y hueso. El corazón le dio un vuelco de alegría—. ¡Cuánto me alegro de que hayas venido a verme! Tengo tantas cosas que…
Su sonrisa se esfumó al ver en la penumbra el rostro descompuesto de Tobias. Este cerró la puerta de la habitación, se acercó con pasos vacilantes y se detuvo al pie de la cama. Tenía muy mal aspecto, el rostro cadavérico, los ojos inyectados en sangre. Amelie intuyó que debía de haber sucedido algo terrible.
—¿Qué ha pasado? —preguntó en voz queda.
—Mi padre ha muerto —musitó él con voz grave—. Abajo, en el vestíbulo… ahora mismo. Terlinden vino hacia nosotros… y mi padre y él…
Calló. Respiraba a trompicones, se llevó un puño a la boca e hizo un esfuerzo para no perder el control, en vano.
—Dios mío. —Amelie lo miró espantada—. Pero cómo… quiero decir, por qué…
Tobias hizo una mueca y se dobló sobre sí mismo, los labios temblorosos.
—Mi padre se abalanzó sobre ese… cerdo —dijo con voz inexpresiva—. Y él lo empujó… contra una puerta de cristal.
Se interrumpió; las lágrimas le corrían por el rostro demacrado. Amelie apartó la colcha y le tendió los brazos. Tobias se dejó caer pesadamente en el borde de la cama y dejó que Amelie lo abrazara. Enterró la cara en el hombro de ella, el cuerpo sacudido por violentos sollozos desesperados. Amelie lo abrazó con fuerza, y se le hizo un nudo en la garganta al comprender que, aparte de ella, Tobias ya no tenía a nadie en el mundo a quien confiar su enorme dolor.
Tobias Sartorius había desaparecido del hospital sin dejar rastro. Bodenstein mandó una patrulla a la casa de sus padres, pero por el momento allí no había ido. Claudius Terlinden se había marchado a su casa con su mujer. No era culpable de la muerte de Sartorius, había sido un accidente, un imprevisto aciago con un desenlace trágico. Bodenstein consultó el reloj. Era lunes, de manera que Cosima estaría con su madre. Las tardes de bridge en casa de los Rothkirch eran un ritual impuesto desde hacía décadas, de manera que podía estar bastante seguro de que no se la encontraría si iba a buscar ropa antes de volver a comisaría. Sucio y sudado, se moría de ganas de darse una buena ducha.
Para su alivio, la casa estaba a oscuras, solo había encendida la lamparita del aparador de la entrada. El perro lo recibió con efusividad, y Bodenstein lo acarició y echó un vistazo a su alrededor. Todo parecía estar como siempre y se le antojaba dolorosamente familiar, pero sabía que aquella ya no era su casa. Antes de que pudiera ponerse sentimental, subió la escalera con decisión para ir al dormitorio. Al dar la luz se asustó al ver a Cosima, sentada en el sillón al lado de la ventana. El corazón se le aceleró de repente.
—¿Por qué estás sentada aquí a oscuras? —preguntó, a falta de que se le ocurriera algo mejor.
—Quería pensar con calma. —Parpadeó con la claridad, se levantó y se situó tras el sillón, como si quisiera protegerse.
—Siento haber perdido el control de ese modo esta mañana —empezó él tras un breve titubeo—. Todo… me superaba.
—No importa. La culpa la tengo yo —replicó Cosima. Se miraron sin decir nada hasta que el silencio se volvió incómodo.
—Solo he venido a coger algo de ropa —explicó Bodenstein, y salió de la habitación.
¿Cómo podía ser que de pronto ya no sintiera nada por alguien a quien no había profesado más que cariño durante veinticinco años? ¿Se estaba engañando a sí mismo, era una especie de mecanismo de defensa, o lisa y llanamente la prueba de que lo que sentía por Cosima hacía tiempo que no era más que mera costumbre? Con cada una de las numerosas peleas de poca importancia de las semanas y los meses anteriores se había ido perdiendo poco a poco el afecto. Le extrañó la objetividad con que analizaba la situación. Abrió el armario empotrado del pasillo y observó con aire pensativo las maletas que había dentro. No quería llevarse ninguna de aquellas con las que su mujer había dado la vuelta al mundo, razón por la cual se decidió por dos maletas rígidas cubiertas de polvo, pero completamente nuevas que a Cosima le parecían demasiado voluminosas. Al pasar por delante del cuarto de Sophia, se detuvo. Tenía tiempo para ver un momento a la pequeña. Dejó las maletas en el suelo y entró en la habitación, iluminada por una lamparita que había junto a la cama. Sophia dormía plácidamente, el diminuto pulgar en la boca, rodeada de sus peluches. Contempló a su hija menor y suspiró. Luego se inclinó sobre la cama, extendió la mano y rozó el cálido rostro de la niña.
—Lo siento, cariño —musitó—. Pero ni siquiera por ti puedo hacer como si no hubiera pasado nada.
Ver a esa policía arrodillada en medio del gran charco de sangre fue algo que Tobias no olvidaría jamás. Él presintió que su padre había muerto antes de que nadie pronunciara la más definitiva de las palabras. Se quedó allí pasmado, aturdido e insensible, dejando que médicos, enfermeros y policías lo apartaran. Después de tantas noticias terribles, en su corazón ya no había cabida para ningún sentimiento. Al igual que el barco que hace agua, las últimas mamparas protectoras se habían cerrado para impedir que se hundiera.