Breve historia del mundo (6 page)

Read Breve historia del mundo Online

Authors: Ernst H. Gombrich

BOOK: Breve historia del mundo
11.96Mb size Format: txt, pdf, ePub

Forastero, anuncia a los espartanos que aquí

Yacemos por obedecer sus órdenes.

En Atenas, la gente no había permanecido ociosa durante el tiempo transcurrido desde la gran victoria de Maratón. Un nuevo general llamado Temístocles, persona de especial inteligencia y clarividencia, no había dejado de decir constantemente a sus conciudadanos que un milagro como el de Maratón sólo ocurría una vez y que Atenas debía disponer de una flota si pretendía oponer a los persas una resistencia duradera. La flota se construyó.

Temístocles hizo evacuar a toda la población de Atenas —por aquellas fechas no debían de ser muchísimas personas— y la envió a la pequeña isla de Salamina, cerca de la ciudad. La flota ateniense tomó posiciones junto a esta isla. Cuando el ejército persa de tierra llegó a Atenas, la encontró desalojada y la incendió y destruyó. Pero nada pudo hacer a los atenienses, que se hallaban en la isla y veían a lo lejos su ciudad en llamas. En cambio, la flota persa se acercaba ahora amenazando con cercar Salamina.

Los aliados de los atenienses comenzaron a tener miedo. Querían alejarse con sus barcos y abandonar a los atenienses a su suerte. Entonces Temístocles dio muestra de su superior inteligencia y arrojo. Como cualquier intento de convicción era inútil y los aliados estaban decididos a irse de allí con sus barcos a la mañana siguiente, envió en secreto por la noche un emisario a Jerjes para que le dijera lo siguiente: «Ataca enseguida pues, si no, se te escaparán los aliados de los atenienses»; tal fue el anuncio del emisario. Jerjes cayó en la trampa. A la mañana siguiente atacó con sus enormes barcos de guerra de cuatro filas de remeros. Y perdió. Los barcos de los griegos eran, ciertamente, más pequeños, pero tenían, en cambio, mayor movilidad, lo cual era más favorable en aquellas aguas llenas de islas. Volvían a luchar a la desesperada por su libertad y con la gran confianza que podía darles la victoria obtenida en Maratón diez años antes. Jerjes hubo de ver desde un altozano cómo sus pesadas galeras eran abordadas por los pequeños y rápidos barcos de remos de los griegos, que las agujerearon hasta hundirlas. Consternado, dio la orden de retirada. Así los atenienses vencieron por segunda vez y, además, sobre un ejército del imperio mundial de Persia aún más numeroso. Era el año 480 a.C.

El ejército de tierra fue derrotado también muy poco después en Platea por las tropas griegas unidas. Desde entonces, los persas no se atrevieron ya a marchar contra Grecia. Y aquello significó mucho. No es que los persas fueran peores o más tontos que los griegos. No lo eran, ciertamente. Pero ya te he contado que los griegos eran una gente muy especial. Mientras los gigantescos imperios orientales se aferraban siempre a las costumbres y doctrinas heredadas, en Grecia, y sobre todo en Atenas, sucedía justamente lo contrario. Casi cada año se les ocurría alguna novedad. Ninguna institución se mantenía mucho tiempo. Y tampoco los dirigentes. Así lo hubieron de experimentar los grandes héroes de las guerras contra los persas, Milcíades y Temístocles. Al principio se les alabó y honró y se levantaron monumentos en su honor; luego fueron objeto de acusaciones, calumnias y destierro. Es indudable que aquello no era una buena peculiaridad de los atenienses, pero formaba parte de su carácter. ¡Siempre a la búsqueda de novedades, siempre probando, nunca contentos, jamás satisfechos y apaciguados! Así, en los cien años que siguieron a las guerras contra los persas, las mentes de los habitantes de la pequeña ciudad de Atenas vivieron más cosas que las ocurridas en mil años en los grandes imperios de Oriente. Lo que se pensó, pintó, escribió y experimentó en aquellos tiempos, lo que debatieron y hablaron entonces los jóvenes en la plaza del mercado y los viejos en los consejos, son asuntos que alimentan todavía hoy nuestros pensamientos. Y no sabría decirte de qué nos alimentaríamos si hubieran triunfado los persas en Maratón el año 490, o en Salamina el 480.

DOS PEQUEÑAS CIUDADES EN UN PEQUEÑO PAÍS

Ya he dicho que Grecia, que se mantuvo firme frente al imperio mundial persa, era una pequeña península con unas pocas ciudades también pequeñas de afanosos comerciantes, con grandes montañas yermas y campos pedregosos que sólo podían alimentar a un número reducido de personas. A todo ello se sumaba el hecho de que la población, según recuerdas, pertenecía a distintas tribus, sobre todo a las de los dorios, en el sur, y los jonios y eolios, en el norte. Estas tribus no eran muy diferentes entre sí en lengua y aspecto, simplemente hablaban en varios dialectos que podían entender si querían. Pero a menudo no lo deseaban. Como tantas veces suele ocurrir, aquellas tribus vecinas tan próximamente emparentadas no podían soportarse mutuamente. Se burlaban unas de otras y, en realidad, se tenían celos. Lo cierto es que Grecia no había conocido un rey ni una administración comunes, sino que cada ciudad era un reino por sí misma.

Había sin embargo algo que unía a los griegos: su religión común y sus deportes, también comunes. Curiosamente, no se trataba de dos asuntos dispares, sino que el deporte y la religión estaban estrechamente ligados. Cada cuatro años, por ejemplo, se celebraban en honor de Zeus, el padre de los dioses, grandes competiciones en su santuario. Este santuario se llamaba Olimpia; había en él grandes templos y también un campo de deportes, y allí acudían todos los griegos, dorios y jonios, espartanos y atenienses, para demostrar su fuerza corriendo a pie y arrojando discos, lanzando la jabalina, practicando el pugilato y compitiendo en carreras con carros. Vencer en Olimpia se consideraba el máximo honor que podía alcanzar una persona en su vida. El premio consistía en una sencilla rama de olivo, pero los triunfadores eran festejados maravillosamente: los mayores poetas cantaban sus combates con magníficos cantos y los máximos escultores modelaban sus estatuas para Olimpia, estatuas en las que se les veía como conductores de carros o lanzando el disco o, también, untándose el cuerpo con aceite antes de la lucha. Estas estatuas de vencedores existen todavía hoy y es posible que hayas visto alguna en el museo de la ciudad donde resides.

Como los juegos olímpicos, que se celebraban cada cuatro años, eran visitados por todos los griegos, constituían un cómodo medio de contar el tiempo para todo el país en conjunto. Esta práctica se generalizó progresivamente; de la misma manera que hoy decimos «después del nacimiento de Cristo», los griegos decían «en la olimpiada número tal». La primera olimpiada fue el 776 a.C. ¿Cuándo fue la décima? ¡No olvides que sólo tenían lugar cada cuatro años!

Pero los juegos olímpicos no eran el único elemento común entre los griegos. El segundo era otro santuario, el del dios del Sol, Apolo, en Delfos. Se trataba de algo extraordinariamente peculiar. Allí, en Delfos, había en la tierra una hendidura de la que salía vapor, como suele ocurrir en las zonas volcánicas. Quien lo aspiraba se sentía obnubilado en el verdadero sentido del término, es decir, que el vapor lo sumía en una confusión tan grande que le hacía pronunciar palabras incoherentes, como si estuviera borracho o con fiebre.

Ese hablar aparentemente sin sentido les parecía sumamente misterioso a los griegos, que pensaban: el propio dios está hablando por la boca de un ser humano. Así pues, colocaban a una sacerdotisa —llamada Pitonisa— sobre un asiento de tres patas encima de la grieta, y los demás sacerdotes interpretaban sus palabras, balbuceadas por ella en trance. De ese modo se predecía el futuro. Era el oráculo de Delfos, y los griegos de todas las regiones peregrinaban allí en cualquier circunstancia difícil de la vida para consultar a Apolo. A menudo, la respuesta no era nada fácil de entender y se podía interpretar de diversas maneras. Por eso, en la actualidad, cuando alguien se expresa de forma solemne y complicada decimos que habla como un oráculo.

Nos fijaremos ahora en dos de las ciudades griegas, las dos más importantes: Esparta y Atenas. Ya hemos oído hablar de los espartanos. Sabemos que eran dorios que sometieron a los habitantes del país y, tras invadirlo en torno al año 1100 a.C., los hicieron trabajar en los campos. Pero aquellos siervos eran más numerosos que sus señores, los espartanos. Así pues, éstos tenían que estar siempre atentos para no ser expulsados de nuevo de allí. Tampoco podían pensar en nada más que en ser fuertes y belicosos, a fin de reprimir a los siervos y a los pueblos vecinos que seguían siendo libres.

En realidad no pensaban en otra cosa. Su legislador Licurgo se había preocupado de que fuera así. Cuando venía al mundo un niño espartano de apariencia débil e inútil para la guerra, se le mataba lo antes posible. Pero, quien fuera fuerte, debía fortalecerse todavía más y para ello tenía que ejercitarse de la mañana a la noche y aprender a soportar dolores, hambre y frío; comía mal y no debía permitirse ningún placer. A veces se golpeaba a los muchachos sin motivo, sólo para que se acostumbraran a aguantar el dolor. Esta clase de educación se sigue llamando todavía hoy «espartana». Y, como sabes, tuvo éxito. En las Termopilas, el año 480 a.C., todos los espartanos se dejaron masacrar por los persas según ordenaba su ley. Poder morir así no es ninguna nimiedad. Pero poder vivir es, quizá, todavía más difícil. De eso se preocuparon los atenienses. Su propósito no era llevar una vida grata, sino una vida con sentido. Una vida de la que quedara algo tras la muerte para quienes vinieran después. Verás cómo lo consiguieron.

Los espartanos, en realidad, habían llegado a ser tan guerreros y valerosos por puro miedo. Por miedo a sus propios siervos. En Atenas había muchos menos motivos para el temor. Allí todo era distinto. No existía aquella presión. También en Atenas había imperado en otros tiempos la nobleza, como en Esparta. También había habido allí leyes rigurosas escritas por un ateniense llamado Dracón. Eran tan rigurosas y duras que actualmente se sigue hablando de dureza draconiana. Pero la población ateniense, que había llegado lejos a bordo de sus naves y había visto y oído de todo, no aceptó aquello durante mucho tiempo.

Un miembro de la propia nobleza fue tan sabio como para intentar implantar un orden nuevo en aquel pequeño Estado. Aquel noble se llamaba Solón; y la Constitución que dio a Atenas en el 594 a.C., es decir, en tiempos de Nabucodonosor, se llamó solónica. Según ella, el pueblo, los ciudadanos atenienses, debían decidir siempre por sí mismos qué hacer. Tenían que reunirse en la plaza del mercado de Atenas y emitir allí sus votos. Las decisiones serían las de la mayoría, que debía elegir además un consejo de hombres experimentados que las pusieran en práctica. Ese tipo de Constitución se llamó gobierno del pueblo; en griego, democracia. Es cierto que no todos los habitantes de Atenas formaban parte de los ciudadanos con derecho a votar en la asamblea. Había diferencias según la fortuna de cada cual. Por tanto, muchos habitantes de Atenas no participaban en el poder. Pero cualquiera podía llegar a hacerlo. Así pues, todos se interesaban por los asuntos de la ciudad. Ciudad se dice en griego polis, y los asuntos de la ciudad eran la política.

Durante un tiempo, no obstante, algunos nobles que se habían ganado el afecto del pueblo se hicieron con el poder. Esos gobernantes individuales se llamaron tiranos. Pero el pueblo los expulsó pronto; y a partir de entonces se procuró aún más que gobernara realmente el propio pueblo. Ya te he contado lo inquietos que eran los atenienses. Movidos por el miedo a llegar a perder por segunda vez su libertad, expulsaban de la ciudad y desterraban a todos los políticos de quienes temieran que podían contar con demasiados seguidores y convertirse así en soberanos individuales. El mismo pueblo libre ateniense que venció a los persas fue el que, luego, trató con tanta ingratitud a Milcíades y Temístocles.

Hubo sin embargo alguien con quien no se portó así. Se trataba de un político llamado Pericles. Sabía hablar en las asambleas de tal manera que los atenienses siguieron creyendo siempre que eran ellos quienes decidían y determinaban qué debía hacerse, cuando, en realidad, hacía ya tiempo que Pericles había tomado una decisión. No porque ocupara algún cargo desconocido hasta entonces o poseyera un poder especial, sino sólo por ser el más habilidoso. De ese modo se abrió paso hacia lo más alto, y a partir del año 444 a.C. —número tan hermoso como el periodo que designa— dirigió propiamente la ciudad en solitario. Lo más importante para él era que Atenas siguiera siendo una potencia marítima, lo que consiguió mediante alianzas con otras ciudades jónicas, obligadas a pagar impuestos a Atenas a cambio de la protección garantizada por esta poderosa ciudad. Así, los atenienses se enriquecieron y pudieron comenzar a llevar a cabo también grandes cosas gracias a su talento.

Seguro que al llegar aquí te impacientarás y dirás: pero bueno, ¿cuáles fueron esas maravillas realizadas por los atenienses? A lo que tendré que responderte: en realidad, todo tipo de cosas; aunque se interesaron en particular por dos: la verdad y la belleza.

En sus asambleas, los atenienses habían aprendido a hablar en público sobre cualquier asunto y a tomar postura con argumentos y réplicas. Aquello era bueno para aprender a pensar. Al cabo de poco tiempo no se limitaron a buscar esa clase de argumentos y réplicas sólo para cosas tan obvias como si era necesario aumentar los impuestos, sino que se interesaron por toda la naturaleza. En ello les habían precedido, en parte, los jonios de las colonias, o ciudades de cultivadores. Los jonios habían reflexionado para saber de qué esta hecho el mundo y cuál es la causa de todo cuanto sucede y acontece.

Esta reflexión se llama filosofía. Pero en Atenas no se reflexionó o filosofó sólo acerca de ello, sino que se quiso saber también qué deben hacer los seres humanos, qué es lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Se preguntaron para qué están en realidad los humanos en el mundo y qué es lo esencial en todas las cosas. Como es natural, no todos eran de la misma opinión respecto a estos complicados asuntos y hubo opiniones y orientaciones diferentes que polemizaron entre sí con razonamientos, igual que en las asambleas. Desde entonces, esa reflexión y ese polemizar con razones, que llamamos filosofía, no ha cesado ya nunca.

Pero los atenienses no se paseaban arriba y abajo en sus recintos de columnas y centros de deporte para hablar de cuestiones relativas a qué es lo esencial en el mundo, cómo puede conocerse y qué es lo importante en la vida; y no dirigieron una nueva mirada sobre el mundo sólo con el pensamiento, sino también con los ojos. Los artistas griegos reprodujeron las cosas del mundo de manera tan innovadora, sencilla y bella como si nadie las hubiera visto antes de ellos. Ya hemos hablado de las estatuas para los triunfadores olímpicos. En ellas vemos hermosos hombres reproducidos sin ninguna pose, como si fuera la cosa más natural del mundo. Y, precisamente, lo más natural es lo más bello.

Other books

Sacrifice by Denise Grover Swank
The Red Door Inn by Liz Johnson
More Pricks Than Kicks by Beckett, Samuel
The Last Days by Gary Chesla
The Last Treasure by Erika Marks