Breve historia del mundo (4 page)

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Authors: Ernst H. Gombrich

BOOK: Breve historia del mundo
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«Es triste —dirás— pero, sin embargo, no es historia. El número de pueblos de esas características debió de haber sido incalculable». En eso tienes razón. No obstante, aquel pueblo tuvo algo especial; y por tal motivo no sólo ha llegado a ser historia, sino que, a pesar de su pequeñez y falta de poderío, hizo él mismo historia, es decir, determinó la situación y el destino de toda la historia posterior. Ese algo especial fue su religión.

Todos los demás pueblos oraban a una multitud de dioses. Ya recuerdas a Isis y Osiris, a Baal y Astarté. Pero aquellos pastores rezaban sólo a un único Dios. A
su
Dios que, según creían, los protegía y dirigía de manera especial. Y cuando, al caer la noche, cantaban junto al fuego de campamento sus propias hazañas y combates, lo hacían cantando al mismo tiempo las hazañas y combates de
aquel
Dios. Su Dios, decían en sus cantos, era más fuerte y superior a todos los numerosos dioses de los paganos. Sí; en realidad era el único —así se llegó a declarar con el tiempo en sus cantares—. El único Dios, creador del cielo y de la Tierra, del Sol y de la Luna, del agua y de la tierra, de las plantas y los animales y también de los seres humanos. Él, que puede manifestar su terrible enfado en la tormenta, pero que, al final, no abandonará a su pueblo cuando los egipcios lo opriman y los babilonios lo destierren. En efecto, su fe y su orgullo consistían en que ellos eran
su
pueblo, y él
su
Dios.

Quizá hayas adivinado ya quién fue ese extraño pueblo de pastores sin ningún poderío. Fueron los judíos. Los cantos con que cantaban sus hazañas, que eran las hazañas de Dios, son el Antiguo Testamento de la Biblia.

Cuando algún día leas la Biblia como es debido —aunque para ello tendrás que aguardar aún un poco—, encontrarás en ella tantos relatos de tiempos antiguos y tan llenos de vida como en casi ningún otro lugar. Es posible que ahora puedas imaginar mejor que antes ciertas cosas de la historia bíblica. Ya conoces la historia de Abraham. ¿Te acuerdas aún de dónde llegó? Este dato aparece en el Génesis, en el capítulo XI: de Ur, en Caldea. Ur; ¡claro!, aquel montón de escombros junto al golfo Pérsico donde, en años recientes, se ha excavado un número tan grande de objetos antiguos: arpas y tableros de juego, armas y joyas. Pero Abraham no vivió allí en tiempos antiquísimos, sino, probablemente, en la época de Hammurabi, el gran legislador. Eso fue —¡pero también lo sabes!— en torno al 1700 a.C. En la Biblia aparecen igualmente varias de las leyes estrictas y justas de Hammurabi.

Pero esto no es lo único que cuenta la Biblia acerca de la antigua Babilonia. Seguro que te acuerdas de la historia de la torre de Babel. Babel es Babilonia. Y ahora puedes imaginar también mejor esa historia. Sabes, en efecto, que los babilonios construían torres realmente enormes «cuyo vértice llegaba al cielo», o sea, para estar más cerca del Sol, la Luna y las estrellas.

La historia de Noé y del diluvio universal sucede también en Mesopotamia. En varias ocasiones se han desenterrado allí tablillas cerámicas con escritura cuneiforme que cuentan esa historia de manera muy similar a como aparece en la Biblia.

Un descendiente de Abraham el de Ur (leemos en la Biblia) fue José, hijo de Jacob; el mismo a quien sus hermanos vendieron para que fuera llevado a Egipto, donde luego llegó a ser consejero y ministro del faraón. Ya conoces la continuación de la historia, cómo se abatió una hambruna sobre todo el país, y cómo los hermanos de José marcharon a la rica tierra de Egipto para comprar allí grano. Por aquellas fechas, las pirámides tenían ya más de 1.000 años, y José y sus hermanos debieron de haberse sentido tan maravillados al verlas como nosotros hoy.

A continuación, los hijos de Jacob y sus descendientes marcharon a vivir a Egipto, y pronto se vieron obligados a trabajar para el faraón tan duramente como los egipcios de la época de las pirámides: en el libro del Éxodo, capítulo I, se dice: «Los egipcios impusieron a los hijos de Israel trabajos penosos y les amargaron la vida con dura esclavitud imponiéndoles los duros trabajos del barro y los ladrillos...». Finalmente, Moisés los sacó conduciéndolos al desierto. Esto ocurrió, probablemente, hacia el 1250 a.C. Desde allí intentaron reconquistar la tierra prometida, es decir, el país en que habían vivido en otros tiempos sus antepasados desde Abraham. Y al fin lo consiguieron, después de largas luchas sangrientas y crueles. De ese modo tuvieron su propio reino, un reino pequeño con una capital: Jerusalén. Su primer rey fue Saúl, que combatió contra el pueblo vecino de los filisteos y murió también en esa lucha.

La Biblia cuenta otras muchas bellas historias de los siguientes reyes, David y Salomón, que leerás allí. El sabio y justo rey Salomón gobernó poco después del año 1000 a.C., es decir, unos 700 años después del rey Hammurabi, y 2.100 después del rey Menes. Salomón levantó el primer templo, fastuoso y grande como los egipcios y los babilonios. No lo construyeron arquitectos judíos sino extranjeros, llegados de los países vecinos. Aun así, había una diferencia. En el interior de los templos paganos se alzaban las imágenes de los dioses: Anubis, con su cabeza de chacal, o Baal, a quien se ofrendaban incluso seres humanos. Pero en lo más profundo, en lo más sagrado del templo judío no había imagen alguna. De aquel Dios, tal como se apareció a los judíos como primer pueblo en toda la historia, de aquel Dios grande y único, no se podía ni se debía fabricar ninguna imagen. Ésa es la razón de que allí se encontraran sólo las tablas de la Ley con los Diez Mandamientos. En ellas era donde se representaba Dios.

Tras el reinado de Salomón, las cosas no les fueron ya muy bien a los judíos. Su monarquía se escindió en un reino de Israel y otro de Judá. Hubo muchas luchas y, finalmente, una de las mitades, el reino de Israel, fue conquistada y aniquilada por los asirios en el año 722.

Pero lo curioso es que esas múltiples catástrofes hicieron auténticamente piadoso al pequeño pueblo judío que aún quedaba. En medio del pueblo se alzaron ciertos hombres, no sacerdotes sino gente sencilla, con el sentimiento de que debían interpelarlo, pues Dios hablaba por ellos. Sus prédicas decían siempre: «Vosotros tenéis la culpa de todas las desgracias. Dios os castiga por vuestros pecados». En las palabras de estos profetas, el pueblo judío oía una y otra vez que todos los sufrimientos eran tan sólo castigo y prueba, y que en algún momento llegaría la gran redención, el Mesías, el Salvador, que devolvería al pueblo su antiguo poder, además de una felicidad interminable.

Pero el sufrimiento y la infelicidad estaban aún lejos de concluir. ¿Te acuerdas de Nabucodonosor, el poderoso héroe guerrero y soberano babilonio? En su campaña contra Egipto atravesó la tierra prometida, destruyó Jerusalén en el año 586 a.C., le sacó los ojos a su rey Sedecías y llevó a los judíos cautivos a Babilonia.

Allí permanecieron casi 50 años hasta que, en el 538, el imperio babilonio fue destruido por sus vecinos persas. Cuando los judíos regresaron a su antigua patria, eran otras personas. Diferentes de todos los pueblos de su entorno. Se mantuvieron apartados de ellos, pues los demás les parecían idólatras que no habían reconocido al verdadero Dios. Fue entonces cuando se redactó la Biblia tal como la conocemos hoy, al cabo de 2.400 años. Pero los judíos acabaron resultando inquietantes y ridículos para los otros pueblos, pues siempre estaban hablando de un único Dios a quien nadie podía ver y observaban escrupulosamente las leyes y costumbres más rigurosas y difíciles, sólo porque, al parecer, aquel Dios invisible se lo había ordenado. Y aunque, tal vez, los judíos fueron los primeros en excluirse de los demás, éstos se separaron luego progresivamente de los judíos, aquel minúsculo residuo de pueblo que se llamaba a sí mismo «elegido» y se sentaba día y noche a leer sus sagradas escrituras y cantares, meditando sobre el motivo por el que el único Dios hacía sufrir a su pueblo de aquel modo.

P.U.E.D.E.S. L.E.E.R.

¿Cómo lo haces? «¡Eso lo sabe cualquier niño de Primaria!», me dirás. «¡Tienes que deletrear!» ¿Qué significa eso? «Pues mira, hay una T y luego una U, y eso significa TÚ. Y con 24 signos se puede escribir todo». ¿Todo? ¡Sí, todo! ¿En todas las lenguas? ¡En realidad, sí!

¿No es maravilloso? Con 24 simples signos compuestos por unos pocos trazos se puede escribir todo. Cosas sabias y estupideces. Cosas santas y maldades. En todas las lenguas y con cualquier sentido. Los antiguos egipcios no lo tuvieron tan sencillo con sus jeroglíficos. Ni tampoco fue así de simple con la escritura cuneiforme. En esas escrituras había cada vez más signos que no significaban letras sino, por lo menos, sílabas enteras. Pero que cada signo significara sólo un sonido y que con 26 sonidos se pudieran componer todas las palabras imaginables era algo enormemente nuevo. Lo descubrieron personas que se veían obligadas a escribir mucho. No sólo textos y cantares sagrados, sino muchas cartas, contratos y acuses de recibo.

Sus descubridores fueron comerciantes. Comerciantes que llegaron lejos remando por el mar e intercambiaron, enviaron y mercadearon con productos de todos los países llevándolos a todos los rincones del mundo. Vivían muy cerca de los judíos. En ciudades mucho mayores y más poderosas que Jerusalén; en las ciudades portuarias de Tiro y Sidón, con unas muchedumbres y un ajetreo muy parecidos a los de Babilonia. Su lengua y religión estaban también muy emparentadas con las de los pueblos mesopotámicos. Pero los fenicios (así se llamaba el pueblo de Tiro y Sidón) eran menos belicosos. Preferían realizar sus conquistas de otra manera. Se hacían a la vela adentrándose en el mar hasta llegar a costas desconocidas y fundaban allí establecimientos comerciales donde podían intercambiar, con los pueblos salvajes que vivían allí, pieles y piedras preciosas por utensilios, recipientes y telas de colores, pues eran, en efecto, artesanos mundialmente famosos y contribuyeron también a la construcción del templo salomónico en Jerusalén. Pero la mercancía más famosa y codiciada, que exportaban al ancho mundo, eran sus tejidos teñidos, sobre todo los de color púrpura. Algunos fenicios se quedaron en las delegaciones comerciales de las costas extranjeras y construyeron allí ciudades. Los fenicios fueron bien recibidos en todas partes, en África, en España y en el sur de Italia, pues transportaban objetos hermosos.

Estos fenicios no estaban tan alejados de su patria, pues podían escribir cartas a sus amigos de Tiro o Sidón. Cartas con aquella escritura maravillosamente sencilla descubierta por ellos, con la que... todavía seguimos escribiendo hoy. ¡Sí, de veras! La B que ves aquí es una letra muy poco distinta de la que emplearon los antiguos fenicios hace 3.000 años para escribir desde lejanas costas a su casa, a aquellas pululantes y activas ciudades portuarias de su patria. Ahora que lo sabes, no olvidarás ya, seguramente, a los fenicios.

LOS HÉROES Y SUS ARMAS

Atiende a mis palabras: suenan a compás, una tras otra;

Si las lees en alto sentirás, no lo dudo, su ritmo percutiente.

Como el ruido de un tren dentro de un túnel, que no se olvida nunca.

A este tipo de versos los llamamos hexámetros.

Ese es el ritmo en que cantores griegos del pasado

Contaron los dolores y las luchas de los antiguos héroes,

Las hazañas que llevaron a cabo en tiempos muy remotos,

Cómo hicieron justicia a su heroísmo por la tierra y el mar,

Cómo rindieron ciudades y vencieron gigantes con su fuerza

Y con la ayuda de unos astutos dioses. Ya conoces la historia

De la guerra de Troya, que estalló cuando el pastor Paris

Hizo entrega de la manzana de oro a la divina Venus

Porque era la más bella de la tropa de diosas del Olimpo.

De qué modo raptó con la ayuda de Venus a la hermosa Helena,

Esposa del rey Menelao, el que grita en combate.

Cómo un inmenso ejército griego navegó contra Troya

En busca de la presa, un ejército de héroes selectos.

¿Conoces los nombres de Aquiles, de Agamenón, de Ulises y de Áyax

Que lucharon del lado de los griegos combatiendo a los hijos de Príamo,

Héctor y Paris, y sitiaron la ciudad de Troya durante varias décadas

Hasta que fue rendida, quemada y destruida?

¿Y sabes igualmente cómo Ulises, astuto y magnífico orador,

Vagó durante mucho tiempo por los mares y hubo de soportar

Aventuras sin cuento con ninfas hechiceras y crueles gigantes

Hasta que, por fin, solo, navegando en ajenos y mágicos navíos

Halló el camino a casa, al lado de su esposa siempre fiel?

Todo eso cantaron los poetas griegos con su lira

En banquetes y fiestas de los nobles; y, por recompensarlos,

Se les daba también un pedazo de carne de algún jugoso asado.

Más tarde se pusieron sus cantos por escrito, y se creyó y se dijo

Que un único poeta, denominado Homero, había compuesto aquellos versos

Que aún leemos hoy. También tú podrás disfrutar de ellos,

Tan vivos y variados siguen siendo, tan ricos en fuerza y en saber;

Y mientras viva el mundo lo han de ser.

«Pero —me dirás— eso son historias, pero no la historia. Quiero saber cuándo y cómo ocurrió». Lo mismo le sucedió a un comerciante alemán hace más de cien años. Aquel comerciante leía continuamente a Homero y todo cuanto deseaba era ver los hermosos parajes descritos allí, e incluso sostener en su mano las magníficas armas con que lucharon esos héroes. Y lo consiguió. Resultó que todo aquello había existido de verdad. Naturalmente, no cada uno de los héroes particulares mencionados en los cantos. Como tampoco los personajes fabulosos de gigantes y hechiceras. Pero las circunstancias descritas por Homero, los recipientes para la bebida y las armas, los edificios y los barcos, los príncipes que eran a la vez pastores, y los héroes que fueron también piratas, nada de todo aquello fue inventado. Cuando Schliemann —así se llamaba el comerciante alemán— lo dijo, la gente se rió de él. Pero Schliemann no se acobardó. Ahorró durante toda su vida para poder viajar finalmente a Grecia. Y cuando había reunido suficiente dinero, contrató a unos trabajadores y excavó en todas las ciudades mencionadas en Homero. En la ciudad de Micenas encontró palacios y sepulturas de reyes, armas y escudos; todo como en los cantos homéricos. También encontró Troya y la excavó. Resultó que había sido destruida realmente en otros tiempos por un fuego. Pero en las sepulturas y palacios no había inscripciones, por lo que, durante mucho tiempo, no se supo cuándo había sucedido aquello, hasta que casualmente se halló en Micenas un anillo que no procedía de la propia Micenas. En él aparecían unos jeroglíficos con el nombre de un rey egipcio que había vivido hacia el 1400 a.C. Era el antepasado del gran innovador Eknatón.

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