Read Breve historia del mundo Online
Authors: Ernst H. Gombrich
El propio Pedro el Grande comenzó a participar en él. El objetivo fue Suecia, que desde las conquistas de Gustavo Adolfo en la Guerra de los Treinta Años era el Estado más poderoso del norte de Europa. En tiempos de Pedro el Grande gobernaba el país un hombre de una piedad menor y una visión no tan clara como la de Gustavo Adolfo; desde el año 1697 había ascendido al trono uno de los más fantasiosos jóvenes aventureros que hayan existido jamás: el rey Carlos XII. Podría haber aparecido en uno de los libros de Karl May o en algún otro relato de belleza
bravía
. Hizo cosas que parecen completamente irreales. No obstante era tan irracional como valiente, y eso ya significaba algo. Luchó con su ejército contra Pedro el Grande y derrotó a una potencia cinco veces mayor. Luego, conquistó Polonia y se adentró progresivamente hacia el interior de Rusia sin aguardar siquiera el auxilio de otro ejército sueco que iba de camino. Penetró cada vez más en la extensa Rusia cabalgando siempre delante de su ejército, vadeó ríos y atravesó pantanos, pero los cosacos rusos no aparecían por ninguna parte. Llegó el otoño y luego el invierno, vinieron los gélidos fríos de Rusia, y Carlos XII seguía sin tener la oportunidad de demostrar su valor al enemigo. Finalmente, cuando su ejército se hallaba casi muerto de hambre, congelado y agotado, surgieron los rusos y le infligieron una gran derrota en el año 1709.
Carlos tuvo que huir y marchó a Turquía. Allí permaneció cinco años e intentó incitar a los turcos a luchar contra Rusia. Pero no tuvo mucha suerte. Por fin, en el año 1714, se enteró de que en su patria, Suecia, no querían saber nada de un soberano que buscaba aventuras en Turquía, y de que los magnates del reino pretendían elegir otro rey.
Se puso entonces ropas de oficial alemán y cabalgó con un solo acompañante noche y día; de día a caballo, y de noche durmiendo en coches de posta, atravesando territorio enemigo en una enloquecida carrera entre los peligros más azarosos y marchando en 16 días de la frontera turca a Stralsund, en el norte de Alemania, perteneciente entonces a Suecia. El comandante de la fortaleza, a quien hizo despertar durante la noche, casi no daba crédito a sus ojos al ver de pronto ante él a su rey, pues creían que se hallaba dios sabe dónde, en algún lugar de Turquía. La ciudad se mostró entusiasmada ante aquella odisea, pero Carlos XII se acostó y durmió a pierna suelta. Tenía los pies tan hinchados por la larga cabalgada que hubieron de cortarle el calzado. Pero nadie pensó ya en elegir otro rey. Apenas llegado a Suecia, Carlos XII inició una nueva aventura bélica. Se enemistó con Inglaterra, Alemania, Noruega y Dinamarca. Primero quiso combatir contra este último país. Carlos cayó durante el asedio a una fortaleza danesa, en el año 1718, y algunos dicen que lo mató uno de sus súbditos pues el país no podía soportar ya todas aquellas guerras.
Así pues, Pedro el Grande se libró de este adversario, y el poder de su imperio ruso, del que se había nombrado emperador o zar, creció en todas direcciones, hacia Europa, hacia Turquía, hacia Persia y hacia los países asiáticos.
Si pudieras hablar con una persona que hubiera vivido en el tiempo en que los turcos sitiaron Viena, te llevarías una gran sorpresa por su manera de hablar alemán, por el gran número de palabras francesas y latinas utilizadas por ella, por el complicado y retorcido amaneramiento y formalismo de sus expresiones, por el modo en que se inclinaría ceremoniosamente y por cómo ensartaría con cualquier motivo una cita en latín cuya procedencia desconoceríamos tanto tú como yo. Sin embargo, es probable que tuvieras la impresión de que bajo aquella respetable peluca había una cabeza a la que le gustaba pensar en comer y beber bien, y que todo aquel señor, con sus encajes, puntillas y sedas y bien perfumado, apestaba con permiso de vuecencia, pues no se lavaba casi nunca.
Pero, tu asombro sería mayúsculo cuando comenzara a exponer sus opiniones: que se debe pegar a los niños; que las muchachas deben casarse casi niñas con hombres a quienes prácticamente no conocen; que los campesinos están en el mundo sólo para el trabajo y no les está permitido rechistar; que los mendigos y vagabundos tienen que ser azotados en público para, luego, encadenarlos y someterlos al escarnio en la plaza mayor; que los ladrones deben ser ahorcados y los asesinos troceados públicamente; que se ha de quemar a las brujas y demás magos dañinos que practican tan a menudo sus peligrosas actividades; que se ha de perseguir, desterrar o arrojar a una oscura mazmorra a quienes pertenecen a otra fe; que el cometa recién visto en el cielo significa malos tiempos; que para la inminente peste que se ha cobrado ya en Viena muchas víctimas debe de ser bueno llevar un brazalete rojo; que el señor Fulano, un amigo inglés, lleva mucho tiempo haciendo magníficos negocios con la venta en América de negros traídos de África como esclavos, lo cual es una buena ocurrencia del honorable señor, pues los indios cautivos no valen para trabajar.
Es probable que esas opiniones no las escucharas de boca de un patán, sino, incluso, de las personas más razonables y hasta piadosas de cualquier condición y país. Las cosas comenzaron a cambiar poco a poco a partir de 1700. Las numerosas y atroces miserias provocadas en Europa por las tristes guerras de religión hicieron pensar a mucha gente: ¿Es, realmente, importante qué artículos del catecismo se consideran verdaderos? ¿No tiene mayor importancia ser una persona buena y decente? ¿No sería mejor que los seres humanos, incluso quienes tienen opiniones diferentes y una fe distinta, se soportasen, que se respetaran mutuamente y tolerasen las convicciones de los demás? Esta fue la idea primera y más importante que entonces se expuso: la idea de la tolerancia. La diversidad de opiniones, pensaba la gente que hablaba así, sólo se puede dar en cuestiones de fe. Mientras que todas las personas razonables están de acuerdo en que 2 x 2 = 4. Por eso, lo que puede y debe unir a todos los seres humanos es la razón (el sentido común, como se decía también entonces). En el reino de la razón se puede combatir con argumentos para convencer al otro, mientras que se deberá respetar y tolerar la fe del prójimo, que queda más allá de cualquier principio de razón.
Para aquella gente, lo segundo en importancia era, pues, la razón. El pensamiento claro y consciente acerca de las personas y la naturaleza. Sobre este asunto volvieron a encontrar muchas observaciones en las obras de los antiguos griegos y romanos y en las de los florentinos de la época del Renacimiento. Pero, sobre todo, las encontraron en las obras de hombres inteligentes que, como Galileo, habían partido en busca de la fórmula mágica del cálculo de la naturaleza. En estos asuntos no había diferencia de creencias. Sólo existían el experimento y la prueba. La razón decidía cuál era el aspecto de la naturaleza y qué ocurría en el mundo de los astros. La razón, dada por igual a todos los humanos, pobres y ricos, blancos, amarillos o rojos.
Pero, como la razón se ha dado a todos, todos tienen en el fondo el mismo valor, seguían enseñando aquellas personas. Sabes, sin duda, que ésta había sido ya la doctrina del cristianismo: que todos los seres humanos son iguales ante Dios. Pero los predicadores de la tolerancia y de la razón fueron más allá: no sólo enseñaron que los humanos son iguales en principio, sino que exigieron además que se tratara a todos por igual. Dijeron que toda persona, en cuanto ser creado y dotado de razón por Dios, posee derechos que nadie puede ni debe arrebatarle. Que todos tienen derecho a decidir por sí mismos su profesión y su vida; que todos deben ser libres para hacer y dejar de hacer lo que les aconsejen su razón y su conciencia. Que, además, no se ha de educar a los niños con la vara, sino con la razón enseñándoles a entender por qué una cosa es buena y otra mala. Que también los criminales son personas que, aunque hayan errado, pueden ser mejorados. Que es terrible grabar con un hierro candente una marca imborrable en la frente o en la mejilla de una persona que ha cometido un delito para que quede siempre a la vista su condición de criminal. Que existe una dignidad humana que prohibe, por ejemplo, burlarse públicamente de otro.
Todas estas ideas difundidas a partir de 1700, ante todo en Inglaterra y, luego, en Francia, se llaman «Ilustración», porque pretendían luchar contra la gran tiniebla de la superstición mediante la claridad de la razón.
A algunos les parece que esta Ilustración sólo enseñaba obviedades y que la gente de entonces imaginaba muchos de los grandes secretos de la naturaleza y el mundo de manera excesivamente simple. Eso es cierto, pero debes pensar que esas obviedades no eran entonces aún tan evidentes y que se necesitó mucho valor, sacrificio y constancia para exponer a los demás esos pensamientos de forma tan reiterada que hoy nos resultan realmente obvios. También has de pensar que, si bien la razón no puede resolver ni resolverá todos los enigmas, ha rastreado la solución de muchos.
En los últimos 200 años a partir de la Ilustración se ha investigado y sabido más acerca de los secretos de la naturaleza que en los 2.000 anteriores. Pero, sobre todo, no debes olvidar qué significan para la vida la tolerancia, la razón y el sentimiento de humanidad, los tres principales artículos de fe de la Ilustración. Que una persona es sospechosa de haber cometido un crimen, no ha de ser ya torturada de forma inhumana por esa mera sospecha hasta que, inconsciente, admita todo cuanto se desee; que la razón nos ha enseñado que la brujería es imposible y que, por tanto, no se han de quemar más brujas (la última fue llevada a la hoguera en Alemania en 1749; y en Suiza se quemó a una incluso en 1783). Que las enfermedades se combaten no con trucos supersticiosos sino, ante todo, con la limpieza y la investigación científica de sus causas. Que ya no hay siervos o campesinos sujetos a la tierra ni esclavos. Que todas las personas de un Estado han de ser tratadas con las mismas leyes y que también las mujeres poseen idénticos derechos que los hombres. Todo ello es obra de los valerosos burgueses y escritores que se atrevieron a tomar partido por estas ideas. Y fue, realmente, una audacia. Es cierto que, en la lucha contra lo antiguo y tradicional, se mostraron a veces irrazonables e injustos, pero también es cierto que su lucha a favor de la tolerancia, la razón y la humanidad fue difícil e imponente.
Esta lucha habría durado mucho más tiempo y habría costado muchas más víctimas de no haber existido entonces en Europa algunos soberanos que combatieron en primera línea en favor de las ideas de la Ilustración. Uno de los primeros fue Federico el Grande, rey de Prusia.
Ya sabes que el título imperial hereditario de los Habsburgo era entonces casi únicamente honorífico. En realidad, los Habsburgo gobernaban sólo sobre Austria, Hungría y Bohemia, mientras que en Alemania mandaban los distintos príncipes territoriales de Baviera, Sajonia y muchos otros Estados, grandes y pequeños. Desde la Guerra de los Treinta Años, los territorios protestantes del norte no se preocuparon ya casi nada por el emperador católico de Viena. El Estado más poderoso entre todos estos territorios alemanes regidos por príncipes protestantes era Prusia, que desde el reinado de su gran soberano Federico Guillermo I, que gobernó de 1640 a 1688, había arrebatado continuamente tierras a los suecos en el norte de Alemania. En 1701, los príncipes prusianos se habían declarado, incluso, reyes. Prusia era un riguroso Estado de guerreros cuyos nobles no conocían mayor honor que ser oficiales en el excelente ejército del rey.
Pues bien, desde 1740 reinaba en Prusia, como tercer rey, Federico II, de la familia de los Hohenzollern. Se le conoce con el nombre de Federico el Grande. Y, realmente, fue uno de los hombres más instruidos de su tiempo. Mantenía amistad con muchos ciudadanos franceses que predicaban en sus escritos las ideas de la Ilustración y él mismo escribió también esa clase de obras en francés, pues, aunque era rey de Prusia, despreciaba el idioma y las costumbres alemanas, muy decaídas, sin duda, por la desgracia de la Guerra de los Treinta Años. No obstante, se sentía obligado a hacer de su Estado alemán un Estado modélico y demostrar el valor de las ideas de sus amigos franceses. Como dijo en muchas ocasiones, se consideraba el primer servidor, más aún, el primer funcionario de su Estado, y no su dueño. Como tal, se preocupaba por todos los detalles e intentaba imponer en todas partes las nuevas ideas. Uno de sus primeros actos fue suprimir el horror de la tortura. También alivió las pesadas servidumbres de los campesinos al servicio de los terratenientes. Siempre procuró que todas las personas de su Estado, tanto los más pobres como los más poderosos, fueran tratados por igual ante los tribunales. Aquello no era entonces ninguna obviedad.
Pero, sobre todo, quiso hacer de Prusia el Estado más poderoso de Alemania y acabar por completo con el poder del emperador austriaco. Estaba convencido de que aquello no sería difícil, pues desde 1740 reinaba en Austria una mujer, la emperatriz María Teresa. Cuando María Teresa llegó al poder, con sólo 23 años, Federico pensó que era una buena oportunidad para arrebatar un territorio al imperio. Invadió con su excelente ejército la provincia de Silesia y la conquistó. Desde entonces luchó durante casi toda su vida contra la soberana alemana de Austria. Sus tropas eran para él lo más importante. Las entrenó sin contemplaciones e hizo de ellas el mejor ejército del mundo.
Pero María Teresa fue una enemiga mayor de lo que había creído al principio. Es cierto que no era belicosa, sino una mujer de una especial piedad y una auténtica madre de familia que tuvo 16 hijos. Aunque Federico era su adversario, lo tomó no obstante como modelo en muchos asuntos e introdujo así mismo sus mejoras en Austria. Suprimió también la tortura, alivió la vida de los campesinos y procuró, sobre todo, que se diera una buena instrucción en el campo. Se consideraba, realmente, una madre de todo su país y no tuvo la falsa vanidad de pretender saberlo todo mejor que nadie. Nombró consejeros a las personas más laboriosas, entre ellas algunas que estuvieron a la altura del gran Federico, incluso en las prolongadas guerras. Pero no sólo en el campo de batalla, pues la emperatriz supo ganarse además todas las cortes de Europa por medio de sus embajadores, incluida la propia Francia que, sin embargo, había luchado desde hacía siglos contra el imperio alemán aprovechando cualquier ocasión. En prenda de la nueva amistad, María Teresa entregó a su hija María Antonieta por esposa al sucesor del trono francés.