En enero de 1817 los portugueses ocuparon Montevideo y obligaron a los orientales a replegarse hacia el límite con las provincias argentinas. Ese mismo año un grupo de hombres de letras fundaba en Buenos Aires la
Sociedad del buen gusto en el teatro
; eran Vicente López, Esteban de Luca, Santiago Wilde, Vélez, Gutiérrez y otros más. El lema de la sociedad era poner la literatura al servicio del pueblo y de la libertad de América. San Martín había terminado sus preparativos militares en Cuyo y comenzó su temeraria operación de cruzar la cordillera de los Andes con un ejército numeroso y bien pertrechado. El 12 de febrero de 1817cayó sobre el ejército español en la cuesta de Chacabuco y lo derrotó. Así comenzó la crisis del poder español en Chile.
Dentro del país, en cambio, la situación se agravaba. Entre Ríos y Santa Fe aceptaron la autoridad de Artigas llamado «Protector de los pueblos libres», y desafiaban a Buenos Aires, a cuyas tropas derrotó el «Supremo entrerriano», Francisco Ramírez, en la batalla de Saucecito en marzo de 1818. Pocos días después triunfaba San Martín nuevamente sobre los españoles en el llano de Maipú asegurando la independencia de Chile. Esas victorias, empero no contribuían a fortalecer el gobierno de Buenos Aires porque San Martín, fiel a su misión, estaba decidido a no participar con sus tropas en la guerra civil.
Frente a las fuerzas del litoral, el Directorio se veía cada vez más débil. Corrientes bajo la autoridad del caudillo artiguista Andresito, Entre Ríos gobernada por Francisco Ramírez y Santa Fe obediente a la voluntad de Estanislao López, formaban un vigoroso bloque con la Banda Oriental, encabezada por Artigas. Dos veces vencedor de las tropas del Directorio, Estanislao López se propuso organizar institucionalmente la provincia de Santa Fe y promovió en 1819 la sanción de una constitución provincial, decididamente democrática y federal. Ese mismo año, el congreso nacional, que ahora sesionaba en Buenos Aires, había sancionado una carta constitucional para las Provincias Unidas, inspirada por principios aristocráticos y centralistas. Los dos documentos contemporáneos revelaban la irreductible oposición de los bandos en pugna y, en general, la reacción provinciana contra la constitución nacional de 1819 fue categórica.
La crisis no se hizo esperar. Las tropas entrerrianas y santafecinas se dirigieron hacia Buenos Aires en octubre de 1819 y el Directorio no vaciló en solicitar la ayuda del general Lecor, jefe de las tropas portuguesas que ocupaban Montevideo. El imperdonable recurso no hizo sino agravar la discordia. El ejército del norte, que era el único con que contaba el Directorio, recibió orden de bajar apresuradamente hacia el sur, pero al llegar a la posta de Arequito se sublevó a instancias del general Bustos, que se preparaba para apartar a la provincia de Córdoba de la obediencia de Buenos Aires. El director Rondeau recurrió a la movilización de las milicias y se enfrentó en la cañada de Cepeda con las tropas del litoral el 1° de febrero de 1820: su derrota fue definitiva.
La crisis había alcanzado una decisión. Los vencedores exigieron la desaparición del poder central, la disolución del Congreso y la plena autonomía de las provincias. Bustos acababa de asegurársela a Córdoba, Ibarra lo imitó en Santiago del Estero, Aráoz en Tucumán, Ocampo en La Rioja, y entre tanto se desintegró la Intendencia de Cuyo dando origen a tres provincias. Ante los hechos consumados, el director Rondeau renunció. También Buenos Aires se constituyó como provincia independiente, y su primer gobernador, Sarratea, firmó el 23 de febrero de 1820 con los jefes triunfantes el tratado del Pilar, en el que se admitía la necesidad de organizar un nuevo gobierno central, pero sobreentendiendo la caducidad del que hasta entonces existía en Buenos Aires; la federación debía ser el principio político del nuevo régimen, pero el principio económico fundamental debía ser la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay. Así se definía el pleito tradicional entre la Aduana de Buenos Aires —en la que los grupos porteños sabían que descansaba, según la tradición virreinal, su hegemonía— y las provincias litorales, cuyos ganaderos aspiraban a compartir las posibilidades económicas que ofrecía la exportación de cueros, sebos y tasajos.
Con el tratado del Pilar terminaba una época: la de las Provincias Unidas, durante la cual pareció que la unión era compatible con la subsistencia de la estructura del antiguo virreinato. Ahora comenzaba otra: la época de la desunión de las provincias, durante la cual los grupos regionales, los grupos económicos y los grupos ideológicos opondrían sus puntos de vista para encontrar una nueva fórmula para la unidad nacional.
Desaparecido el régimen que las unía, cada una de las provincias buscó su propio camino. Los grandes propietarios, los fuertes caudillos, los comerciantes poderosos y los grupos populares de las ciudades que gravitaban en la plaza pública procuraron imponer sus puntos de vista y provocaron, con sus encontrados intereses, situaciones muy tensas, hasta que alguien logró imponer su autoridad con firmeza. Y según quién fuera y qué intereses representara, cada provincia adoptó un modo de vida que definiría con el tiempo sus características y su papel en el conjunto de la nación: porque en 1820 había desaparecido el gobierno de las Provincias Unidas, pero no la indestructible convicción de la unidad nacional.
Sólo en la provincia de la Banda Oriental predominaron circunstancias desfavorables a su permanencia dentro de la comunidad nacional argentina. La incomprensión de que Artigas había sido víctima por parte del gobierno de Buenos Aires, convertida luego en abierta hostilidad, predispuso el ánimo de los orientales a la separación; pero aun así no se hubiera consumado a no mediar más tarde los intereses británicos que deseaban un puerto en el Río de la Plata que fuera ajeno tanto a la autoridad del Brasil como a la de la Argentina. Cuando Artigas fue derrotado por los invasores portugueses en 1820 en la batalla de Tacuarembó, buscó el apoyo de los caudillos del litoral sin lograrlo. Desapareció entonces de la escena política, y la Banda Oriental quedó anexada a Portugal, primero, y al Imperio del Brasil, cuando éste se constituyó en 1822.
Un sector importante, sin embargo, apoyaba el mantenimiento de la provincia oriental dentro del ámbito de las antiguas Provincias Unidas. En abril de 1825 treinta y tres orientales reunidos en Buenos Aires a las órdenes de Juan Antonio Lavalleja desembarcaron en la Banda Oriental, sublevaron la campaña contra los brasileños y pusieron sitio a Montevideo. Poco después, los rebeldes reunían un congreso en La Florida y el 25 de agosto declaraban la anexión de la Banda Oriental a la República de las Provincias Unidas. El congreso nacional, que por entonces estaba reunido en Buenos Aires, aceptó la anexión, cuyas consecuencias fueron graves: el Imperio del Brasil declaró la guerra al gobierno de Buenos Aires.
Para esa época, la suerte de los caudillos triunfantes en Cepeda había cambiado mucho, y con ella la de las provincias que les obedecían. Francisco Ramírez, vencedor de Artigas, había declarado la independencia de la «República de Entre Ríos» en septiembre de 1820, y acariciaba sueños de predominio sobre vastas regiones y acaso sobre el país entero. Pero ni siquiera logró dominar a Estanislao López, que se le opuso en Santa Fe. Con la ayuda del chileno José Miguel Carrera, jefe de una partida de indios que asolaba la campaña bonaerense, pretendió lanzarse sobre Buenos Aires; pero tuvo que enfrentar primero a López y fue derrotado. Bustos, gobernador de Córdoba, que también soñaba con su propia hegemonía, lo volvió a derrotar, y en la retirada, fue muerto Ramírez cuando se detuvo para defender a su amante, que lo acompañaba en sus entreveros. Desde entonces, Entre Ríos se mantuvo dentro de sus límites y, en las luchas por el poder, tuvo menos peso que Santa Fe, donde Estanislao López afirmaba su dominio y organizaba a su modo la provincia con la habilidad necesaria para no perder su autoridad local ni atraerse la cólera de sus rivales vecinos.
Entre ellos, Bustos parecía el más peligroso, porque desde Córdoba podía aglutinar fácilmente el interior del país contra Buenos Aires. Pero sus esperanzas se vieron frustradas por otras aspiraciones semejantes a las suyas en comarcas vecinas. En Santiago del Estero, Felipe Ibarra se había separado de Tucumán y luchaba al lado de Juan Facundo Quiroga, que desde 1821 dominaba la provincia de La Rioja. Juntos, se enfrentaron con Catamarca y con Tucumán, partidarias por entonces de la unión con Buenos Aires, en una sucesión interminable de luchas en las que se disputaba la hegemonía del norte del país. Algunas provincias se dieron constituciones o reglamentos provisionales para fundar un orden dentro de sus límites, generalmente henchidos de declaraciones no menos utópicas que las que habían caracterizado los documentos de los grupos porteños, porque no condecían con la pobreza y el escaso desarrollo económico, social y cultural que las provincias habían alcanzado. Y, de hecho, quienes lograron mantener la autoridad fueron sólo aquellos que recurrieron a la fuerza y la mantuvieron por medios despóticos, vigilando estrechamente tanto a sus adversarios dentro de su área de influencia como a sus rivales de las provincias vecinas.
No menos grave era la situación de Cuyo. En Mendoza, las montoneras agitaron la vida de la provincia hasta que Juan Lavalle impuso su autoridad en 1824. Pero fue grave para ella la separación de San Juan, donde el gobierno autónomo ejerció una acción esclarecedora durante el gobierno del general Urdininea y los ministerios de Laprida y Del Carril. Elevado este último a la gobernación, sancionó en 1825 una constitución provincial conocida con el nombre de
Carta de Mayo
, que estableció principios liberales y progresistas, a los que se opusieron los elementos reaccionarios. Pero Del Carril triunfó sobre ellos y dejó el recuerdo de una administración ejemplar.
Entre tanto, Buenos Aires, reducida ahora su influencia, desarrollaba dentro de las fronteras provinciales lo que había sido su ilusorio programa para toda la nación. Los meses que siguieron a la derrota de Cepeda fueron duros, y en la lucha por el poder hubo un día en que se sucedieron tres gobernadores. Estanislao López pretendía influir en los conflictos políticos, pero finalmente la aparición de las fuerzas de la campaña que mandaba Juan Manuel de Rosas permitió al gobernador Martín Rodríguez mantenerse en el poder desde fines de 1820.
Fue un período de paz y de progreso que duró hasta mayo de 1824. El triunfo de la revolución liberal de Riego en España, que garantizaba la independencia, favorecía las posibilidades de una política ilustrada que encontró en el ministro de gobierno, Bernardino Rivadavia, un brillante ejecutor. Muy pronto se sancionó una ley de elecciones que consagraba el principio del sufragio universal y otra que suprimía el Cabildo y reorganizaba la administración de justicia. Otras medidas siguieron luego. La Ley de Olvido procuró aquietar las pasiones desatadas por la lucha entre las facciones, y la que consagraba la libertad de cultos facilitó la radicación de inmigrantes extranjeros de credo protestante.
En la nueva situación internacional Portugal, el Brasil, los Estados Unidos y luego Inglaterra reconocieron la independencia de las Provincias Unidas —cuyas relaciones internacionales asumió Buenos Aires— y establecieron con ellas relaciones consulares que permitieron desarrollar el comercio exterior. Era ésta una de las preocupaciones del gobierno, que contemplaba los intereses de la campaña, dedicada a la cría de ganado, y los de la ciudad, donde predominaba la actividad comercial y artesanal. Se procuró atraer técnicos para desarrollar algunas industrias y se crearon los instrumentos necesarios para el desarrollo de la economía: un Banco de Descuentos, una Bolsa de Comercio y una serie de medidas para atraer capitales y obtener préstamos; en 1824 la casa Baring Brothers de Londres otorgó al gobierno argentino un millón de libras esterlinas. Al mismo tiempo se introdujeron animales de raza para cruzarlos con los ganados criollos y semillas para mejorar los cultivos.
Estas últimas medidas se relacionaban con las que el gobierno adoptó con respecto a la tierra pública. Grandes extensiones de tierras pertenecientes al Estado solían entregarse a particulares influyentes. Rivadavia elaboró un plan para otorgarlas, según el sistema de la enfiteusis, a pequeños colonos que quisieran radicarse en ellas y explotarlas mediante el pago de una reducida tasa de acuerdo con su valor. Así debían incorporarse a la explotación agrícola —en manos de pequeños productores— las zonas de la provincia que se extendían hasta el río Salado, no sin resistencia de los grandes estancieros del sur, acostumbrados a no reconocer límites a sus establecimientos.
Entre tanto, la situación interprovincial tendía a normalizarse en el litoral. El 25 de enero de 1822. Los gobernadores de Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe y Buenos Aires suscribieron el tratado del Cuadrilátero, que establecía una alianza ofensiva y defensiva entre las cuatro provincias. La gravedad del problema aconsejó sortear el tema de la organización nacional, previéndose solamente la convocatoria de un congreso para que resolviera sobre la cuestión. En cambio, se establecía categóricamente la libertad de comercio y la libre navegación de los ríos, cuestiones que tocaban al fondo de las disensiones entre las provincias litorales y Buenos Aires. Era un triunfo del federalismo, pero era, al mismo tiempo, un paso decisivo para dilucidar las cuestiones previas a la organización nacional.
Inspirado por Rivadavia, el gobierno de Buenos Aires adoptó otras decisiones no menos importantes. Dispuso abolir los fueros de que gozaba el clero y el diezmo que recibía la Iglesia; además fueron suprimidas algunas órdenes que habían caído en el descrédito y se establecieron reglas muy estrictas para las demás. No menos enérgicas fueron las reformas que introdujo en el ejército para restablecer la disciplina y aumentar la eficacia de la oficialidad. Naturalmente esta política desató una fuerte reacción de los elementos retrógrados que acusaron a Rivadavia de enemigo de la religión. El padre Castañeda lanzó los más terribles denuestos desde los periódicos satíricos que inspiraba —
El desengañador gauchi-político
,
El despertador teofilantrópico
—, y el doctor Tagle se atrevió a organizar un motín que fue sofocado enseguida. Pero Rivadavia quedó transformado en símbolo de la política progresista.