Se acercaron a la puerta que indicaba «puente». Hazelius se la abrió a Ford; ante ellos se extendía un pasillo de bloques de cemento pintados de color verde lima e iluminados por fluorescentes en el techo.
—La segunda puerta a la derecha. Espera, la abriré.
Ford penetró en una sala circular llena de luz. Por toda la pared había pantallas informáticas enormes, que le daban el aspecto de un puente de nave espacial, con vistas del espacio exterior por las ventanas. Las pantallas no estaban encendidas. El salvapantallas sideral que usaban simultáneamente completaba la sensación de estar en una nave, cruzando un campo estelar. Debajo de las pantallas se sucedían grandes paneles de control y terminales de ordenador. El centro de la sala quedaba por debajo del resto, con una silla giratoria futurista en medio.
La mayoría de los científicos habían interrumpido su trabajo para mirarlos con curiosidad. Ford se quedó sorprendido por su aspecto demacrado, su palidez de habitantes de las cavernas y su ropa arrugada. Tenían peor aspecto que un grupo de estu-diantes de postrado en los exámenes finales. Su mirada buscó instintivamente a Kate Mercer, pero se reprochó rápidamente su interés.
¿Te suena? —preguntó Hazelius, con un brillo jocoso en la mirada.
Ford miró a su alrededor, sorprendido. Le sonaba, en efecto. De golpe lo entendió.
Viajando temerariamente a donde nadie ha llegado antes —citó.
Hazelius se rió, encantado.
—¡Justo en el clavo! Es una reproducción del puente de la nave
Enterprise de Star Trek
. Ha resultado sen diseño excelente para la sala de control de un acelerador de partículas.
La ilusión de estar en el puente del
Enterprise
quedaba un p0co desvirtuada por la presencia de un cubo de basura del que rebosaban latas de refrescos y cajas de pizza congelada. El suelo estaba sembrado de papeles y envoltorios de chocolatinas. También había una botella sin abrir de Veuve Clicquot, apoyada en la pared.
—Perdona el desorden, pero estamos acabando una prueba. Solo está la mitad del equipo, más o menos; al resto lo conocerás durante la comida. —Se volvió hacia el grupo—. Señoras y señores, permítanme que les presente a la última incorporación a nuestro equipo, Wyman Ford. Es el antropólogo que pedí para que hiciera de enlace con las comunidades locales.
Algunas cabezas saludaron, hubo murmullos de bienvenida y alguna que otra sonrisa fugaz. No pasaba de ser una simple distracción; lo que para él era perfecto.
—Bueno, daremos una vuelta por la sala y haré brevemente las presentaciones. Ya nos conoceremos mejor a la hora de comer.
El grupo esperaba, cansado.
—Este es Tony Wardlaw, el director de seguridad. Su trabajo es evitarnos problemas.
Se acercó un hombre compacto como una tabla de carnicero. —Encantado.
Llevaba el pelo cortado como un marine, con los lados rapados; postura militar, expresión de ir al grano y una palidez fruto del agotamiento. Tal como esperaba Ford, intentó destrozarle la mano. Él intentó lo mismo.
—Este es George Innes, el psicólogo del grupo. Dirige sesiones semanales y nos ayuda a seguir cuerdos. No sé dónde estaríamos sin la tranquilidad que nos aporta.
Algunas miradas de soslayo y algunos ojos en blanco permitieron a Ford saber dónde opinaban los demás que estarían sin Innes. El apretón de manos del psicólogo fue muy profesional, con la presión y duración exactas. Con sus pantalones caqui de L. L. Bean perfectamente planchados, y su camisa a cuadros, parecía una persona que apreciaba la vida al aire libre. En forma, con aspecto cuidado; daba la sensación de ser uno de esos tipos que creen que todos tienen problemas menos ellos.
Mucho gusto, Wyman —dijo, mirando por encima de sus gafas de carey—. Supongo que tendrás la sensación de ser un nuevo alumno que entra en clase a mediados de semestre. —Pues sí.
—Si te apetece hablar, aquí me tienes.
—Gracias.
Hazelius se llevó a Ford hacia un hombre desaliñado de algo más de treinta años, flaco como un clavo, con el pelo rubio, largo y aceitoso.
—Este es Piotr Volkonski, nuestro ingeniero de software. Es de Ekaterimburgo, Rusia. Le llamamos Peter.
Volkonski se despegó a regañadientes del ordenador sobre el que estaba inclinado, y sus ojos inquietos de loco se posaron mo-mentáneamente en Ford. Se limitó a asentir distraídamente, sin darle la mano, a la vez que profería un lacónico:
—Hola.
—Mucho gusto, Peter.
Se volvió otra vez hacia el teclado y siguió escribiendo. Se le marcaban los omóplatos en la camiseta gastada, como a un niño.
—Y este es Ken Dolby, nuestro ingeniero jefe, y diseñador del
Isabella
. Algún día le harán una estatua en el Smithsonian.
Dolby se acercó tranquilamente; era alto, corpulento, afable, afroamericano, de aproximadamente unos treinta y nueve años y con el aire relajado de un surfista californiano. A Ford le cayó bien enseguida. Parecía una persona sensata. También se le veía exhausto, como a los demás, con los ojos enrojecidos. Le tendió la palma de la mano.
Bienvenido —dijo—. Espero que no te moleste no encontrarnos en nuestro mejor momento. Algunos llevamos treinta y seis horas sin dormir.
Ford y Hazelius siguieron la ronda.
—Y este es Alan Edelstein, nuestro matemático. Un hombre en quien Ford apenas se había fijado, sentado aparte los demás, levantó la mirada del libro que leía:
Finnegans Wake
, de Joyce. Levantó un solo dedo a guisa de saludo, clavando en Ford sus ojos penetrantes. Su expresión maliciosa parecía indicar que miraba las cosas desde arriba, divertido.
—¿Qué tal el libro? —preguntó Ford. —De los que se leen de un tirón.
—Alan es de pocas palabras —dijo Hazelius—, pero es muy elocuente con el lenguaje de las matemáticas. Sin olvidar sus poderes de encantador de serpientes.
Edelstein recibió el elogio con una inclinación de la cabeza.
—¿Encantador de serpientes?
—Alan practica una afición algo polémica.
—Tiene serpientes como mascotas —informó Innes—. Parece que sabe tratarlas.
Lo dijo en broma, pero Ford creyó percibir cierta crítica en su tono.
—Las serpientes son interesantes y útiles —se defendió Edelstein, sin apartar la vista del libro—. Comen ratas, que por aquí abundan bastante.
Miró elocuentemente a Innes.
—Alan nos hace un doble favor —dijo Hazelius—. Las trampas Havahart que verás en el Bunker, y que están repartidas por todo el recinto, evitan la presencia de roedores… y de hantavirus. Se los da de comer a sus serpientes.
—¿Cómo se cazan las serpientes de cascabel? —preguntó Ford.
—Con cuidado —contestó Innes por Edelstein con una risa tensa, mientras se subía las gafas.
Los ojos oscuros de Edelstein volvieron a enfocarse en Ford.
—Si ves una, avísame y te lo mostraré.
—Estoy impaciente.
—Perfecto —acortó Hazelius con prisa—. Ahora te presentaré a Rae Chen, nuestra ingeniera informática.
Rápidamente se levantó una chica asiática con un aspecto lo su-ficientemente juvenil como para que le pidieran la documentación. El gesto de tender la mano hizo oscilar su pelo negro, que le llegaba a la cintura. Iba vestida como una estudiante de Bcrkeley: una camiseta sucia con el símbolo de la paz delante y unos vaqueros con parches que eran pedazos de la bandera británica.
—Cómo te va, Wyman. Encantada.
En sus ojos negros se adivinaba una inteligencia fuera de lo común, así como algo parecido a la cautela. A menos que fuera simple agotamiento, como los demás. —Lo mismo digo.
—Pues nada, a seguir trabajando —dijo con alegría forzada, señalando el ordenador con la cabeza.
—Bien, eso es todo —concluyó Hazelius—. Pero ¿dónde está Kate? Creía que estaba haciendo los cálculos de radiación de Hawking.
—Se ha ido temprano —dijo Innes—. Ha dicho que quería preparar la cena.
Hazelius volvió a su sillón y le dio una palmada cariñosa.
—Siempre que el
Isabella
está en marcha, asistimos al momento de la creación. —Se rió—. Me encanta sentarme en mi sillón de capitán Kirk y ver cómo vamos a donde nadie ha llegado antes.
Al verle arrellanado en el sillón, con una sonrisa y los pies en alto, Ford pensó: «Es el único en toda la sala que no parece muerto de cansancio».
El domingo por la tarde, el reverendo Don T. Spates embutió sus carnes en el sillón de maquillaje, adoptando una postura que no arrugase sus pantalones ni su camisa italiana de algodón hecha a mano. Una vez sentado, acomodó sus anchas posaderas con una serie de movimientos laterales que hicieron crujir y rechinar el cuero. Después apoyó con cuidado la nuca en el reposacabezas. A su lado estaba Wanda, con la capa de barbero en la mano.
—Házmelo bien, Wanda —dijo Spates, cerrando los ojos—, es un domingo importante. Muy importante.
—Va a quedar hecho un pincel, reverendo —dijo Wanda, colocándole encima la capa y remetiéndosela en el cuello.
Se puso manos a la obra, con un ruido tranquilizador de frascos, peines y cepillos, prestando particular atención a las manchas de vejez del reverendo y a las concentraciones de varices que poblaban como telas de araña sus mejillas y nariz. Dominaba su oficio, y lo sabía. Por otro lado, al margen de lo que opinaran los demás, consideraba que el reverendo era un buen hombre, y además guapo.
Sus manos, largas y blancas, se desplazaban con eficacia, rapidez y precisión. Lo que siempre le daba problemas eran las orejas del reverendo, un poco demasiado salidas, y más claras y rojizas que la piel adyacente. A veces, cuando Spates salía al escenario, los focos le iluminaban las orejas por detrás y las convertían en dos vidrieras rosas. Para lograr el tono adecuado, les aplicó una gruesa base tres grados más oscura que el color de su cara, y remató la faena con unos polvos que las volvían prácticamente opacas.
Alisaba, maquillaba y cepillaba controlando el resultado por un monitor con ajuste de blancos, que recibía la señal de una cámara enfocada en el reverendo. Era importantísimo ver su obra tal como aparecería por la tele. Algo que al natural parecía perfecto podía desentonar horriblemente en la pantalla. Todo el proceso se repetía dos veces por semana: una para el sermón televisado de los domingos, y otra para el programa de los viernes en el Canal Cristiano.
Sí, el reverendo era un buen hombre.
Los mimos y la profesionalidad de Wanda tuvieron efectos tran-quilizadores en el reverendo Don T. Spates. Estaba siendo un mal año. Sus enemigos iban a por él; tergiversaban hasta la última palabra que salía de su boca y lo atacaban sin piedad. No había sermón sin el correspondiente vilipendio por parte de la izquierda atea. Triste época, cuando se atacaba a un servidor de Dios por decir la verdad. Naturalmente, también estaba el malhadado incidente del motel, con las dos prostitutas… ¡Cómo se habían ensañado, los muy pérfidos! Pero la carne es débil, según confirma la Biblia, no una sino varias veces. A ojos de Jesús, todos somos unos pecadores incorregibles y relapsos. Spates había solicitado, y recibido, el perdón divino. Claro que el mundo, hipócrita y malvado, cuando perdonaba lo hacía muy despacio. —Ahora los dientes, reverendo.
Abrió la boca y sintió que las manos expertas de Wanda aplicaban el gel blanqueador. La luz intensa de la cámara haría brillar su dentadura con la blancura de las puertas del paraíso.
A continuación, Wanda se ocupó de su pelo, poniendo en su sitio hasta el último cabello del áspero casco anaranjado. Le echó un Poco de laca, indirectamente, y algunos polvos para rebajar el color hasta una intensidad más adecuada.
—Las manos, reverendo. Spates sacó sus pecosas manos de debajo de la capa y las apoyó sobre una bandeja de manicura. Wanda aplicó con eficiencia una base de maquillaje destinada a disimular al máximo las arrugas y las diferencias de color. Las manos tenían que hacer juego con la cara. Spates siempre insistía particularmente en que se las dejaran perfectas. Eran una extensión de su voz. Cualquier fallo de maquillaje podía malograr el efecto de su mensaje, ya que los primeros planos de la imposición de manos revelaban fallos que pasaban inadvertidos al ojo.
Wanda tardó un cuarto de hora en terminarlas. Raspó la suciedad de debajo de las uñas, aplicó un esmalte claro, reparó las partes melladas, pulió las uñas, limpió y recortó las cutículas, y por último las cubrió con una base de maquillaje.
Un último vistazo a la pantalla, unos cuantos retoques, y se apartó.
—Listo, reverendo.
Giró el monitor hacia él.
Spates se examinó en la pantalla: cara, ojos, labios, dientes y manos.
—¿Y la mancha del cuello, Wanda? Has vuelto a olvidarla.
Una pasada rápida con la esponja, un retoque de pincel, y desapareció. Spates gruñó, satisfecho.
Wanda le quitó la capa y se apartó. En aquel momento apareció Charles, el ayudante de Spates, que le llevaba raudo su chaqueta. Spates se levantó del sillón y levantó los brazos para dejársela poner. Charles le dio unos suaves estirones, alisó la tela, la cepilló rápidamente, ahuecó las hombreras, tensó el cuello y ajustó la corbata.
—¿Cómo llevo los zapatos, Charles? Charles les pasó unas cuantas veces el trapo. —¿Hora?
—Las ocho menos seis, reverendo.
Hacía unos años, Spates había tenido la idea de emitir por la noche su sermón de los domingos, en horario de máxima audiencia, para evitar el aluvión de telepredicadores matinales. Lo llamaba
Dios en máxima audiencia
.
.. Todos habían predicho que fracasa ría, ya que se enfrentaba a gran parte de la programación estelar semanal, pero había resultado ser un golpe genial.
Se dirigió hacia las bambalinas, seguido por Charles. Al acercarse, oyó el murmullo de los fieles (había miles) que estaban tomando asiento en la Catedral de Plata, desde donde retransmitía cada domingo, durante dos horas,
Dios en máxima audiencia
..
—Tres minutos —le murmuró Charles al oído.
Spates respiró hondo en la penumbra de las bambalinas. El público guardó silencio al ver texto en los prompters. Se acercaba la hora.
Sintió que la gloria de Dios le insuflaba en todo el cuerpo la energía del Espíritu Santo. Le encantaban los momentos previos al sermón. No se parecía a nada en el mundo; era como una explosión de fuego, victoria y júbilo anticipado.