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Authors: Alejandro Zambra

Tags: #Cuento,Relato

Bonsái (2 page)

BOOK: Bonsái
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Anita no simpatizaba con Julio, pues lo consideraba engreído y depresivo, pero igualmente tuvo que admitirlo a la hora del desayuno y hasta, una vez, quizás para demostrarse a sí misma y a su amiga que en el fondo Julio no le desagradaba, le preparó huevos a la copa, que era el desayuno favorito de Julio, el huésped permanente del estrecho y más bien inhóspito departamento que compartían Emilia y Anita. Lo que a Anita le molestaba de Julio era que le había cambiado a su amiga:

Me cambiaste a mi amiga. Ella no era así.

¿Y tú siempre has sido así?

¿Así cómo?

Así, como eres.

Emilia intervino, conciliadora y comprensiva. ¿Qué sentido tiene estar con alguien si no te cambia la vida? Eso dijo, y Julio estaba presente cuando lo dijo: que la vida sólo tenía sentido si encontrabas a alguien que te la cambiara, que destruyera tu vida. A Anita le pareció una teoría dudosa, pero no la discutió. Sabía que cuando Emilia hablaba en ese tono era absurdo contradecirla.

Las rarezas de Julio y Emilia no eran sólo sexuales (que las había), ni emocionales (que abundaban), sino también, por así decirlo, literarias. Una noche especialmente feliz, Julio leyó, a manera de broma, un poema de Rubén Darío que Emilia dramatizó y banalizó hasta que quedó convertido en un verdadero poema sexual, un poema de sexo explícito, con gritos, con orgasmos incluidos. Devino entonces en una costumbre esto de leer en voz alta —en voz baja— cada noche, antes de follar. Leyeron
El libro de Monelle
, de Marcel Schwob, y
El pabellón de oro
, de Yukio Mishima, que les resultaron razonables fuentes de inspiración erótica. Sin embargo, muy pronto las lecturas se diversificaron notoriamente: leyeron
El hombre que duerme
y
Las cosas
, de Perec, varios cuentos de Onetti y de Raymond Carver, poemas de Ted Hughes, de Tomas Transtrómer, de Armando Uribe y de Kurt Folch. Hasta fragmentos de Nietzsche y de Émile Cioran leyeron.

Un buen o un mal día el azar los condujo a las páginas de la
Antología de la literatura fantástica
de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo. Después de imaginar bóvedas o casas sin puertas, después de inventariar los rasgos de fantasmas innombrables, recalaron en «Tantalia», un breve relato de Macedonio Fernández que los afectó profundamente.

«Tantalia» es la historia de una pareja que decide comprar una plantita para conservarla como símbolo del amor que los une. Tardíamente se dan cuenta de que si la plantita se muere, con ella también morirá el amor que los une. Y que como el amor que los une es inmenso y por ningún motivo están dispuestos a sacrificarlo, deciden perder la plantita entre una multitud de plantitas idénticas. Luego viene el desconsuelo, la desgracia de saber que ya nunca podrán encontrarla.

Ella y él, los personajes de Macedonio, tuvieron y perdieron una plantita de amor. Emilia y Julio —que no son exactamente personajes, aunque tal vez conviene pensarlos como personajes— llevan varios meses leyendo antes de follar, es muy agradable, piensa él y piensa ella, y a veces lo piensan al mismo tiempo: es muy agradable, es bello leer y comentar lo leído un poco antes de enredar las piernas. Es como hacer gimnasia.

No siempre les resulta sencillo encontrar en los textos algún motivo, por mínimo que sea, para follar, pero finalmente consiguen aislar un párrafo o un verso que caprichosamente estirado o pervertido les funciona, los calienta. (Les gustaba esa expresión, calentarse, por eso la consigno. Les gustaba casi tanto como calentarse.)

Pero esta vez fue distinto:

Ya no me gusta Macedonio Fernández, dijo Emilia, que armaba las frases con inexplicable timidez, mientras acariciaba el mentón y parte de la boca de Julio.

Y Julio: A mí tampoco. Me divertía, me gustaba mucho, pero ya no. Macedonio no.

En voz muy baja habían leído el cuento de Macedonio y en voz baja seguían hablando:

Es absurdo, como un sueño.

Es que es un sueño.

Es una estupidez.

No te entiendo.

Nada, que es absurdo.

Aquélla debería haber sido la última vez que Emilia y Julio follaron. Pero siguieron, a pesar de los continuos reclamos de Anita y de la insólita molestia que les había producido el cuento de Macedonio. Quizás para aquilatar la decepción, o simplemente para cambiar de tema, desde entonces recurrieron exclusivamente a clásicos. Discutieron, como todos los diletantes del mundo han discutido alguna vez, los primeros capítulos de
Madame Bovary
. Clasificaron a sus amigos y conocidos según fueran como Charles o como Emma, y discutieron también si ellos mismos eran comparables a la trágica familia Bovary. En la cama no había problema, ya que ambos se esmeraban por parecer Emma, por ser como Emma, por follar como Emma, pues sin lugar a dudas, creían ellos, Emma follaba inusitadamente bien, e incluso hubiera follado mejor en las condiciones actuales; en Santiago de Chile, a fines del siglo XX, Emma hubiera follado aún mejor que en el libro. La pieza, esas noches, se convertía en un carruaje blindado que se conducía solo, a tientas, por una ciudad hermosa e irreal. El resto, el pueblo, murmuraba celosamente detalles del romance escandaloso y fascinante que ocurría puertas adentro.

Pero en los demás aspectos no llegaban a acuerdo. No lograban decidir si ella actuaba como Emma y él como Charles, o más bien eran ambos los que, sin quererlo, hacían de Charles. Ninguno de los dos quería ser Charles, nunca nadie quiere hacer de Charles siquiera por un rato.

Cuando faltaban apenas cincuenta páginas, abandonaron la lectura, confiados, acaso, en que podrían refugiarse, ahora, en los relatos de Antón Chéjov.

Les fue pésimo con Chéjov, un poco mejor, curiosamente, con Kafka, pero, como se dice, el daño ya estaba hecho. Desde que leyeron «Tantalia» el desenlace era inminente y por supuesto ellos imaginaban y hasta protagonizaban escenas que hacían más bello y más triste, más inesperado ese desenlace.

Fue con Proust. Habían postergado la lectura de Proust, debido al secreto inconfesable que, por separado, los unía a la lectura —o a la no lectura— de
En busca del tiempo perdido
. Ambos tuvieron que fingir que la lectura en común era en rigor una anhelada relectura, de manera que cuando llegaban a alguno de los numerosos pasajes que parecían especialmente memorables cambiaban la inflexión de la voz o se miraban reclamando emoción, simulando la mayor intimidad. Julio, incluso, en una ocasión se permitió afirmar que sólo ahora sentía realmente que estaba leyendo a Proust, y Emilia le respondió con un sutil y desconsolado apretón en la mano.

Como eran inteligentes, pasaron de largo por los episodios que sabían célebres: el mundo se emocionó con esto, yo me emocionaré con esto otro. Antes de comenzar a leer, como medida precautoria, habían convenido lo difícil que era para un lector de
En busca del tiempo perdido
recapitular su experiencia de lectura: es uno de esos libros que incluso después de leerlos uno considera pendientes, dijo Emilia. Es uno de esos libros que vamos a releer siempre, dijo Julio.

Quedaron en la página 373 de
Por el camino de Swann
, específicamente en la siguiente frase:

No por saber una cosa se la puede impedir; pero siquiera las cosas que averiguamos las tenemos, si no entre las manos, al menos en el pensamiento, y allí están a nuestra disposición, lo cual nos inspira la ilusión de gozar sobre ellas una especie de dominio.

Es posible pero quizás sería abusivo relacionar este fragmento con la historia de Julio y Emilia. Sería abusivo, pues la novela de Proust está plagada de fragmentos como éste. Y también porque quedan páginas, porque esta historia continúa.

O no continúa.

La historia de Julio y Emilia continúa pero no sigue.

Va a terminar unos años más tarde, con la muerte de Emilia; Julio, que no muere, que no morirá, que no ha muerto, continúa pero decide no seguir. Lo mismo Emilia: por ahora decide no seguir pero continúa. Dentro de algunos años ya no continuará y ya no seguirá.

No por saber una cosa se la puede impedir, pero hay ilusiones, y esta historia, que viene siendo una historia de ilusiones, sigue así:

Ambos sabían que, como se dice, el final ya estaba escrito, el final de ellos, de los jóvenes tristes que leen novelas juntos, que despiertan con libros perdidos entre las frazadas, que fuman mucha marihuana y escuchan canciones que no son las mismas que prefieren por separado (de Ella Fitzgerald, por ejemplo: son conscientes de que a esa edad aún es lícito haber descubierto recién a Ella Fitzgerald). La fantasía de ambos era al menos terminar a Proust, estirar la cuerda por 40 siete tomos y que la última palabra (la palabra Tiempo) fuera también la última palabra prevista entre ellos. Duraron leyendo, lamentablemente, poco más de un mes, a razón de diez páginas por día. Quedaron en la página 373, y el libro permaneció, desde entonces, abierto.

III. Préstamos

Primero fue Timothy, un muñeco de arroz vagamente parecido a un elefante. Anita durmió con Timothy, peleó con Timothy, le dio de comer y hasta lo bañó antes de devolvérselo a Emilia una semana después. Por entonces ambas tenían cuatro años. Semana por medio los padres de las niñas se ponían de acuerdo para que ellas se juntaran y a veces pasaban sábado y domingo jugando al pillarse, a imitar voces, a pintarse la cara con pasta de dientes.

Luego fue la ropa. A Emilia le gustaba el buzo burdeos de Anita, Anita le pidió a cambio la polera de Snoopy, y así comenzó un sólido comercio que con los años acabó volviéndose caótico. A los ocho fue un libro para hacer origamis el que Anita le devolvió algo estropeado en los bordes a su amiga. Entre los diez y los doce hicieron turnos quincenales para comprar la revista

, e intercambiaron cassettes de Miguel Bosé, Duran Duran, Alvaro Scaramelli y el grupo Nadie.

A los catorce Emilia le dio un beso en la boca a Anita, y Anita no supo cómo reaccionar. Dejaron de verse durante unos meses. A los diecisiete Emilia volvió a besarla y esta vez el beso fue un poco más largo. Anita se rió y le dijo que si volvía a hacerlo le respondería con una cachetada.

A los diecisiete años Emilia entró a estudiar literatura a la Universidad de Chile, porque era el sueño de toda su vida. Anita, desde luego, sabía que estudiar literatura no era el sueño de la vida de Emilia, sino un capricho directamente relacionado con su lectura reciente de Delmira Agustini. El sueño de Anita, en cambio, era perder unos cuantos kilos, lo que no la llevó, claro está, a estudiar nutrición o educación física. Por lo pronto se matriculó en un curso intensivo de inglés, y siguió varios años estudiando aquel curso intensivo de inglés.

A los veinte años Emilia y Anita se fueron a vivir juntas. Anita llevaba seis meses viviendo sola, ya que su madre recientemente había formalizado una relación, por lo que se merecía —eso fue lo que le dijo a su hija— la oportunidad de comenzar desde cero. Comenzar desde cero significaba comenzar sin hijos y, probablemente, continuar sin hijos. Pero en este relato la madre de Anita y Anita no importan, son personajes secundarios. La que importa es Emilia, que aceptó gustosa el ofrecimiento de vivir con Anita, seducida, en especial, por la posibilidad de follar a sus anchas con Julio.

Anita descubrió que estaba embarazada dos meses antes de que la relación de su amiga con Julio se disolviera del todo. El padre —el
responsable
, se decía entonces— era un estudiante de último año de derecho de la Universidad Católica, cuestión que ella enfatizaba, probablemente porque hacía más decoroso su descuido. Aunque se conocían desde hacía poco, Anita y el futuro abogado decidieron casarse, y Emilia fue la testigo de la ceremonia. Durante la fiesta, un amigo del novio quiso besar a Emilia mientras bailaban cumbia, pero ella esquivó el rostro argumentando que no le gustaba ese tipo de música.

A los veintiséis Anita ya era madre de dos niñas y su marido se debatía entre la posibilidad de comprar una camioneta y la vaga tentación de tener un tercer hijo (
para cerrar la fábrica
, decía, con un énfasis que pretendía ser gracioso, y que quizás lo era, ya que la gente solía reírse con el comentario). Así de bien les iba.

El marido de Anita se llamaba Andrés, o Leonardo. Quedemos en que su nombre era Andrés y no Leonardo. Quedemos en que Anita estaba despierta y Andrés semidormido y las dos niñas durmiendo la noche en que imprevistamente llegó Emilia a visitarlos.

Eran casi las once de la noche. Anita hizo lo posible por distribuir con justicia el poco whisky que quedaba y Andrés tuvo que ir corriendo a comprar a un almacén cercano. Regresó con tres paquetes chicos de papas fritas.

¿Por qué no trajiste un paquete grande?

Porque no quedaban paquetes grandes.

¿Y no se te ocurrió, por ejemplo, traer cinco paquetes chicos?

No quedaban cinco paquetes chicos. Quedaban tres.

Emilia pensó que quizás no había sido una buena idea llegar de improviso a ver a su amiga. Mientras duró la escaramuza, tuvo que concentrarse en un enorme sombrero mexicano que gobernaba la sala. Estuvo a punto de retirarse, pero el motivo era urgente: en el colegio había dicho que era casada. Para conseguir trabajo como profesora de castellano había dicho que era casada. El problema era que a la noche siguiente tenía una fiesta con sus compañeros de trabajo y era ineludible que su esposo la acompañara. Después de tantas poleras y discos y libros y hasta sostenes con relleno, no sería tan grave que me prestaras a tu marido, dijo Emilia.

Todos los colegas querían conocer a Miguel. Y Andrés perfectamente podía pasar por Miguel. Había dicho que Miguel era gordo, moreno y simpático, y Andrés era, al menos, muy moreno y muy gordo. Simpático no era, eso lo pensó desde la primera vez que lo vio, hacía ya varios años. Anita también era gorda y bellísima, o al menos tan bella como puede llegar a ser una mujer tan gorda, pensaba Emilia, algo envidiosa. Emilia era más bien tosca y muy flaca, Anita era gorda y linda. Anita dijo que no tenía inconveniente en prestar a su marido por un rato.

Siempre que me lo devuelvas.

Eso tenlo por seguro.

Rieron de buena gana, mientras Andrés intentaba capturar los últimos pedazos de papas fritas de su paquete. Durante la adolescencia habían sido muy cuidadosas respecto a los hombres. Antes de involucrarse en cualquier cosa Emilia llamaba a Anita, y viceversa, para formular las preguntas de rigor. ¿Estás segura de que no te gusta? Segura, no seas enrollada, huevona.

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