Read Breve historia del mundo Online
Authors: Ernst H. Gombrich
Con esa misma belleza y humanidad modelaron entonces las imágenes de los dioses. El escultor de dioses más famoso se llamaba Fidias. No creó imágenes misteriosas y sobrenaturales, como las enormes estatuas de los templos egipcios. Es cierto que algunas de sus esculturas para los templos eran de gran tamaño, además de suntuosas y preciosas, al estar realizadas en marfil y oro; pero, no obstante, poseían una belleza tan sencilla y una gracia tan noble y natural que nunca resultaron sosas o delicadas, lo que hacía inevitable sentir confianza en aquellas imágenes de dioses. La pintura y las construcciones de los atenienses eran como sus esculturas. Sin embargo, no se ha conservado ninguna de las pinturas con que ornamentaban los espacios cubiertos. Lo único que conocemos son pequeñas figuras en recipientes de cerámica, en vasijas y urnas; pero son tan bellas que podemos imaginar lo que hemos perdido.
Los templos siguen en pie. Se levantan incluso en la propia Atenas, donde todavía existe, ante todo, la ciudadela, la Acrópolis; allí, en la época de Perícles, se construyeron nuevos santuarios de mármol, pues los antiguos habían sido quemados por los persas mientras los atenienses se encontraban en Salamina. Esta Acrópolis sigue siendo hoy la construcción más bella de cuantas conocemos. No hay en ella nada especialmente grande o fastuoso. Es simplemente bella. Cada detalle está configurado de manera tan clara y sencilla que nos hace pensar que no podría haber sido de otro modo. Desde entonces se han empleado continuamente en arquitectura todas las formas utilizadas allí por los griegos, como las columnas helénicas con sus diferentes tipos, que puedes encontrar en casi todas las casas de la ciudad si llegas a observar con atención. Es cierto que en ningún lugar son tan hermosas como en la Acrópolis de Atenas, donde no se utilizaron como embellecimiento y decoración, sino para lo que fueron pensadas e inventadas: para sostener el peso del tejado como apoyos modelados con belleza.
Los atenienses reunieron estas dos cosas, la sabiduría del pensamiento y la belleza de las formas, en un tercer arte: el de la literatura. En este terreno hicieron un descubrimiento: el teatro. En origen, el teatro estuvo también unido a la religión, como el deporte, con sus festivales dedicados al dios Dionisos, llamado también Baco. Esas obras teatrales se interpretaban durante los días de su fiesta y solían durar una jornada entera. Las actuaciones eran al aire libre, y los actores llevaban grandes máscaras que les cubrían la cara y tacones altos para que se les pudiera ver con mayor claridad desde lejos. Se han conservado en parte las obras interpretadas entonces. Entre ellas hay algunas serias, de una gravedad grandiosa y solemne. Se llaman tragedias. Pero también se ponían en escena piezas divertidas, obras que se burlaban de algunos atenienses en concreto. Eran muy mordaces, chistosas e ingeniosas. Se llaman comedias. Podría seguir hablándote largo rato y con entusiasmo de los historiadores, los médicos, los cantantes, los pensadores y los artistas atenienses. Pero es mejor que, con el tiempo, contemples tú mismo su obras. Ya verás como no he exagerado nada.
Vamos al otro extremo del mundo. A la India y, luego, a China. Veamos qué ocurrió en estos países gigantescos más o menos en la época de las guerras de los griegos contra los persas. También en la India existía desde hacía ya tiempo una cultura, como en Mesopotamia. Más o menos por las mismas fechas en que los sumerios eran poderosos en la ciudad de Ur, es decir, en torno al 2500 a.C., hubo en el valle del Indo (un gran río de la India) una enorme ciudad con conducciones de agua y canales, templos, casas y comercios. Se llamaba Mohendjo-Daro y, hasta hace no mucho tiempo, nadie conocía la posibilidad de que existiera algo semejante. Pero hace unos años se realizaron excavaciones y se encontraron objetos tan curiosos como en la escombrera que cubría la antigua ciudad de Ur. Todavía no sabemos qué clase de personas vivían en aquel lugar. Sólo sabemos que algunos pueblos que siguen viviendo actualmente en la India no emigraron allí hasta más tarde. Hablaban un idioma emparentado con la lengua de los persas y los griegos, y también con la de los romanos y los germanos. Padre,
Vater
en alemán, se decía en antiguo indio
pitar
, en griegro,
pater
, y en latín
pater
.
Como los indios y los germanos son los pueblos más alejados que hablan esa clase de lenguaje, todo el grupo se denomina con la palabra indogermanos (o indoeuropeos). Pero no se sabe nada preciso sobre si sólo las lenguas guardan semejanza o si algunos de esos pueblos son parientes consanguíneos lejanos. En cualquier caso, aquellos indios que hablaban una lengua indoeuropea invadieron la India de manera similar a como lo hicieron los dorios en Grecia. También hubieron de someter a la población indígena. Pero, en el caso de la India, fueron algo más numerosos y, por tanto, se repartieron el trabajo. Los guerreros no eran más que una parte de ellos, y deberían seguir siéndolo siempre. Del mismo modo, sus hijos sólo podían ser también guerreros. Era la casta de los guerreros. Además de ellos, existían otras castas, casi con idéntico rigor. Por ejemplo, los artesanos y los labradores. Quien perteneciera a una de esas castas, no podía abandonarla nunca. A un labrador no le estaba permitido hacerse artesano, y viceversa; ni tampoco a su hijo. Además, no podía casarse con una muchacha perteneciente a otra casta, ni tan siquiera comer a la mesa o viajar en carro con alguien de una casta diferente. En la actualidad la situación sigue siendo la misma en algunas comarcas de la India.
Pero la casta superior era la de los sacerdotes, los brahmanes. Estaban por encima de los guerreros, se encargaban de los sacrificios y los templos (de manera muy similar a los egipcios), y también de la erudición. Tenían que aprender de memoria las oraciones y los cantos sagrados y los conservaron durante varios milenios tal como fueron escritos. Esas eran, pues, las cuatro castas, que se subdividían a su vez en muchas subcastas, diferenciadas por su parte unas de otras.
Había también una pequeña parte de la población a la que no le estaba permitido pertenecer a ninguna casta. Eran los parias. Sólo eran empleados en los trabajos más sucios y desagradables. Nadie, ni siquiera los miembros de las castas inferiores, debía juntarse con ellos. Se decía que el mero hecho de tocarlos ensuciaba. Por eso se llamaban los intocables. No les estaba permitido tomar agua de la misma fuente que los demás indios, y debían procurar incluso que la sombra de su cuerpo no cayera sobre otro indio, pues hasta su sombra se consideraba impura.
Sin embargo, los indios no fueron un pueblo cruel. Al contrario. Sus sacerdotes eran hombres de gran seriedad y profundidad que se retiraban a menudo a los bosques solitarios para poder meditar allí en silencio absoluto sobre las cuestiones más complicadas. Reflexionaron sobre sus numerosos y terribles dioses, y sobre Brahma, el dios supremo. Tenían la sensación de que todo cuanto está vivo en la naturaleza, tanto los dioses como los seres humanos y los animales lo mismo que las plantas, vive del aliento de ese ser supremo; y de que el ser supremo actúa por igual en todo: en la luz del Sol y en las plantas que brotan en los campos, en el crecimiento y en la muerte. Dios se halla en todas partes del mundo, como un trozo de sal que arrojaras al agua se hallaría en toda ella, salando cada gota. Todas las diferencias que vemos en la naturaleza, cualquier giro y cualquier cambio sólo son, en realidad, superficiales. Una misma alma puede llegar a ser una persona y, tras su muerte, un tigre, quizá, o una cobra, a no ser que se haya purificado tanto que pueda unirse finalmente con el ser divino, pues lo esencial es siempre lo que actúa en todos, el aliento del dios supremo Brahma. Para inculcar correctamente esto a sus alumnos, los sacerdotes indios tenían una bella fórmula sobre la que puedes meditar; decía simplemente: «Eso eres tú», lo cual significaba lo siguiente: todo cuanto ves, los animales y las plantas, así como tus prójimos, son lo mismo que tú, un aliento de la respiración de Dios.
Para sentir correctamente esta gran unidad, los sacerdotes indios habían ideado un curioso método. Se sentaban en algún lugar de la espesura de la selva de la India y pensaban sólo en ello durante horas, días, semanas, meses y años. Permanecían siempre sentados, rígidos y en silencio, sobre el suelo con las piernas cruzadas y la mirada hundida. Respiraban y comían lo menos posible y algunos de ellos se mortificaban todavía de manera especial para hacer penitencia y madurar con el fin de sentir dentro de sí el aliento de Dios.
Hace 3.000 años hubo en la India muchos de esos hombres santos, penitentes y ermitaños, y todavía sigue habiéndolos hoy. Pero uno de ellos fue diferente de todos los demás. Era Gautama, hijo de un rey, que vivió en torno al año 500 a.C.
Se cuenta que el tal Gautama, a quien más tarde se llamó el «iluminado», el Buda, había crecido en medio de todo el lujo y la riqueza de Oriente. Poseía, al parecer, tres palacios —uno para el verano, otro para el invierno y otro para los meses de las lluvias— donde siempre sonaba la música más deliciosa y de los que jamás salía. Sus padres no querían que descendiera de las alturas, pues querían mantenerlo lejos de todas las cosas tristes. Por eso, ningún menesteroso debía mostrarse cerca de él. Sin embargo, una vez que Gautama salió de palacio, vio a un hombre viejo y encorvado. Preguntó al conductor de la carroza que le acompañaba qué era aquello. El conductor se vio obligado a explicárselo. Gautama regresó al palacio meditabundo. Otra vez vio a un enfermo. Tampoco le habían hablado nunca de la enfermedad. Más meditabundo aún, volvió al lado de su esposa y de su hijito. En una tercera ocasión vio a un muerto. Entonces no quiso regresar al palacio y cuando, finalmente, vio a un ermitaño, decidió marchar él también a la soledad y meditar sobre el sufrimiento de este mundo, que se le había manifestado en la vejez, la enfermedad y la muerte.
«Y estando aún en la flor de la vida», explicaba en sus sermones, «esplendoroso, con el cabello negro, disfrutando de una feliz juventud, en los primeros años de la madurez y contra el deseo de mis padres que lloraban y se lamentaban, marché de casa para vivir sin techo, con el pelo y la barba afeitados, y vestido de ropas desteñidas».
Gautama vivió seis años como ermitaño y penitente. Meditó con más profundidad que todos los demás. Se mortificó con mayor dureza que ningún otro antes. Casi no respiraba cuando permanecía sentado de aquel modo, soportando los más terribles dolores. Comía tan poco que se derrumbaba de debilidad. Pero en todos esos años no consiguió hallar el sosiego interior, pues no reflexionaba en qué era el mundo y en si, en el fondo, todo es lo mismo. El objeto de sus meditaciones eran las desdichas de los seres humanos. La vejez, la enfermedad y la muerte. Y ninguna penitencia podía ayudarle en ese punto.
Así pues, comenzó poco a poco a tomar alimento, recuperar fuerzas y respirar como el resto de la gente. Los demás ermitaños, que hasta entonces le habían admirado, le despreciaron intensamente por ese motivo. Pero él no se dejó engañar. Y, cierto día, mientras estaba sentado en un delicioso claro del bosque bajo una higuera, le llegó el conocimiento. Comprendió de pronto lo que había buscado durante todos aquellos años. Súbitamente, vio una especie de luz interior. Por eso, a partir de ese momento, fue el iluminado, el Buda. Y marchó a anunciar su gran descubrimiento interior a todos los hombres.
Seguro que te gustaría saber qué fue lo que sintió Gautama bajo el árbol Bo, es decir, bajo el árbol de la iluminación, como solución a todas las dudas. Para que yo consiga explicártelo un poquito, deberás reflexionar acerca de ello. Al fin y al cabo, Gautama meditó sobre esta cuestión durante seis años, nada menos. La gran iluminación, la gran liberación del sufrimiento, consistió en el siguiente pensamiento: si queremos liberarnos del sufrimiento, debemos comenzar por nosotros mismos. Todo sufrimiento nace del deseo. Por tanto, las cosas son, más o menos, así: si estás triste por no conseguir un libro o un juguete que deseas, puedes hacer una de dos, intentar obtenerlo o dejar de desearlo. Si logras una de las dos cosas, dejarás de estar triste. Esta fue la enseñanza de Buda: si dejáramos de desear todas las cosas bellas y agradables, si, por así decirlo, no estuviéramos siempre sedientos de felicidad, bienestar, reconocimiento y ternura, no nos hallaríamos tampoco tristes tan a menudo cuando carecemos de todo ello. Y quien ya no desea nada, dejará también de estar triste para siempre. Basta acabar con la sed para terminar también con el sufrimiento.
«Pero con los deseos no hay nada que hacer», me dirás. Buda no pensaba así. Según sus enseñanzas, trabajando en uno mismo durante años se puede llegar a desear sólo lo que se quiere desear y ser así dueño de los propios deseos, como el guía de elefantes es dueño del elefante. También enseñó que lo más alto que se puede lograr sobre la tierra es no desear ya nada. Es la «calma del mar interior» de la que habla Buda, la dicha grande y sosegada de una persona que no anhela nada en el mundo, que es bondadosa por igual con todos los seres humanos y no exige nada de nadie. Quien gobierna así todos los deseos —seguía enseñando Buda— no regresará al mundo una vez muerto. En efecto, las almas sólo se reencarnan — así creían los indios— porque se aferran a la vida. Quien no siente apego por ella, no se introducirá ya tras la muerte en el «ciclo de los nacimientos». Se fundirá en la nada. En la nada sin deseos ni padecimientos, llamada en sánscrito nirvana.
En esto consistió la iluminación de Buda bajo la higuera: en la enseñanza de cómo liberarse de los deseos sin satisfacerlos; de cómo eliminar la sed sin saciarla. El camino que lleva a ella no es sencillo; ya puedes imaginártelo. Buda lo llamó «el camino intermedio», pues conduce a la auténtica liberación entre la mortificación inútil de uno mismo y la vida cómoda e irreflexiva. Lo importante en ella es una fe recta, una decisión recta, una palabra recta, unos actos rectos, una vida recta, una conciencia recta y un ensimismamiento recto.
Esto fue lo más importante de la predicación de Gautama; y esa predicación causó una impresión tan profunda en las personas, que muchos le han seguido y venerado como a un dios. Hoy hay en el mundo casi tantos budistas como cristianos. Sobre todo en el Extremo Oriente, Ceilán (llamada ahora Sri Lanka), Tíbet, China y Japón. Pero sólo unos pocos están en condiciones de vivir las doctrinas de Buda y alcanzar la calma del mar interior.