—¿Cómo sabes todo eso, Tom?
—Todo el mundo lo sabe.
—No, yo no.
—Tú no has hecho un curso de doctorado. A la edad en que tú andabas por ahí luchando por la democracia en el mundo, yo estaba sentado frente al pupitre de una biblioteca, llenándome la cabeza de datos inútiles.
—¿Quién pagó la lápida al final?
—Un grupo de maestros creó una comisión para recabar fondos. Parece increíble, pero tardaron diez años. Cuando el monumento estuvo terminado, exhumaron los restos de Poe, los cargaron en una carreta y los volvieron a enterrar en un camposanto, al otro extremo de Baltimore. En la mañana de la ceremonia inaugural, se celebró un acto conmemorativo en un sitio llamado Instituto de Mujeres del Oeste. Qué nombre tan espléndido, ¿no te parece?
Instituto de Mujeres del Oeste
. Invitaron hasta el último poeta norteamericano de importancia, pero Whittier, Longfellow y Oliver Wendell Holmes encontraron excusas para no acudir. Sólo Walt Whitman se molestó en hacer el viaje. Como su obra vale más que la de todos los demás juntos, suelo considerarlo como un sublime acto de justicia poética. Y lo que no deja de ser bastante interesante, aquella mañana también estaba allí Stéphane Mallarmé. No en carne y hueso; pero su famoso soneto, «Le tombeau d’Edgar Poe» fue escrito para la ocasión, y aunque no le dio tiempo a concluirlo para la ceremonia, estuvo allí presente en espíritu. Me encanta eso, Nathan. Whitman y Mallarmé, los dos padres de la poesía moderna, juntos en el Instituto de Mujeres del Oeste para rendir homenaje a su mutuo predecesor, el infame y bochornoso Edgar Allan Poe, el primer escritor verdadero que Estados Unidos ha dado al mundo.
Sí, Tom estaba en excelente forma aquel día. Un poco delirante, supongo, pero no cabía duda de que su cháchara erudita, plagada de divagaciones, contribuía a reducir el tedio del viaje. Seguía por una dirección durante un rato, llegaba a una bifurcación y tomaba bruscamente el primer desvío, sin detenerse a pensar si el de la izquierda convenía más que el de la derecha o viceversa. Todos los caminos llevaban a Roma, por decirlo así, y como Roma era nada menos que la literatura universal (asunto del que parecía saberlo todo), no importaba la decisión que tomara. De Poe, saltó bruscamente a Kafka. La relación era la edad que ambos tenían en el momento de su muerte: Poe, cuarenta años y nueve meses; Kafka, cuarenta años y once meses. Se trataba de uno de esos datos poco conocidos que sólo a Tom preocupaba y que sólo él recordaría, pero como yo me había pasado media vida estudiando cuadros actuariales y pensando en la tasa de mortalidad correspondiente a diversas profesiones, a mí me parecían muy interesantes.
—Demasiado jóvenes —observé—. De haber vivido en nuestra época, lo más probable es que se hubieran salvado con medicinas y antibióticos. Fíjate en mí. Si hubiera tenido el cáncer hace treinta o cuarenta años, seguro que ahora no iría sentado en este coche.
—Sí —convino Tom—. Klos cuarenta es muy pronto. Pero piensa en cuántos escritores no han llegado a esa edad.
—Christopher Marlowe.
—Muerto a los veintinueve. Keats, a los veinticinco. Georg Büchner, a los veintitrés. Imagínate. El mayor dramaturgo alemán del siglo diecinueve, desaparecido a los veintitrés años. Lord Byron, a los treinta y seis. Emily Bronte, a los treinta. Charlotte Bronte, a los treinta y nueve. Shelley, sólo un mes antes de cumplir los treinta. Sir Philip Sidney, a los treinta y uno. Nathanael West, a los treinta y siete. Wilfred Owen, a los veinticinco. Georg Trakl, a los veintisiete. Leopardi, García Lorca y Apollinaire, a los treinta y ocho. Pascal, a los treinta y nueve. Flannery O’Connor, a los treinta y nueve. Rimbaud a los treinta y siete. Los dos Crane, Stephen y Hart, a los veintiocho y treinta y dos. Y Heinrich van Kleist, el autor favorito de Kafka, muerto a los treinta y cuatro en un doble suicidio con su amante.
—Y Kafka es tu autor favorito.
—Creo que sí. Del siglo veinte, en cualquier caso.
—¿Por qué no hiciste la tesis sobre él?
—Porque fui tonto. Y porque se suponía que era americanista.
—Kafka escribió
Amerika
, ¿no?
—Ja, ja. Buena observación. ¿Por qué no pensé en eso?
—Recuerdo su descripción de la Estatua de la Libertad. En vez de la antorcha, la buena mujer lleva una espada levantada en la mano. Una imagen increíble. Da risa, pero al mismo tiempo te acojona. Como algo salido de una pesadilla.
—Así que has leído a Kafka.
—Un poco. Las novelas, y quizá una docena de relatos. Hace mucho tiempo, cuando tenía tu edad. Pero lo que pasa con Kafka es que lo asimilas. Aunque lo leas por encima, nunca se te olvida.
—¿Has echado un vistazo a los diarios y las cartas? ¿Has leído alguna biografía suya?
—Ya me conoces, Tom. No soy una persona seria.
—Lástima. Cuanto más sabes de su vida, más interesante resulta su obra. Kafka no es sólo un gran escritor, ¿sabes?, también fue un hombre extraordinario. ¿Has oído alguna vez la historia de la muñeca?
—No, que yo recuerde.
—Ah. Entonces escucha con atención. Te la brindo corno primer argumento a favor de mi hipótesis.
—Me parece que no te sigo.
—Es muy sencillo. Se trata de demostrar que Kafka era efectivamente una persona fuera de lo común. ¿Por qué empezamos con esta historia en concreto? Pues no sé. Pero desde que apareció Lucy ayer por la mañana, no he podido quitármela de la cabeza. Tiene que haber alguna conexión por algún sitio. Todavía no sé exactamente cómo, pero creo que contiene un mensaje para nosotros, una especie de advertencia sobre cómo debemos actuar.
—Demasiados preámbulos, Tom. Ve al grano y cuenta la historia.
—Ya, estoy hablando demasiado otra vez, ¿verdad? Todo este sol, todos esos coches, el circular a esta velocidad, entre cien y ciento veinte kilómetros por hora. La cabeza me va a estallar, Nathan. Me siento repleto de energía, dispuesto a cualquier cosa.
—Vale. Cuéntame ya esa historia.
—De acuerdo. Esa historia. La historia de la muñeca… Estamos en el último año de la vida de Kafka, que se ha enamorado de Dora Diamant, una chica polaca de diecinueve o veinte años de familia hasídica que se ha fugado de casa y ahora vive en Berlín. Tiene la mitad de años que él, pero es quien le infunde valor para salir de Praga, algo que Kafka desea hacer desde hace mucho, y se convierte en la primera y única mujer con quien Kafka vivirá jamás. Llega a Berlín en el otoño de 1923 y muere la primavera siguiente, pero esos últimos meses son probablemente los más felices de su vida. A pesar de su deteriorada salud. A pesar de las condiciones sociales de Berlín: escasez de alimentos, disturbios políticos, la peor inflación en la historia de Alemania. Pese a ser plenamente consciente de que tiene los días contados.
»Todas las tardes, Kafka sale a dar un paseo por el parque. La mayoría de las veces, Dora lo acompaña. Un día, se encuentran con una niña pequeña que está llorando a lágrima viva.
Kafka le pregunta qué le ocurre, y ella contesta que ha perdido su muñeca. Él se pone inmediatamente a inventar un cuento para explicarle lo que ha pasado. “Tu muñeca ha salido de viaje”, le dice. “¿Y tú cómo lo sabes”, le pregunta la niña. “Porque me ha escrito una carta”, responde Kafka. La niña parece recelosa. “¿Tienes ahí la carta?”, pregunta ella. “No, lo siento”, dice él, “me la he dejado en casa sin darme cuenta, pero mañana te la traigo.” Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe qué pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad?
»Kafka vuelve inmediatamente a casa para escribir la carta. Se sienta frente al escritorio y Dora, que ve cómo se concentra en la tarea, observa la misma gravedad y tensión que cuando compone su propia obra. No es cuestión de defraudar a la niña. La situación requiere un verdadero trabajo literario, y está resuelto a hacerlo como es debido. Si se le ocurre una mentira bonita y convincente, podrá sustituir la muñeca perdida por una realidad diferente; falsa, quizá, pero verdadera en cierto modo y verosímil según las leyes de la ficción.
»Al día siguiente, Kafka vuelve apresuradamente al parque con la carta. La niña lo está esperando, y como todavía no sabe leer, él se la lee en voz alta. La muñeca lo lamenta mucho, pero está harta de vivir con la misma gente todo el tiempo. Necesita salir y ver mundo, hacer nuevos amigos. No es que no quiera a la niña, pero le hace falta un cambio de aires, y por tanto deben separarse durante una temporada. La muñeca promete entonces a la niña que le escribirá todos los días y la mantendrá al corriente de todas sus actividades.
«Ahí es donde la historia empieza a llegarme al alma. Ya es increíble que Kafka se tomara la molestia de escribir aquella primera carta, pero ahora se compromete a escribir otra cada día, única y exclusivamente para consolar a la niña, que resulta ser una completa desconocida para él, una criatura que se encuentra casualmente una tarde en el parque. ¿Qué clase de persona hace una cosa así? Y cumple su compromiso durante tres semanas, Nathan.
Tres semanas
. Uno de los escritores más geniales que han existido jamás sacrificando su tiempo (su precioso tiempo que va menguando cada vez más) para redactar cartas imaginarias de una muñeca perdida. Dora dice que escribía cada frase prestando una tremenda atención al detalle, que la prosa era amena, precisa y absorbente. En otras palabras, era su estilo característico, y a lo largo de tres semanas Kafka fue diariamente al parque a leer otra carta a la niña. La muñeca crece, va al colegio, conoce a otra gente. Sigue dando a la niña garantías de su afecto, pero apunta a determinadas complicaciones que han surgido en su vida y hacen imposible su vuelta a casa. Poco a poco, Kafka va preparando a la niña para el momento en que la muñeca desaparezca de su vida por siempre jamás. Procura encontrar un final satisfactorio, pues teme que, si no lo consigue, el hechizo se rompa. Tras explorar diversas posibilidades, finalmente se decide a casar a la muñeca. Describe al joven del que se enamora, la fiesta de pedida, la boda en el campo, incluso la casa donde la muñeca vive ahora con su marido. Y entonces, en la última línea, la muñeca se despide de su antigua y querida amiga.
»Para entonces, claro está, la niña ya no echa de menos a la muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y cuando concluyen esas tres semanas, las cartas la han aliviado de su desgracia. La niña tiene la historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir.
Hay dos maneras de ir de la ciudad de Nueva York a Burlington, en Vermont: por la vía rápida o por la lenta. Para los primeros dos tercios del viaje, elegimos la vía rápida, un itinerario que incluía arterias tales como la Avenida Flatbush, la carretera de Brooklyn a Queens, el Grand Central Parkway y la Route 678. Después de cruzar el puente Whitestone y entrar en el Bronx, seguimos unos kilómetros en dirección norte hasta llegar a la Nacional 95, por donde salimos de la ciudad, atravesamos la parte oriental del condado de Westchester, y cruzamos el sur de Connecticut. En New Haven, nos metimos en la Nacional 91, que no dejamos durante la mayor parte del viaje, atravesando lo que quedaba de Connecticut y todo Massachusetts hasta llegar a la frontera meridional de Vermont. El camino más rápido para Burlington habría sido seguir por la Nacional 91 hasta White River Junction y luego girar en dirección oeste hasta la Nacional 89, pero una vez que nos encontramos en los alrededores de Bratdeboro, Tom declaró que estaba harto de grandes autopistas y que prefería ir por carreteras comarcales, más pequeñas y con menos tráfico. Y así fue como pasamos de la vía rápida a la lenta. Tardaríamos un par de horas más, advirtió Tom, pero al menos tendríamos la posibilidad de ver algo aparte de un cortejo de coches sin vida lanzados a toda velocidad. Bosues, por ejemplo, y flores silvestres a lo largo de la cuneta, sin mencionar vacas y caballos, granjas y campos, jardines municipales y algún rostro humano e vez en cuando. Yo no vi inconveniente alguno a ese cambio de planes. ¿Qué más daba llegar a casa de Pamela a las tres que a las cinco? Ahora que Lucy había vuelto a abrir los ojos e iba mirando el paisaje por la ventanilla de atrás, me sentía tan culpable por lo que le estábamos haciendo que quería retrasar lo más posible el momento de la llegada. Abrí el mapa de carreteras y estudié la página de Vermont.
—Coge la salida tres —dije a Tom—. Tenemos que salir a la Route 30, que va en diagonal hacia el noroeste describiendo una línea ondulada. A unos sesenta kilómetros, empezarán las curvas y seguiremos haciendo eses hasta llegar a Rudand, donde habrá que buscar la Route 7, que nos conducirá derechos a Burlingron.
¿Por qué me extiendo en pormenores tan nimios? Porque la verdad de la historia radica en los detalles, y no tengo más remedio que contarla exactamente tal como ocurrió. Si no hubiéramos decidido salir de la autopista en Brattleboro para dirigimos intuitivamente a la Route 30, muchos de los acontecimientos que se relatan en este libro no se habrían producido. Y cuando digo esto pienso especialmente en Tom. A Lucy y a mí aquella decisión también nos vino estupendamente, pero para Tom, el sufrido protagonista de estas Brooklyn Follies, fue probablemente la más importante de su vida. En aquellos momentos no se imaginaba sus consecuencias, no tenía ni idea del torbellino que había desencadenado. Como la muñeca de Kafka, creyó que simplemente iba a cambiar de aires, pero cuando salió de una carretera y tomó otra, la Fortuna tendió inesperadamente los brazos a nuestro muchacho y lo transportó a un mundo diferente.
Teníamos el depósito de gasolina casi a cero; el estómago, vacío; la vejiga, llena. A unos veinticinco o treinta kilómetros al noroeste de Prattleboro, paramos a almorzar en un pésimo restaurante de carretera llamado Dot’s. COMIDA Y GASOLINA, decían acertadamente unos letreros en la cuneta, y aquél fue el orden en que decidimos satisfacer nuestras necesidades. Comida y gasolina en Dot’s, aunque también había una estación de servicio Chevron al otro lado de la carretera. Ahí, una vez más, nuestra despreocupada decisión de hacer las cosas de un modo en vez de otro resultó tener un efecto significativo en la historia. Si hubiéramos llenado primero el depósito de gasolina, Lucy no habría tenido oportunidad de poner en práctica su pasmosa maniobra, y sin duda habríamos seguido camino a Burlington tal como estaba previsto. Pero como el depósito seguía vacío cuando nos sentamos a comer, la ocasión se le presentó de repente y la pequeña no vaciló. Entonces nos pareció una catástrofe, pero si nuestra niña no hubiera hecho lo que hizo, nuestro muchacho no habría caído en los reconfortantes brazos de Doña Fortuna, y el hecho de salir o no de la autopista no habría tenido trascendencia alguna.