Read Breve historia del mundo Online
Authors: Ernst H. Gombrich
Esta situación completamente nueva en la historia de la humanidad ha llevado, como es natural, a mucha gente a condenar como tales los logros de las ciencias pues nos han conducido al borde de este abismo. No obstante, no deberíamos olvidar que fueron también las ciencias y la técnica las que posibilitaron a los países afectados superar, al menos en parte, las destrucciones de la guerra mundial, permitiendo iniciar la vida normal antes de lo que nos habríamos atrevido a esperar.
Para terminar quiero introducir también aquí una pequeña corrección en mi libro y subsanar un olvido que me preocupa. Es posible que mi capítulo sobre el hombre y la máquina no contenga errores, pero resulta un tanto unilateral. Es absolutamente cierto que la sustitución del trabajo manual por el fabril trajo consigo mucha miseria, pero debería haber mencionado también que, sin las nuevas técnicas de la producción masiva, no habría sido posible alimentar, vestir y dar vivienda a una población en aumentó constante. Una de las causas de que vinieran al mundo cada vez más niños y fueran cada vez menos los que morían poco después de haber nacido fue, en gran parte, el progreso científico en medicina consistente, por ejemplo, en el suministro de agua y el alcantarillado. No hay duda de que la creciente industrialización de Europa, Norteamérica y también Japón nos ha privado de muchas cosas bellas, pero, no obstante, no debemos olvidar cuántas bendiciones —sí, bendiciones— nos ha traído.
Recuerdo aún muy bien qué se quería decir en mi juventud cuando se hablaba de los «pobres». No sólo los menesterosos, los mendigos y la gente sin hogar tenían un aspecto distinto del de los burgueses de las grandes ciudades, sino que también los obreros y obreras eran reconocibles de lejos por su ropa; las mujeres llevaban, como mucho, un pañuelo en la cabeza para protegerse del frío y ningún obrero habría usado camisa blanca, pues no tardaría en ensuciarse. En aquel tiempo se hablaba incluso del «olor a pobre», pues la mayoría de los habitantes de las ciudades vivía en pisos mal aireados, con un grifo en la escalera, en el mejor de los casos. En cambio, un hogar burgués (y no sólo la gente rica) solía disponer de una cocinera, una camarera y, a menudo, una niñera. Es cierto que todas estas personas vivían a menudo mejor que en sus propias casas, pero no debía de ser nada cómodo tener, por ejemplo, «libre» un solo día por semana y ser contado entre el «servicio». Fue precisamente durante mis años jóvenes cuando se comenzó a reflexionar sobre todo esto; y, acabada la Primera Guerra Mundial, las leyes comenzaron a llamar a esas personas «auxiliares del hogar». Pero cuando llegué como estudiante a Berlín, era frecuente leer aún en la entrada de las casas desde la calle «Acceso reservado a los señores», expresión que ya entonces me resultaba penosa. El servicio y los proveedores debían utilizar la escalera trasera y no les estaba permitido usar el ascensor ni siquiera cuando llevaban cargas pesadas.
Aquello pertenece ahora al pasado, como un mal sueño. Es cierto que en las ciudades de Europa y América sigue habiendo todavía, por desgracia, miseria y barrios pobres, pero la mayoría de los trabajadores fabriles, e incluso la mayoría de los parados, vive hoy mejor de lo que pudieron haber vivido algunos caballeros de la Edad Media en sus castillos. Comen mejor y, sobre todo, están más sanos y viven, por lo regular, más que hace algún tiempo. Los seres humanos han soñado desde siempre con una «época dorada», pero ahora que esa edad de oro se ha hecho casi realidad para tantos, nadie quiere reconocerlo.
En los países del Este, donde el ejército ruso había impuesto el sistema comunista, la situación era, sin embargo, completamente distinta. En particular, la población de Alemania oriental, que había contemplado durante tanto tiempo cuánto mejor vivían sus vecinos occidentales, se negó un buen día a cargar con los penosos sacrificios que el sistema económico comunista exigía a la gente. Y así, en 1989, sucedió algo inesperado e increíble: los alemanes orientales obligaron a abrir la frontera y las dos partes de Alemania volvieron a unirse. Aquel estado de ánimo se apoderó también de la Rusia soviética y el sistema de gobierno se vino abajo tanto allí como en los demás países de Europa del Este.
En páginas anteriores concluí el capítulo dedicado a la Primera Guerra Mundial con las siguientes palabras: «Todos esperamos un futuro mejor y, por tanto, ¡tendrá que llegar!». ¿Ha llegado, realmente? No para toda la multitud de personas que pueblan nuestro planeta, ni mucho menos. Entre las masas cada vez más numerosas de Asia, África y Sudamérica sigue reinando la misma miseria que se aceptaba como algo normal en nuestros países hace no mucho tiempo. No es fácil poner remedio a esa situación, sobre todo porque la miseria va allí de la mano con la intolerancia, como siempre ha sucedido. Pero, con el perfeccionamiento de la transmisión de informaciones, la conciencia de las naciones más ricas ha dejado oír un poco su voz. Cuando un terremoto, una avalancha o una sequía ocurridas en tierras remotas causan muchas víctimas, miles de personas de regiones prósperas ofrecen sus medios y fuerzas para llevarles ayuda. Eso tampoco sucedía antes, y es señal de que tenemos derecho a seguir esperando un futuro mejor.
Sir Ernst Hans Josef Gombrich, (30 de marzo de 1909, Viena – 3 de noviembre de 2001, Londres) fue un historiador de arte británico de origen austríaco, que pasó gran parte de su vida en el Reino Unido.
Su Historia del arte, publicada por primera vez en 1950 (contemporánea a la obra de Arnold Hauser, Historia social de la literatura y el arte), fue ampliamente difundida, ya que es un texto de divulgación (en 2005 alcanzó su 16ª edición en inglés). Originalmente dirigida a lectores jóvenes, se han vendido millones de ejemplares y ha sido traducida a más de 20 idiomas. Otras publicaciones importantes suyas fueron Arte e ilusión (1960), considerada por los críticos su trabajo más influyente y de mayor envergadura, y los artículos recopilados en Meditaciones sobre un caballo de juguete (1963), El sentido del orden (1979) y La imagen y el ojo (1981).