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Authors: José Luis Romero

Tags: #Historia

Breve historia de la Argentina (12 page)

BOOK: Breve historia de la Argentina
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El paso más audaz en la promoción del cambio económico social fue la apertura del país a la inmigración. Hasta 1862 el gobierno de la Confederación había realizado algunos experimentos con colonos a los que aseguraba tierras. Desde esa fecha, en cambio, la República comenzó a atraer inmigrantes a los que se les ofrecían facilidades para su incorporación al país, pero sin garantizarles la posesión de la tierra: así lo estableció taxativamente la ley de colonización de 1876, que reflejaba la situación del Estado frente a la tierra pública, entregada sistemáticamente a grandes poseedores. La consecuencia fue que los inmigrantes que aceptaron venir se reclutaron en regiones de bajo nivel de vida —especialmente en España o Italia— y de escaso nivel técnico. Esta circunstancia, unida a la magnitud de la corriente inmigratoria, caracterizó el impacto que la inmigración produjo ya en los dieciocho años anteriores a 1880. Los inmigrantes tenían escasas posibilidades de transformarse en propietarios y se ofrecieron como mano de obra, en algunos casos yendo y viniendo a su país de origen. El saldo inmigratorio fue de 76.000 inmigrantes en la década de 1860 a 1870 y de 85.000 en la década de 1870 a 1880. Pero desde el primer momento la distribución tuvo una tendencia definida y la corriente inmigratoria se fijó preferentemente en la zona litoral y en las grandes ciudades. Sólo pequeños grupos se trasladaron al centro y al oeste del país y más pequeños aún a la Patagonia, donde aparecieron en 1865 las colonias galesas de Chubut, y más tarde los grupos de productores de ovejas de Santa Cruz. En cambio Buenos Aires, que contaba con 150.000 habitantes en 1865 pasó a tener 230.000 en 1875. Así comenzó a acentuarse intensamente la diferenciación entre el interior del país y la zona litoral, antes contrapuestas por sus recursos económicos y ahora también por sus peculiaridades demográficas y sociales.

Las consecuencias de esa política fueron previstas en alguna medida, pero sus resultados sobrepasaron todas las previsiones. La agrupación de las colectividades insinuaba la formación de grupos marginales, ajenos a los intereses tradicionales del país y orientados exclusivamente hacia la solución de los problemas individuales derivados del trasplante. El «gringo» adoptó un comportamiento económico que contrastó con la actitud del criollo, y José Hernández recogió el resentimiento de los grupos nativos frente a la invasión extranjera en su poema gauchesco
Martín Fierro
, publicado en 1872. El Estado no buscó el camino que podía resolver el naciente problema, que era el de transformar a los inmigrantes en poseedores de la tierra; sólo se propuso, para asimilar al menos a sus hijos, un vasto programa de educación popular.

Tal fue el sentido de las preocupaciones educacionales del gobierno nacional, especialmente en cuanto a la instrucción primaria. Mitre y su ministro Eduardo Costa procuraron impulsarla; pero aún se preocuparon más en contribuir a la formación de las minorías directoras, creando institutos de educación secundaria. En 1863 se fundó el Colegio Nacional de Buenos Aires, cuyos estudios fueron orientados y dirigidos por Amadeo Jacques; y al año siguiente se dispuso la creación de institutos análogos en Catamarca, Tucumán, Mendoza, San Juan y Salta. La obsesión de Sarmiento, en cambio, fue alfabetizar a las clases populares, «educar al soberano», hacer de la escuela pública un crisol donde se fundieran los diversos ingredientes de la población del país, sometida a intensos cambios y a diversas influencias. Era promover un cambio dentro del cambio. Para alcanzar ese objetivo fundó innumerables escuelas dentro de la jurisdicción nacional y propició en 1869 una ley que otorgaba subvenciones a las provincias para que las crearan en las suyas. Un censo escolar que Sarmiento ordenó realizar mostró la existencia de un 80% de analfabetos en el país, y sus resultados predispusieron los ánimos para la vasta obra de educación popular que emprendió. La fundación de la Escuela Normal de Paraná en 1870 y la creación de bibliotecas públicas completó su labor. Entre tanto, la Universidad de Buenos Aires demostraba nuevas preocupaciones. Juan María Gutiérrez, Vicente Fidel López y Manuel Quintana ejercieron por entonces su rectorado, y durante el largo período en que lo desempeñó el primero fue creado el departamento de ciencias exactas en 1865; de allí salieron los primeros ingenieros que habrían de incorporarse poco después a los trabajos que el país requería para su transformación.

Pero pese al vigor del plan educacional, no podía esperarse de él que contuviera las inevitables consecuencias de la política estatal con respecto a la tierra y a la inmigración. Hubo un crecimiento acelerado de la riqueza, pero ésta se concentró en pocas manos. Los estancieros que tan fácilmente habían logrado grandes extensiones de tierra se volcaban a la producción intensiva de la lana que requería el mercado europeo. El proceso de intensificación de la de ovinos había comenzado en 1860, y cinco años después la Argentina ocupaba un lugar privilegiado entre los exportadores de lana. Sesenta millones de ovinos, distribuidos en campos que comenzaban a alambrarse aceleradamente aseguraban una fructífera corriente de intercambio con puertos de Europa. Francia y Bélgica eran las principales consumidoras de esa producción; pero el saldo favorable que esas exportaciones dejaban se invertía preferentemente en productos manufacturados ingleses. El comercio exterior, que en 1861 tenía un volumen total de 37 millones pesos, ascendió a 104 millones en 1880, sin que todavía hubiera alcanzado a tener sino escasísima importancia en exportación de cereales, cuya producción apenas comenzaba a sobrepasar el nivel de autoabastecimiento de harina.

La política librecambista predominaba, en perjuicio de las actividades manufactureras. Pese a los esfuerzos de Sarmiento para estimular las extracciones mineras y en especial la del carbón, los resultados fueron escasos. Una fábrica que pretendió instalarse en 1873 para producir tejidos de lana debió cerrar al poco tiempo ante la imposibilidad de competir con los artículos importados. Sólo la explotación ferroviaria y los talleres de imprenta alcanzaron cierto grado de organización industrial. Desde 1857 existía una organización obrera: la Sociedad Tipográfica Bonaerense exclusivamente de ayuda mutua; pero en 1878 se constituyó la Unión Tipográfica como organización gremial para luchar por la disminución de los horarios de trabajo a aumento de los salarios. Ese mismo año se declaró la primera huelga obrera, gracias a la cual se fijó una jornada diez horas en invierno y doce en verano. Pero la industria no tenía perspectivas. En la exposición industrial de Córdoba que se realizó en 1871, Sarmiento señaló, al inaugurarla, la ausencia casi total de otras manufacturas que no fueran las tradicionales. Y a pesar de que en 1876 se intentó establecer algunas tarifas proteccionistas, el mercado de productos manufacturados siguió dominado por los importadores, con lo que se acentuaba el carácter comercial y casi parasitario de los centros urbanos que crecían con la inmigración.

En cambio, la construcción de los ferrocarriles creó una importante fuente de trabajo para los inmigrantes y desencadenó un cambio radical en la economía del país. Durante los dieciocho años que preceden a 1880 se construyeron 2516 kilómetros de vías férreas. Tres compañías argentinas —una privada y dos estatales— y siete compañías de capital extranjero hicieron las obras. El Ferrocarril del Oeste llegó por entonces hasta Bragado y Lobos; el Central Córdoba unió Rosario con Córdoba en 1876; y el Andino se desprendió de esa línea para dirigirse hacia el oeste. Esas compañías eran de capital nacional. Las de capital extranjero unieron a Buenos Aires con Azul y Ayacucho —una de ellas, el Sur— otra a Rosario con Córdoba— el Central Argentina— y otras unieron distancias menores en las provincias de Buenos Aires y Entre Ríos. Eran empresas de capital inglés preferentemente y realizaron un pingue negocio, porque recibieron tan vastas extensiones de campo a los costados de sus vías que agregaron a la explotación ferroviaria el negocio de venta de tierras. Eran éstas las que más se valorizaban por la acción del ferrocarril, y así nació un nuevo motivo de especulación que fue nuevo obstáculo para la política colonizadora.

Buenos Aires fue la principal beneficiaria del nuevo desarrollo económico. La ciudad se europeizó en sus gustos y en sus modas. El teatro Colón, entonces frente a la plaza de Mayo, constituía el centro de la actividad social de una minoría rica que comenzaba a viajar frecuentemente a París. Federalizada en 1880, pese a la oposición de los autonomistas encabezados por Leandro N. Alem, Buenos Aires siguió siendo el mayor emporio de riqueza de la nación. Cosmopolita su población, renovadora su arquitectura, cultas sus minorías y activo su puerto, la Capital ponía de manifiesto todos los rasgos del cambio que se operaba en el país.

Cuarta parte
L
A ERA ALUVIAL

Los primeros pasos de la transformación económico-social del país, dados en las tres décadas que siguieron a Caseros, comprometieron su desarrollo futuro. Los tres grupos poseedores se enriquecían y, al mismo tiempo, parecían abrirse amplias perspectivas para los hombres de trabajo capaces de iniciativa y sacrificio. Y no sólo para los nativos. En Europa, los que se habían empobrecido a causa del desarrollo industrial y de la falta de tierras, comenzaron a mirar hacia la Argentina vislumbrando en ella una esperanza, y gruesos contingentes de inmigrantes llegaron al país cada año para incorporarse a la carrera de la prosperidad. A falta de una política colonizadora, se distribuyeron según sus inclinaciones. El resultado fue que la antigua diferencia entre las regiones interiores y las regiones litorales se acentuó cada vez más, definiéndose dos Argentinas, criolla una y cosmopolita la otra. En esta última se poblaron los campos de chacareros, pero sobre todo crecieron las ciudades, a las que los nuevos y los antiguos ricos dotaron de los signos de la civilización vista en el espejo de París: anchas avenidas, teatros, monumentos, hermosos jardines y barrios aristocráticos donde no faltaban suntuosas residencias.

Pero la riqueza no se distribuyó equitativamente. Con el mismo esfuerzo de los que prosperaron, otros envejecieron en los duros trabajos del campo sin llegar a adquirir un pedazo de tierra o se incorporaron a los grupos marginales de las ciudades para arrastrar su fracaso. La sociedad argentina, por la diversidad de sus elementos, comenzó a parecer un aluvión alimentado por torrentes diversos, que mezclaban sus aguas sin saber hacia qué cauce se dirigían. Florencio Sánchez —el autor de
La Gringa
y de
M'hijo el dotor
— llevaba al teatro el drama de los triunfos y los fracasos de aquéllos a quienes el aluvión arrastraba; y en
La restauración nacionalista
Ricardo Rojas, al celebrarse el centenario de la Independencia, describía no sin angustia, el cuadro de una sociedad que parecía hallarse en disolución.

A medida que se constituía ese impreciso sector de inmigrantes y de hijos de inmigrantes, la clase dirigente criolla comenzó a considerarse como una aristocracia, a hablar de su estirpe y a acrecentar los privilegios que la prosperidad le otorgaba sin mucho esfuerzo. Despreció al humilde inmigrante que venía de los países pobres de Europa, precisamente cuando se sometía sin vacilaciones a la influencia de los países europeos más ricos y orgullosos. De ellos aprendió las reglas de la
high life
, la preferencia por los poetas franceses y la admiración por el impecable corte inglés de la solemne levita que acreditaba su posición social. Y de ellos recibió también cierto repertorio de ideas sobre la economía y la política que los ministros y los parlamentarios expusieron brillantemente en memorables discursos que recordaban los de Gladstone o de Ferry. Era una imitación inevitable, porque la Argentina se había incorporado definitivamente al ámbito de la economía europea, cuya expansión requería nuestras materias primas y nos imponía sus manufacturas. Pero como Europa ofrecía también el contingente humano de sus excedentes de población, las clases medias y hasta las clases populares comenzaron a caracterizarse por nuevas costumbres y nuevas ideas que desalojaban la tradición nativa.

También fue inevitable que el país sufriera las consecuencias de los conflictos económicos y políticos en que se sumió Europa. Gran Bretaña invirtió grandes capitales y considero que, automáticamente, nuestros mercados le pertenecían, no vacilando en exigir, con tanta elegancia como energía, que se mantuviera fielmente esa dependencia. La Argentina fue neutral en las dos grandes contiendas europeas, y gracias a ello abundaron las provisiones en los países aliados. Mientras hubo guerra surgió en el país una industria de reemplazo, pero al llegar la paz, los países que lo proveían de manufacturas trabajaron por recuperar sus mercados, ocasionándose entonces graves trastornos económicos y sociales. Y la Argentina pagó el tributo de fuertes conmociones internas que no sólo reflejaban su propia crisis, sino también la de los países europeos.

Sólo después de esas duras experiencias comenzó a advertirse que el país tenía vastos recursos que abrían nuevas posibilidades: el petróleo, las minas de carbón y de hierro, las viejas industrias del vino, del azúcar y de los tejidos y otras nuevas que comenzaban a desenvolverse. Los empresarios descubrieron las excelentes condiciones del obrero industrial argentino y las universidades comenzaron a ofrecer técnicos bien preparados. Todo favorecía un nuevo cambio, excepto la dura resistencia de las estructuras tradicionales, tanto económicas como ideológicas.

Conservadorismo y radicalismo fueron la expresión de la actitud política de los dos grupos fundamentales del país: el primero representó a los poseedores de la tierra y el segundo a las clases medias en ascenso, deseosas de ingresar a los círculos de poder y a las satisfacciones de la prosperidad. El socialismo aglutinó a los obreros de las ciudades y, en ocasiones, atrajo a una pequeña clase media ilustrada. Pero las masas criollas que se desplazaron del interior hacia el litoral en busca de trabajo y de altos jornales, crearon una nueva posibilidad política que convulsionó el orden tradicional.

El país conoció otras opciones: entre católicos y liberales, entre partidarios de los aliados y partidarios del eje Roma-Berlín, entre simpatizantes de los Estados Unidos y adversarios de su influencia en la América latina. Esas opciones provocaron conflictos que, en parte, contribuyeron a esclarecer las opiniones.

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