Read Breve historia del mundo Online
Authors: Ernst H. Gombrich
Augusto gobernó del año 31 a.C. al 14 d.C. Este dato te permite ver que Jesucristo nació en tiempos de Augusto en Palestina, que era también entonces una provincia romana. La vida y la doctrina de Jesucristo las hallarás en la Biblia. Ya sabes qué es lo que más abunda en sus enseñanzas: que no importa si una persona es rica o pobre, distinguida o humilde, señor o esclavo, un gran pensador o un niño, sino que todos los seres humanos son hijos de Dios y que el amor de este padre es infinito. Que nadie está sin pecado ante él, pero que Dios se compadece del pecador. Que lo relevante no es la justicia, sino la gracia.
Ya sabes qué es la gracia: el amor de Dios, grande y gratuito y que otorga el perdón. Y sabes también que tenemos que portarnos con nuestros prójimos como esperamos que Dios, nuestro padre, se porte con nosotros. Por eso Jesús enseñaba: «Amad a vuestros enemigos; haced el bien a quienes os odian; bendecid a quienes os maldicen; rezad por quienes os insultan. Ofrece la otra mejilla a quien te abofetee en una, y da también el sayo a quien te quite la capa. Da a todo el que te pide, y no exijas la devolución a quien se lleve lo tuyo».
Ya sabes que Jesús recorrió su país durante muy poco tiempo predicando, enseñando, curando a los enfermos y consolando a los pobres. Sabes que fue acusado de querer convertirse en rey de los judíos. Por eso fue clavado en la cruz como un judío rebelde bajo el funcionario romano Poncio Pilato. Aquella terrible condena sólo se aplicaba a esclavos, salteadores y miembros de pueblos sometidos. Se consideraba además como la infamia más terrible. Pero Cristo había enseñado que el máximo dolor del mundo tiene un sentido, que los mendigos, los que lloran, los perseguidos y los que sufren son bienaventurados en su desdicha. Por eso, para los primeros cristianos el hijo de Dios sufriente y torturado fue el símbolo de su enseñanza. Hoy en día apenas podemos imaginar qué significa eso. La cruz era algo peor aún que la horca. Y aquel patíbulo infamante fue el signo de la nueva doctrina. Imagínate qué pudo haber pensado un funcionario o un soldado de Roma, un profesor romano con formación griega, orgulloso de su saber, su oratoria y su conocimiento de los filósofos, al oír hablar de la enseñanza de Cristo a uno de los grandes predicadores, como el apóstol Pablo, en Atenas o en Roma. Pablo predicaba allí tal como podemos leer hoy en el capítulo XIII de su primera epístola a los Corintios:
Os indicaré un camino mucho mejor: aunque hable todas las lenguas humanas y angélicas, si no tengo amor, soy un metal estridente o un platillo estruendoso. Aunque posea el don de profecía y posea los misterios todos y la ciencia entera, aunque tenga una fe como para mover montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque reparta todos mis bienes y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve. El amor es paciente, es amable, el amor no es envidioso ni fanfarrón, no es orgulloso ni destemplado, no busca su interés, no se irrita, no apunta las ofensas, no se alegra de la injusticia, se alegra de la verdad. Todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca acabará.
Cuando Pablo predicaba así, los romanos distinguidos, para quienes lo importante era el derecho, debían de sacudir la cabeza. Pero los pobres y atormentados sintieron por vez primera que algo nuevo había llegado al mundo: el gran anuncio de la gracia divina que significa más que el derecho y se llama la buena nueva. Buena noticia, o buena nueva, se dice en griegoeu-angelion , es decir, evangelio. Esta buena nueva de la gracia del padre divino, que es único e invisible tal como habían enseñado primeramente los judíos, entre quienes Cristo vivió y predicó, fue anunciada pronto a todo el imperio romano.
Aquello despertó la atención de los funcionarios de Roma. Ya sabes que, en general, no se inmiscuían en asuntos de religión. Pero en este caso se trataba de algo novedoso. Los cristianos, que creían en el único Dios, no querían quemar incienso ante las imágenes del César. Pero, desde que en Roma había un César, esto se había convertido en práctica habitual. Los emperadores se hacían venerar como dioses, tal como lo habían hecho los soberanos egipcios y chinos, babilonios y persas. Sus estatuas se alzaban en todo el país, y quien fuera un buen ciudadano del Estado debía ofrecer de vez en cuando unos granitos de incienso ante aquellas imágenes del César. Pero los cristianos no lo hacían, así que se pretendió obligarles a ello.
Ahora bien, unos 30 años después de la crucifixión de Cristo (es decir, en torno al año 60 después de su nacimiento), reinaba en el imperio romano un emperador cruel: Nerón. Aún hoy se habla de él con estremecimiento, como el monstruo más terrible. Lo repulsivo en él no es que fue una persona grandiosa de una total falta de piedad y una maldad atroz, sino simplemente un tipo débil, vanidoso, desconfiado y corrompido, que componía poemas y cantaba, que comía o, más bien, tragaba los alimentos más exquisitos, un hombre sin dignidad ni firmeza. Tenía una cara blanda y no del todo fea, con una sonrisa satisfecha y cruel en su boca. Hizo asesinar a su madre, a su esposa y a su preceptor, además de a muchos parientes y amigos. Estaba siempre atemorizado y se le podría haber matado en cualquier momento, pues era además un cobarde.
Por aquellas fechas estalló en Roma un incendio que, durante muchos días y noches, destruyó una tras otra las manzanas de casas y los barrios y dejó sin hogar a cientos de miles de personas, pues Roma era ya entonces una gran ciudad con más de un millón de habitantes. ¿Y qué hizo Nerón entretanto?
Subió a la terraza de su magnífico palacio e interpretó, acompañándose con una lira, un canto compuesto por él sobre la quema de Troya. Le parecía muy apropiado para el momento. Pero el pueblo, que hasta entonces no le había odiado demasiado, se enfureció ante aquello. Nerón había ofrecido a menudo a la población hermosos festejos y sólo se había mostrado cruel con sus amigos y conocidos más próximos. Ahora, sin embargo, la gente se decía: «Ha sido el propio Nerón quien ha incendiado Roma». No se sabe si esto fue cierto o no. En cualquier caso, Nerón sabía que se le consideraba capaz de hacerlo, así que buscó un chivo expiatorio. Y lo encontró en los cristianos. Los cristianos habían declarado muchas veces que este mundo debía ser destruido para que surgiera otro mejor y más puro. Ya sabes qué querían decir con eso. Pero como la gente acostumbra a escuchar sólo superficialmente, no tardó en correrse por Roma que los cristianos deseaban el fin del mundo y odiaban a la humanidad. ¡Curioso reproche!, ¿no crees?
Dondequiera que los encontraba, Nerón los hacía encarcelar y ajusticiar cruelmente. No sólo ordenó que fueran desgarrados por fieras salvajes en los teatros, sino que fueran quemados vivos como antorchas en su jardín particular con motivo de una gran fiesta nocturna. Pero los cristianos soportaron todos los tormentos en esta y otras persecuciones posteriores con un valor inaudito. Se sentían ufanos de ser testigos de la fuerza de la nueva fe. Testigo se dice en griego
mártys
. Y estos «mártires» fueron venerados luego como los primeros santos. Los cristianos peregrinaban a sus tumbas para rezar en ellas. Y como no podían reunirse a la luz del día y en público, se juntaban a escondidas en las tumbas. Estas tumbas eran pasadizos y cámaras subterráneas extramuros de la ciudad, apartadas de las calles, en cuyas paredes había pintadas imágenes muy sencillas de la historia sagrada. Las imágenes debían recordar a los cristianos el poder de Dios y la vida eterna: Daniel en la cueva de los leones, los tres jóvenes en el horno, o Moisés golpeando la roca para sacar agua.
Los cristianos se reunían de noche allí, en aquellos pasadizos subterráneos, y comentaban la doctrina de Cristo, compartían la santa eucaristía y se infundían valor cuando amenazaba una nueva persecución. Y, a pesar de todas las persecuciones, el número de quienes creían en la buena nueva y estaban dispuestos a padecer por ella todo cuanto había padecido Cristo aumentó durante el siglo siguiente en todo el imperio.
Pero no fueron sólo los cristianos quienes hubieron de soportar la dureza del Estado romano, pues tampoco les fue mejor a los judíos. Pocos años después de Nerón, estalló en Jerusalén una sublevación contra los romanos. Los judíos querían ser libres definitivamente. Lucharon con una obstinación y un valor inauditos contra las legiones, que se vieron obligadas a asediar y atacar durante mucho tiempo cada ciudad judía antes de tomarla. Jerusalén fue sitiada durante dos años y sometida por hambre por Tito, hijo de Vespasiano, emperador de Roma en ese momento. El que huía era crucificado ante la ciudad por los romanos que, finalmente, penetraron en ella. Era el año 70 d.C. Tito ordenó, al parecer, salvar el santuario del único Dios, pero el templo fue incendiado y saqueado por los soldados. Los objetos sagrados fueron mostrados en Roma en un desfile triunfal; todavía hoy se pueden ver representados en el arco de triunfo que Tito se hizo levantar entonces en Roma. Jerusalén fue destruida, y los judíos dispersados por los cuatro vientos. Antes de ese momento se habían asentado ya en muchas ciudades como comerciantes. Ahora fueron un pueblo sin patria que se reunía en Alejandría, Roma y otras ciudades extranjeras en escuelas de oración, objeto de las risas y las burlas de todos por seguir observando sus antiguas costumbres en medio de los paganos, leer la Biblia y esperar al Mesías que habría de salvarlos.
Quien no fuera cristiano, judío o pariente próximo del emperador, podía llevar entonces en el imperio romano una vida tranquila y cómoda. La gente viajaba de España al Eufrates y del Danubio al Nilo por las carreteras romanas, magníficamente construidas. El correo oficial romano llegaba de manera regular a cada una de las plazas fortificadas de la frontera del imperio para llevar y recoger noticias. En las grandes ciudades, Alejandría o Roma, se disponía de todas las ventajas para llevar una vida cómoda. En la propia Roma había grandes barrios con viviendas de alquiler de muchos pisos y mal construidas, habitadas por los pobres. En cambio, las viviendas y villas particulares romanas estaban decoradas con bellísimas obras de arte griegas y muebles suntuosos, y disponían de jardincillos encantadores con fuentes de agua fresca. En invierno se podían caldear las habitaciones con una especie de calefacción central haciendo circular aire caliente por debajo del suelo a través de ladrillos huecos. Todos los romanos ricos tenían alguna casa en el campo, casi siempre a orillas del mar, con muchos esclavos para el servicio y bellas bibliotecas donde se podían encontrar todos los buenos poetas griegos y latinos. Las villas de los ricos contaban también con sus propias instalaciones deportivas y con bodegas llenas de los mejores vinos. Cuando un romano se aburría en casa, acudía a la plaza del mercado, a los tribunales o a los baños. Los baños, llamados termas, eran instalaciones inmensas a las que llegaba el agua de las montañas lejanas a través de conducciones, decoradas con gran pompa y suntuosidad, con naves para baños calientes y fríos, y salas para baños de vapor y ejercicios deportivos. En la actualidad existen aún ruinas de esos imponentes baños o termas. Tienen unas bóvedas tan enormes y columnas de mármol y piscinas de rocas valiosas de tantos colores que podrían parecerte palacios fabulosos.
Los teatros eran aún más grandes e impresionantes. El gran teatro de Roma, llamado Coliseo, daba asiento a unos 50.000 espectadores. En un gran estadio de una capital moderna no caben muchas más personas. Allí se celebraban sobre todo luchas de gladiadores y combates con fieras. Ya sabes que también los cristianos tuvieron que morir en esos teatros. El espacio para los espectadores que se alzaba sobre el coso estaba construido alrededor en pendiente, como un gigantesco embudo oval. ¡Qué griterío debía de producirse cuando se juntaban allí 50.000 personas! En la tribuna principal, en la parte inferior, tomaba asiento el emperador bajo una suntuosa cubierta que le protegía de la luz del sol. Los juegos comenzaban cuando dejaba caer un pañuelo a la arena, a la palestra. Entonces los gladiadores se acercaban, se colocaban ante la tribuna de la corte y exclamaban: «¡Ave, César, los que van a morir te saludan!».
Sin embargo, no debes creer que los emperadores no tenían otra cosa que hacer que estar sentados en el teatro, y que todos fueron unos viciosos y unos perturbados como Nerón. Muy al contrario. Los cesares estaban ocupadísimos en mantener en paz el imperio, pues al otro lado de las lejanas fronteras había por todas partes pueblos salvajes y guerreros que habrían invadido muy gustosos las ricas provincias para saquearlas. En el norte, más allá del Danubio y el Rin, vivían los germanos, que suponían una especial preocupación para los romanos. El propio Julio César hubo de luchar contra ellos al conquistar Francia. Eran individuos de gran tamaño y fortaleza que atemorizaban a los romanos con sus gigantescos cuerpos. Su país, la actual Alemania, se hallaba además enteramente cubierto por espesos bosques y oscuros pantanos donde se extraviaban las legiones romanas. Pero, sobre todo, los germanos no estaban acostumbrados a vivir en villas hermosas con calefacción central. Eran labradores, como lo habían sido antes los romanos, y vivían en granjas de madera muy diseminadas.
Los romanos de las grandes ciudades que dieron información sobre ellos en tratados escritos en latín hablan gustosos de la gran sencillez de la vida germánica y de la sobriedad y rigor de sus costumbres, del placer que sentían por la lucha y de su fidelidad al jefe de la tribu. A los escritores latinos les encantaba mostrar a sus compatriotas todo esto para explicarles la diferencia entre la forma de vivir sencilla, genuina y natural en los bosques, y las costumbres refinadísimas y relajadas de los romanos.
Los germanos eran realmente unos guerreros peligrosos. Así lo experimentaron los romanos ya en tiempo de Augusto. Por aquellas fechas, un tal Arminio, o Hermann, era el jefe de la tribu germánica de los queruscos. Como había crecido en Roma, conocía bien las prácticas de guerra romanas. Por eso, logró caer por sorpresa sobre un ejército romano en su marcha a través del bosque de Teutoburgo y derrotarlo por completo. Desde entonces, los romanos no se atrevieron a introducirse mucho en Alemania. En cambio, consideraron tanto más importante proteger sus fronteras de los germanos. Para ello construyeron, ya en el siglo I d.C., el limes, un muro junto a la frontera (de manera muy similar a como lo había hecho el emperador Qin Shi Huangdi), del Rin al Danubio, una muralla de empalizadas con fosos y torres de vigilancia destinada a salvaguardar el imperio de las tribus nómadas de germanos. En efecto, lo más inquietante para los romanos era que los germanos no se quedaban tranquilos en sus granjas cultivando la tierra, sino que continuamente se les ocurría cambiar de campos y cazaderos y hacían subir a sus mujeres y niños sobre carros de bueyes para ponerse en marcha en busca de un nuevo lugar donde vivir.