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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (35 page)

BOOK: Blonde
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—No querrás que nuestros muchachos desesperen, ¿no? Sería el equivalente a una traición.

Otto Öse hacía reír a Norma Jeane, aunque era el hombre más feo que había visto en su vida. Disparaba la cámara,
clic, clic, clic
, encorvado, mirándola fijamente como un hipnotizador.

—¿Sabes quién es mi jefe en
Stars & Stripes
? Ron Reagan.

Norma Jeane cabeceó, desconcertada. ¿Reagan? ¿Ronald Reagan, el actor? ¿Un Tyrone Power o Clark Gable de tercera? Le sorprendió que un actor como Reagan tuviera alguna relación con una revista militar. De hecho, era sorprendente que un actor pudiera hacer cualquier cosa «real».

—«Tetas, culos y piernas, Öse; ése es tu trabajo», dice Reagan. El muy imbécil no sabe nada de fábricas si cree que puedo fotografiar piernas en un sitio como éste.

Era el hombre más feo y grosero que Norma Jeane había conocido en su vida.

Sin embargo, Otto tenía razón. Se jactaba de haberla arrancado de las garras del olvido y era verdad. Los desconocidos que la contrataban tenían todo el derecho de exigir una mujer especial y no una pueblerina de Van Nuys. Había aprendido que no debía ofenderse, y mucho menos romper a llorar, cuando ellos la examinaban como si fuera un maniquí. O una vaca.

—Ese pintalabios es demasiado oscuro. Parece una zorra.

—Venga, Maurie. Ese tono de carmín está de moda.

—Su busto es demasiado grande. Se le ven los pezones a través de la blusa.

—¡Joder! Su busto es perfecto. ¿Qué quieres?, ¿vasos de papel? ¿Y qué tienen de malo los pezones? ¿Tienes algo en contra de los pezones? Vaya gracia.

—Dile que no sonría demasiado; parece que tuviera el baile de San Vito.

—Se supone que las chicas estadounidenses tienen que sonreír, Maurie. ¿Para qué le pagamos? ¿Para que dé pena?

—Parece Bugs Bunny.

—Maurie, lo tuyo es el vodevil, no la ropa de señora. ¡Por Dios! La chica está aterrorizada. Esto nos está costando una pasta.

—¿Y me lo dices a mí? Ya lo creo que nos está costando una pasta.

—¡Mierda, Maurie! ¿Quieres que la despida cuando acaba de llegar? ¿Con esa carita de ángel?

—¿Estás loco, Mel? Ya le hemos pagado veinte dólares, sin contar los ocho por el transporte. Lo perderíamos todo. ¿Crees que somos millonarios? La chica se queda.

Norma Jeane estaba orgullosa: siempre acababan dejando que se quedara.

En su primera semana de trabajo, se cruzó con una pelirroja espectacular que salía de la agencia Preene en el mismo momento en que ella entraba: la chica bajaba por la escalera repiqueteando furiosamente en los peldaños con los tacones. La melena cobriza le caía sobre los ojos, al estilo de Veronica Lake, y llevaba un ajustado vestido negro de punto con marcas de sudor en las axilas, carmín chillón, colorete en las mejillas y un perfume tan penetrante que hacía llorar los ojos. No era mucho mayor que Norma Jeane, pero empezaba a mostrar signos de decadencia, y tras mirar mejor a Norma Jeane, a quien prácticamente había empujado para apartarla de su camino, la cogió del brazo.

—¡Ratón! ¡Dios santo! Eres tú. Ratón, ¿verdad? ¿Norma Jane… Jeane?

¡Era Debra Mae, del orfanato! Debra Mae, que dormía en la cama contigua a la de Norma Jeane y todas las noches lloraba hasta quedarse dormida…, a menos que fuera la propia Norma Jeane quien lloraba hasta quedarse dormida (porque nada de lo referente al orfanato estaba claro). Pero ahora Debra Mae era «Lizbeth Short», un nombre que, según dijo con amargura, no había escogido ella y no le gustaba. Era una modelo de la agencia Preene temporalmente fuera de servicio. O quizá (Norma Jeane no estaba segura, porque no había querido interrogarla) la agencia la hubiera despedido. Tal vez le debieran dinero. Le dijo a Norma Jeane que no cometiera el mismo error que ella; naturalmente, Norma Jeane le preguntó de qué error se trataba y Debra Mae dijo:

—Aceptar dinero de los hombres. Si lo haces y la agencia te pilla, sólo querrán que hagas eso.

Norma Jeane se quedó estupefacta.

—¿Que querrán qué? Creía que la agencia no lo permitía.

—Eso es lo que dicen —repuso Debra Mae con el morro torcido—. Yo quería ser una modelo de verdad y conseguir una audición en un estudio cinematográfico, pero… —sacudió la melena cobriza— las cosas no salieron como esperaba.

Tratando de aclarar sus ideas, Norma Jeane preguntó:

—¿Quieres decir que aceptas dinero de hombres a cambio de salir con ellos?

A Debra Mae no le gustó su expresión y saltó:

—¿Qué tiene eso de terrible? ¿Qué tiene de
original
? ¿Cuál es el problema? ¿Que no estoy casada?

Debra Mae bajó la vista y miró las manos de Norma Jeane, pero ésta se había quitado los anillos, desde luego. Nadie contrataría como modelo a una mujer casada.

—No, no…

—¿Es que sólo una mujer casada tiene derecho a aceptar dinero de un hombre que quiere acostarse con ella?

—No, Debra Mae…

—¿Tan vergonzoso es que yo necesite dinero? Vete a la mierda.

Debra Mae apartó con brusquedad a Norma Jeane y se marchó hecha una furia, con la espalda erguida y la cabeza leonada muy alta. Sus tacones repiquetearon en las escaleras como castañuelas. Norma Jeane parpadeó, mirando a la hermana huérfana a la que no había visto en casi ocho años con tanto asombro como si ella acabara de abofetearla. En su dolorido recuerdo de esta escena, con el tiempo creería que, en efecto, Debra Mae la había abofeteado. Norma Jeane la llamó con voz suplicante:

—Espera, Debra Mae… ¿Sabes algo de Fleece?

Con crueldad, Debra Mae gritó por encima del hombro:

—¡Fleece ha
muerto
!

Madre e hija

Todavía no me sentía orgullosa; quería sentirme orgullosa
. Envió fotografías suyas, cuidadosamente seleccionadas, de
Parade, Family Circle
y
Collier’s
a Gladys Mortensen al Hospital Psiquiátrico Estatal de Norwalk. No eran fotos eróticas como las publicadas en
Laff, Pix, Swank
y
Peek
, sino retratos en los que aparecía completamente vestida: con el conjunto de jersey y rebeca tejido a mano; con vaqueros, camisa con alforzas y coletas, al estilo de Judy Garland en
El mago de Oz
, arrodillada junto a un par de corderitos, sonriendo alegremente mientras acariciaba la suave e inmaculada lana blanca; con un atuendo de colegiala compuesto por falda tableada roja, jersey blanco de cuello cisne, mocasines, calcetines cortos blancos y el cabello color miel recogido en una cola de caballo, saludando con una gran sonrisa (
¡Hola!
o
¡Adiós!
) a alguien situado detrás de la cámara.

Pero Gladys no respondió.

—¿Qué más da? No me importa.

Comenzó a soñar con una situación que se repetía. O quizá la hubiera soñado siempre, aunque no lo recordara.
Tengo una herida entre las piernas. Un corte profundo. Sólo eso: un corte. Un vacío desde el cual mana la sangre
. En una variante de este sueño, que ella llamaría el «sueño de la herida», volvía a ser una niña, Gladys la sumergía en una bañera llena de agua hirviendo, prometiéndole que de ese modo la purificaría y todo «iría bien» y ella se aferraba a las manos de Gladys, aterrorizada, debatiéndose entre el deseo de soltarse y el miedo a soltarse.

—Supongo que sí me importa. ¡Debería admitirlo!

Ahora que ganaba dinero de la agencia Preene y como intérprete en plantilla de La Productora, empezó a visitar a Gladys en el hospital de Norwalk. En el curso de una conversación telefónica, el psiquiatra le había dicho que Gladys Mortensen había mejorado «prácticamente hasta el límite de sus posibilidades». Desde que la habían ingresado, hacía casi una década, la paciente había sido sometida a numerosos tratamientos de electrochoque que habían reducido sus «ataques maníacos» y en la actualidad se encontraba bajo una fuerte sedación para evitar crisis de «euforia» y «depresión». De acuerdo con los informes del hospital, hacía mucho tiempo que no intentaba hacerse daño ni hacer daño a otros. Norma Jeane preguntó con ansiedad si una visita suya podría trastornarla.

—¿Trastornar a su madre, o trastornarla a usted? —dijo el psiquiatra.

Norma Jeane no había visto a Gladys en diez años.

Sin embargo, reconoció de inmediato a la mujer delgada vestida con una descolorida bata verde que tenía el dobladillo torcido (o quizá estuviera mal abotonada).

—¿Ma-madre? ¡Oh, madre! Soy Norma Jeane.

La joven abrazó a su madre sin que ésta le devolviera el abrazo ni se resistiera, pero más tarde recordaría que ambas se habían echado a llorar; en verdad, sólo Norma Jeane lloró, sorprendiéndose de la virulencia de sus emociones.
En mis primeras clases de interpretación nunca conseguía llorar. Después de ir a Norwalk, fui capaz de hacerlo
. Estaban en la sala de visitas, rodeadas de desconocidos. Norma Jeane no dejaba de sonreír a su madre. Temblaba violentamente, le costaba respirar y, para su bochorno, no podía evitar fruncir la nariz, pues Gladys despedía el olor acre y desagradable de una persona que no se ha lavado en mucho tiempo. Con apenas un metro sesenta de estatura, Gladys era más baja de lo que Norma Jeane recordaba. Llevaba unas zapatillas y unos calcetines cortos mugrientos. La bata verde tenía marcas de sudor en las axilas. Le faltaba un botón, y a través del cuello abierto de la prenda se veía el pecho cóncavo de Gladys y una roñosa combinación blanca. También su pelo estaba descolorido —un castaño opaco con hebras grises— y encrespado como la lana sin cardar. Su cara, otrora llena de vida, ahora se veía sin brillo, con la piel cetrina llena de finas grietas, como un papel arrugado. Gladys debía de haberse arrancado la mayor parte de los pelos de las cejas y las pestañas y resultaba impresionante ver sus ojos tan desnudos y desprotegidos. Unos ojos tan pequeños, desconfiados, húmedos y desprovistos de color. La boca que siempre había sido atractiva, pícara y seductora había quedado reducida a una delgada hendidura. Habría pasado por una mujer de cualquier edad entre los cuarenta y los sesenta y cinco. De hecho, ¡habría podido ser cualquiera! Cualquier desconocida.

Pero las enfermeras nos comparaban. Nos miraban. Alguien les había dicho que la hija de Gladys Mortensen era modelo y salía en las portadas de las revistas y buscaban el parecido entre madre e hija
.

—¿Ma-madre? Te he traído algunas cosas.

Las
Poesías selectas
, de Edna St. Vincent Millay, un pequeño volumen de tapa dura que había comprado en una librería de viejo en Hollywood. Un bonito mantón gris perla, delicado como una telaraña, que le había regalado Otto Öse. Una polvera de concha con polvos compactos. (¿Cómo se le había ocurrido? Naturalmente, la polvera tenía un espejito. Una de las enfermeras, que estaban pendientes de todo, le dijo a Norma Jeane que no podía dejar ese regalo: «El espejo podría romperse y usarse con otros fines».)

Pero le permitieron salir al jardín con su madre. Gladys Mortensen estaba lo bastante bien para gozar de ese privilegio. Caminaron lenta y laboriosamente, pues Gladys arrastraba los hinchados pies calzados con zapatillas viejas de una manera que a Norma Jeane, a su pesar, le pareció exagerada, incluso morbosamente cómica. ¿Quién era esa vieja amargada y enferma que interpretaba el papel de Gladys, su madre? ¿Debía inspirar piedad o risa? ¿No era acaso Gladys Mortensen una mujer veloz, inquieta, siempre impaciente con los «lerdos»? Norma Jeane hubiera querido cogerla del delgado y flácido brazo, pero no se atrevió. Temía que su madre la rechazara. A Gladys nunca le había gustado que la tocaran. El acre olor a sucio se intensificaba cuando ella se movía.

Su cuerpo se está pudriendo poco a poco. Yo siempre me bañaré, siempre me mantendré limpia. ¡Limpia! Esto jamás me ocurrirá a mí
.

Al fin salieron a la luz de un día radiante y ventoso.

—¡Qué bien se está aquí, madre! —exclamó Norma Jeane con voz curiosamente aguda e infantil.

A pesar de que tuvo que contener el impulso de librarse de la carga de su madre y correr, correr, correr.

Norma Jeane miró con inquietud los bancos deteriorados por la intemperie y el agostado césped pardusco. De repente la invadió la poderosa sensación de que había estado allí antes. Pero ¿cuándo? Nunca había visitado a Gladys en el hospital y sin embargo aquel sitio le resultaba familiar. Se preguntó si Gladys le habría transmitido sus pensamientos, quizá en sueños. Si había tenido esa clase de poder cuando ella era pequeña. Norma Jeane estaba segura de que conocía el jardín situado detrás del ala oeste del hospital de ladrillo. La zona pavimentada con el cartel de E
NTRADA DE PROVEEDORES
. Las palmeras ralas, los achaparrados eucaliptos. El rumor seco de las hojas de las palmeras agitándose al viento.
Los espíritus de los muertos, que quieren regresar
. En la memoria de Norma Jeane, el jardín del hospital era más grande y escarpado y no estaba en medio de un bullicioso barrio urbano, sino en pleno campo de California. Sin embargo, el cielo era tal como lo recordaba, con nubes claras que el viento empujaba desde la costa.

Norma Jeane estaba a punto de preguntar a Gladys en qué dirección quería ir, pero su madre, sin decir una palabra, se separó de ella y fue arrastrando los pies hacia el banco más cercano. Se sentó de inmediato, como un paraguas que se cerrara de golpe. Cruzó los brazos sobre su delgado pecho y encorvó los hombros como si sintiera frío o estuviera enfadada. Sus párpados eran gruesos como los de una tortuga. El cabello seco como copos de trigo se movía con rigidez a merced del viento. Norma Jeane se apresuró a cubrirle amorosamente los hombros con el mantón gris.

—¿Estás mejor así, madre? ¡Ah, qué bien te sienta este mantón!

Parecía incapaz de controlar su voz. Se sentó junto a Gladys, sonriendo. Empezaba a asustarse, como si estuviera interpretando la escena de una película sin que antes le hubieran dado el guión; estaba obligada a improvisar. No se atrevía a contarle a Gladys que el mantón era un obsequio de un hombre en quien no confiaba, un hombre al que adoraba y temía a la vez, un hombre que sería su salvador. La había fotografiado en «poses artísticas» con ese mismo mantón echado de forma provocativa sobre los hombros desnudos; con un escotado vestido rojo de tejido sintético, sin sujetador debajo y con los pezones (previamente frotados con hielo, «un truco viejo, pero eficaz», según Öse) prominentes como pequeñas uvas. Las fotografías eran para una nueva revista de Howard Hughes llamada
Sir!

BOOK: Blonde
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