—Llámeme Booker, por favor!
Yazzie inclinó la cabeza, pero no lo animó a que lo llamara por su nombre de pila. «No me sorprende —pensó Crawley—.
Llamándose Delbert…»
—Les apetece algo de beber? ¿Café? ¿Té? ¿Pellegrino?
Todos querían café. Crawley pulsó un botón y lo pidió. Pocos minutos después entró su ayudante, empujando un carrito con una cafetera de plata, una jarrita de leche, un azucarero y vanas tazas.
Crawley se estremeció al ver cómo Yazzie echaba una cucharada tras otra de azúcar en el café: cinco en total.
—Personalmente ha sido un gran placer colaborar con la nación navajo —prosiguió—. Ahora que el
Isabella
está a punto de empezar a funcionar, es el momento de que lo celebremos. Para nosotros tiene mucho valor la relación con el pueblo navajo. Nos gustaría seguir colaborando con ustedes durante mucho tiempo.
Se apoyó en el respaldo y espero, sonriendo amistosamente.
—La nación navajo le da las gracias, señor Crawley. Gestos de aquiescencia y murmullos en toda la mesa.
Le agradecemos todo lo que ha hecho —continuó Yazzie—.
La nación navajo se siente muy satisfecha de poder hacer una contribución tan importante a la ciencia americana. Hablaba despacio, como si se lo hubiera aprendido de memoria. Crawley sintió que se formaba un nudo frío en algún lugar de sus vísceras. Quizá pretendían sacar más tajada. Podían intentarlo, pero tenían ni idea de a quién tenían delante. ¡Menuda pandilla de desarrapados!
—Ha sido usted muy eficiente al buscar un emplazamiento para el
Isabella
en nuestras tierras y negociar condiciones justas con el gobierno —siguió diciendo Yazzie, dirigiendo hacia Crawley sus ojos soñolientos, pero sin mirarle del todo—. Ha hecho lo que dijo que haría y eso es algo nuevo en nuestra experiencia con Washington.
Ha cumplido sus promesas. pero bueno, ¿por que habían venido?
—Gracias, señor presidente. Es usted muy amable. Me alegro mucho de oírlo. Tiene usted toda la razón; siempre cumplimos. Debo decirle, con toda franqueza, que el proyecto acarreaba mucho trabajo. Si se me permite felicitarme un poco a mí mismo, ha sido una de las campañas de presión más arduas en las que he participado. Pero lo hemos conseguido, ¿verdad? Crawley sonrió de oreja a oreja.
—Sí. Esperamos que la compensación que ha recibido sea una justa remuneración para su trabajo.
—La verdad es que, en lo que a nosotros respecta, el proyecto ha salido bastante más caro de lo que preveíamos. ¡Mi contable lleva varias semanas de muy mal humor! Pero ayudar a la ciencia americana a la vez que se crean empleos y oportunidades para la nación navajo no es algo que pase cada día.
—Lo cual me lleva al motivo de nuestra visita. Crowley bebió un sorbo de su taza de café. —Perfecto. Estaré encantado de escucharle. —Ahora que ya está todo hecho, y que el
Isabella
ya funciona, no vemos la necesidad de seguir recurriendo a sus servicios. A finales de octubre, cuando venza nuestro contrato con Crawley & Stratham, no lo renovaremos.
Yazzie había sido tan directo, tan poco sutil, que Crawley tardó un momento en recuperarse. Aun así no dejó de sonreír.
—Vaya, no sabe cuánto lo lamento —dijo—. ¿Es por algo que hayamos hecho o dejado de hacer?
—No, es solo por lo que le he dicho: que ha finalizado el proyecto. ¿Qué sentido tiene seguir presionando?
Crawley respiró hondo y dejó la taza sobre la mesa.
—Entiendo su postura; a fin de cuentas Window Rock está muy lejos de Washington. —Se inclinó y bajó la voz—. Permítame decirle algo, señor presidente: en esta ciudad nunca hay nada acabado. De hecho el
Isabella
todavía no está en funcionamiento, y ya conoce el refrán: del dicho al hecho hay un trecho. Nuestros enemigos, los de ustedes, nunca se han rendido. En el Congreso todavía hay mucha gente que arde en deseos de enterrar este proyecto, En Washington las cosas funcionan así; no se perdona ni se olvida. Mañana mismo podrían aprobar una ley que cortase el presupuesto del
Isabella
. También podrían renegociarse los pagos del arrendamiento. Ustedes, señor Yazzie, necesitan un amigo, y ese amigo soy yo. Soy la persona que ha cumplido sus promesas. Si espera hasta que lleguen las malas noticias a Window Rock, será demasiado tarde.
Miró atentamente sus caras, pero no apreció ninguna reacción.
—Les aconsejo encarecidamente que renueven el contrato por lo menos durante seis meses, como una especie de seguro.
El tal Yazzie era más inescrutable que un chino. Crawley lamentó no estar tratando con el anterior presidente, un hombre al que le gustaba la carne poco hecha, los martinis secos y las mujeres con los labios muy pintados. Era una lástima que le hubieran pillado con las manos en la caja de la tribu.
Finalmente Yazzie respondió.
—Tenemos necesidades muy acuciantes, señor Crawley: colegios, empleos, hospitales, espacios donde puedan divertirse nuestros jóvenes. Solo el seis por ciento de nuestras carreteras están asfaltadas.
Crawley conservó la sonrisa, como si le hicieran una foto. Malditos desagradecidos… Ellos cobrarían seis millones al año hasta el día del juicio final, mientras que él no se llevaría ni un céntimo. Además, no había dicho ninguna mentira; aquel encargo había sido durísimo desde el primer momento.
—En caso de que el dicho no se convirtiera en hecho —añadió Yazzie con su voz lenta y adormilada—, volveríamos a recurrir a sus servicios.
—Señor Yazzie, somos un bufete pequeño y exclusivo. Lo llevamos entre mi socio y yo. Aceptamos pocos clientes, y la lista de espera es larga. Si se van, el hueco se llenará enseguida. Y si después ocurre algo y vuelven a necesitar nuestros servicios…
—Nos arriesgaremos —dijo Yazzie con una sequedad que a Crawley le escoció.
—Yo le propongo, o mejor dicho le aconsejo encarecidamente, que alargue seis meses el contrato. Incluso podríamos estudiar posibilidad de renovarlo rebajando al cincuenta por ciento nuestros honorarios. Al menos así no perderían la silla.
El líder tribal le miró fijamente.
—Han recibido una sustanciosa remuneración. Quince millones de dólares es mucho dinero. Si miramos las horas facturadas y los gastos, surge más de una pregunta, pero de momento eso no nos quita el sueño. Lo han hecho bien, y se lo agradecemos. Con eso está todo dicho.
Yazzie se levantó. También lo hicieron los demás.
—¡Al menos quédense a comer, señor Yazzie! Invito yo, por supuesto. Justo al lado de la calle K hay un nuevo restaurante francés buenísimo, Le Zinc. Lo lleva un antiguo compañero de la universidad, y sirven un bistec
au poivre
y un dry martini inmejorables.
Nunca había visto a un indio que rechazara una copa. —Gracias, pero nos queda mucho que hacer en Washington, y no tenemos tiempo.
Yazzie tendió la mano.
Crawley no podía creerlo. Iban a irse así, por las buenas. Se levantó para acompañarlos, repartiendo flácidos apretones de manos. Cuando se quedó solo, apoyó todo el peso de su cuerpo en la gran puerta de palisandro del despacho. Se le retorcía el estómago de rabia. Ni un aviso, ni una carta, ni una llamada telefónica; ni siquiera una cita. Se habían limitado a presentarse en el despacho, dejarle sin trabajo e irse diciendo: «Ya te apañarás». ¡Y encima insinuaban que les había timado! Después de cuatro años, y de quince millones de dólares, les había conseguido la gallina de los huevos de oro. ¿Y cómo le correspondían? Cortándole la cabellera, y abandonándolo a los buitres. En la calle K, las cosas no se hacían así, no señor. A los amigos se les cuidaba.
Se irguió. Booker Hamlin Crawley no era un hombre al que tumbaran al primer puñetazo. Estaba decidido a contraatacar. Incluso se le estaba ocurriendo una idea. Fue al despacho del fondo, cerró la puerta con llave y sacó un teléfono del último cajón del escritorio. Era una línea de telefonía fija, a nombre de una vieja loca de la residencia de la esquina y que pagaba con una tarjeta de crédito que ni siquiera sabía que tenía. Crawley casi nunca la usaba.
Se paró después de marcar el primer dígito, interpelado por un vago recuerdo, un mero destello sobre el cómo y el porqué de su llegada a Washington, cuando aún era joven y estaba lleno de ideas y esperanzas. Un momento de náuseas dejó paso a otro de rabia. No estaba dispuesto a caer en el único pecado mortal de Washington: la debilidad.
Marcó el resto del número.
—¿Podría ponerme con el reverendo Don T. Spates?
Fue una llamada breve, muy agradable y hecha en el momento justo. Pulsó el botón de colgar regodeándose en su inteligencia. En menos de un mes volvería a tener en su despacho a aquellos salvajes que montaban a pelo, suplicándole que volviera a aceptarlos, y por el doble de sus honorarios.
Sus labios, húmedos y gruesos, temblaron de satisfacción e impaciencia.
Wyman Ford miró por la ventanilla de la Cessna Citation durante la maniobra de aproximación a Red Mesa, al otro lado de las montañas de Lukachukai. Era una formación geológica muy peculiar, una isla en el cielo rodeada de precipicios y compuesta de franjas amarillas, rojas y marrones de arenisca. Justo cuando miraba, el sol consiguió agujerear las nubes e iluminó la mesa, como incendiándola. Parecía un mundo perdido.
Al acercarse aparecieron más detalles. Vio dos pistas de aterrizaje que se cruzaban como dos tiritas negras, con varios hangares y un helipuerto. Del norte y del oeste llegaban dos grandes líneas de alta tensión, sobre torres de una altura de treinta pisos, que convergían al borde de la mesa en una zona de seguridad protegida por una doble cerca. A una distancia inferior a dos kilómetros se veía un grupo de casas en un valle de álamos, con campos verdes y un edificio de troncos: el antiguo almacén de Nakai Rock. Una carretera nueva asfaltada cruzaba la mesa de oeste a este.
La mirada de Ford se deslizó por los acantilados. A unos cien metros por debajo de la avioneta, vio un enorme cuadrado recortado en la roca y cerrado con una puerta metálica. La avioneta siguió ladeándose, y Ford vio la única carretera que subía a la mesa; daba vueltas por el precipicio como una serpiente pegada al tronco de un árbol. Era la Dugway.
La Cessna se inclinó, iniciando el descenso. Desde aquel punto se descubría que la superficie de Red Mesa estaba resquebrajada por cauces secos, valles y extensiones rocosas. Los enebros, dispersos, alternaban con esqueletos grises de pinos piñoneros. También había pastos, campos de artemisa y pedregales salpicados de dunas.
La Cessna tocó la pista y rodó hasta la terminal, un semicilindro de metal prefabricado. Detrás había varios hangares que brillaban al sol. El piloto abrió la puerta. Ford, que solo llevaba el maletín de Lockwood, pisó el asfalto caliente. No había nadie para recibirle.
El piloto se despidió con la mano, antes de remontar el vuelo. La avioneta tardó muy poco en desaparecer en el cielo azul, como un simple reflejo de aluminio.
Tras ver cómo desaparecía, Ford caminó tranquilamente hacia la terminal.
En la puerta había un cartel pintado a mano, con tipografía de película de vaqueros.
PROHIBIDO EL PASO
SE DISPARARA A LOS INTRUSOS
¡ESO VA POR TI, FORASTERO!
G. HAZELIUS, SHERIFF
Lo empujó con un dedo, y oyó que crujía al balancearse. Al lado había un letrero del gobierno, intensamente azul, clavado con postes en un bloque de cemento, donde ponía más o menos lo mismo pero en jerga burocrática. Las ráfagas de viento formaban remolinos de polvo en la pista.
Intentó abrir la puerta de la terminal. Estaba cerrada.
Retrocedió y miró a su alrededor con la sensación de haberse colado en la primera escena de
El bueno, el feo y el malo
.
El ruido del cartel rascando la puerta y los gemidos del viento le recordaron otro momento: cuando volvía del colegio, se descolgaba la llave del cuello, abría la cerradura de su casa de Washington y se quedaba solo en la mansión, llena de ecos. Su madre siempre estaba en alguna recepción o en algún acto benéfico, y su padre cumpliendo algún encargo del gobierno.
El ruido de un coche lo devolvió al presente; un jeep Wrangler que subía por una cuesta, desapareció al otro lado de la terminal y reapareció sobre el asfalto a una velocidad endemoniada. El jeep giró con un chirrido de neumáticos y frenó en seco justo delante de Ford. Después bajó un hombre muy sonriente, con la mano tendida: Gregory North Hazelius. Estaba igual que en la foto del informe, pletórico de energía.
—¡
Yá'át'ééh shi éí
, Gregory! —dijo al estrechar la mano de Ford.
—
Yá'át'ééh
. No me diga que habla navajo —contestó él. —Solo unas palabras que aprendí de un ex alumno. Bienvenido.
Según el breve examen al que Ford había sometido el expediente de Hazelius, se suponía que hablaba doce idiomas, entre ellos el persa, dos dialectos del chino y el swahili. Del navajo no se decía nada.
Con su metro noventa de estatura, Ford estaba acostumbrado a bajar la vista para mirar a los ojos de los demás. Esta vez tuvo que hacerlo más de lo habitual. Hazelius medía un metro sesenta y cinco, e iba vestido con una mezcla de informalidad y elegancia: pantalones de color caqui bien planchados, camisa de seda color crema… y mocasines indios. Sus ojos eran tan azules que parecían trozos de cristal coloreado iluminados por detrás. Su nariz aguileña partía de una frente ancha y lisa, rematada por un pelo castaño ondulado, muy peinado. Un envoltorio pequeño, con una energía descomunal en su interior.
No esperaba al gran jefe en persona. Se rió.
—Aquí todos somos pluriempleados. Yo soy el chófer oficial. Sube, por favor.
Ford encajó su cuerpo en el asiento del copiloto, mientras Hazelius se sentaba al volante con una agilidad de pájaro.
—He preferido reducir al mínimo el personal de apoyo mientras poníamos a punto el
Isabella
. —Hazelius se volvió y lo miró con una sonrisa luminosa—. Además, quería conocerte personalmente. Eres nuestro Jonás. —¿Jonás?
—Éramos doce, y ahora tú eres el que hace trece. Es posible que por tu causa tengamos que echar a alguien por la borda. Se rió entre dientes. —Veo que sois supersticiosos. Volvió a reírse.
—¡Si supieras! Yo nunca salgo sin mi pata de conejo. —Sacó del bolsillo una extremidad amputada, vieja, asquerosa y casi sin pelos—. Me la dio mi padre a los seis años.