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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Brooklyn Follies (21 page)

BOOK: Brooklyn Follies
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Una vez más, estoy seguro de que Honey no me cree. Pero a menos que se pase de la raya y cometa una grosería inaceptable, no puede seguir interrogándome sobre asuntos que no la conciernen. Me gusta esta mujer maciza y franca, y también su padre, el viejo Chowder, que está sentado frente a mí, despachando tranquilamente la cena y saboreando el vino, pero no tengo intención de sacar a relucir nuestros secretos de familia. No es que me avergüence de ser quienes somos, pero, por Dios, me digo a mí mismo, vaya familia que formamos. Menudo hatajo de almas en pena, tan variopinto y confuso. Qué ejemplo tan asombroso de imperfección humana. Un padre cuya hija no quiere tener nada más que ver con él. Un hermano que no ha visto a su hermana ni sabido nada de ella en tres años. Y una niña que se ha fugado de casa y sé niega a hablar. No, no vaya revelar a los Chowder la verdad de nuestro pequeño clan, tan escindido y calamitoso. Esta noche, no estoy dispuesto. Esta noche no; ni nunca, seguramente.

Tom debe de estar pensando algo parecido, porque se apresura a intervenir intentando desviar la conversación hacia otro tema. Empieza preguntando a Honey por su trabajo. Cuánto tiempo lleva en la enseñanza, por qué quiso ser maestra, qué le parece el sistema que siguen en Brattleboro, y todo eso. Sus preguntas son anodinas, de una atrofiada trivialidad, y al observar su expresión mientras habla con ella, veo que Honey no le interesa para nada: ni como mujer, ni como persona siquiera. Pero la Chowder es demasiado fuerte para dejar que la indiferencia de Tom le impida responder con gracia e inteligencia, y pronto es ella quien lleva la voz cantante, acribillando a nuestro muchacho con docenas de preguntas delicadas. Su agresividad hace que Tom se tambalee durante unos momentos, pero cuando cae en la cuenta de que su interlocutora es tan inteligente como él, se pone a la altura de las circunstancias y empieza a replicar como sólo él sabe. Stanley y yo apenas decimos palabra, pero a ambos nos divierte ese asalto de esgrima verbal que se ha iniciado ante nuestros ojos. Inevitablemente, la conversación se desvía hacia el tema de la política y las próximas elecciones de noviembre. Tom clama contra la creciente influencia de la derecha en Estados Unidos. Menciona la casi destrucción de Clinton, el movimiento antiabortista, la camarilla de las armas, la propaganda fascista de las tertulias radiofónicas, la cobardía de la prensa, la prohibición de enseñar el evolucionismo en algunos estados.

—Vamos hacia atrás —afirma—. Cada día que pasa, perdemos un pedazo de nuestro país. Si Bush sale elegido, no nos quedará nada.

Para mi sorpresa, Honey está totalmente de acuerdo con él. La paz reina durante treinta segundos aproximadamente, y luego ella anuncia su intención de votar por Nader.

—No hagas eso —la previene Tom—. Un voto a Nader es un voto para Bush.

—De eso nada —objeta Honey—. Es un voto para Nader. Además, Gore ganará en Vermont. Si no estuviera segura de eso, votaría por él. De ese modo puedo manifestar mi humilde protesta y evitar que Bush llegue a la presidencia.

—De Vermont no tengo idea —replica Tom—, pero sí sé que va a ser una elección reñida. Si en los estados decisivos hay mucha gente que piensa como tú, ganará Bush.

Honey se esfuerza por reprimir una sonrisa. Tom es tan puñeteramente serio que se muere por darle un corte con alguna observación descabellada y estrambótica para que deje de pontificar. Ya veo venir el chiste, y cruzo los dedos para que sea bueno.

—¿Sabes lo que pasó la última vez que el pueblo escuchó a un
bush
[10]
—pregunta Honey.

Nadie dice una palabra.

—Que estuvo cuarenta años vagando en el desierto.

Por mucho que le pese, Tom se echa a reír.

El combate singular llega a una conclusión súbita y decisiva, y Honey es la clara vencedora.

No quiero dejarme llevar por la emoción, pero creo que Tom ha encontrado la horma de su zapato. Que algo salga de todo eso es otra historia, una historia que el tiempo y las misteriosas atracciones de la carne contarán. Tomo nota de que debo estar atento a lo que pueda pasar.

A la mañana siguiente, temprano, llamo a la estación de servicio para hablar con Al Hijo, pero resulta que sigue sin hallar la solución al enigma del coche.

—Ahora mismo estoy trabajando en él —me informa—. En cuanto sepa de qué va, lo llamaré.

Me maravillo de lo poco que me afecta la noticia. Si acaso, me alegro de quedarme otro día en lo alto de nuestra colina, de no tener que pensar todavía en volver a Nueva York.

He de averiguar algo esta mañana, pero no consigo que Stanley se quede quieto el tiempo suficiente para entablar con él una conversación como es debido. Nos prepara el desayuno y nos lo sirve, pero en cuanto pone los platos en la mesa, sale precipitadamente de la cocina y sube a hacer las camas. Después de eso, se ocupa de diversas tareas de la casa: poner bombillas, sacudir alfombras, arreglar el marco de alguna ventana. No hay nada que hacer, salvo esperar a que más tarde se presente una ocasión.

El aire de la mañana es fresco, y hay neblina. Nos ponemos un jersey para salir al porche y contemplar el húmedo césped, empapado de rocío. Las nubes acabarán por fundirse y tendremos otra tarde radiante, pero de momento los árboles y matorrales apenas son visibles.

Lucy ha encontrado un libro en su habitación, y se lo trae al porche. Es un pequeño volumen de bolsillo, y como tapa el título con la mano, le digo que me lo enseñe para ver qué es.
Los jinetes de la pradera roja
, de Zane Grey. Le pregunto si es bueno, y asiente vigorosamente con la cabeza. No sólo bueno, parece decirme, sino una obra maestra de todos los tiempos.

Me parece una curiosa elección para una niña de nueve años pero ¿quién soy yo para ponerle pegas? A la niña le gusta leer digo para mí, y considero eso como un hecho positivo, una prueba de que nuestra pequeña fugitiva no tiene la mente atrofiada.

Tom se sienta en una silla a mi lado mientras Lucy estira las piernas en la mecedora con su novela del Oeste. El muchacho enciende su cigarrillo de después de las comidas y pregunta:

—¿Crees que Al Hijo arreglará el coche algún día?

—Probablemente —contesto—. Pero yo no tengo prisa por salir de aquí. ¿Y tú?

—No, no mucha. Me empieza a gustar este sitio.

—¿Te acuerdas de la cena con Harry la semana pasada?

—¿Cuando te derramaste el vino tinto en los pantalones? ¿Cómo se me podría olvidar?

—He estado pensando en algunas de las cosas que dijiste aquella noche.

—Que yo recuerde, dije muchas cosas. Tonterías, en su mayor parte. Chorradas monumentales.

—No te encontrabas en tu mejor momento. Pero no dijiste ninguna estupidez.

—O tú estabas muy borracho para darte cuenta.

—Lo estuviera o no, tengo que saber una cosa. ¿Decías en serio eso de marcharte de la ciudad, o no eran más que palabras?

—Lo dije en serio, aunque no dejaba de ser mera palabrería.

—Eso es imposible. O una cosa u otra.

—Lo dije en serio, pero por otra parte soy consciente de que ese sueño nunca se hará realidad. Por tanto, no era más que hablar por hablar.

—¿Y qué me dices del plan de Harry?

—Palabras, nada más. A estas alturas debías saber eso de Harry. Si hay alguien que siempre habla por hablar, ése es nuestro buen amigo Harry Brightman.

—No te lo discuto. Pero pongamos por caso que decía la verdad, imagínatelo. Figúrate que va a ganar mucho dinero y que estaría dispuesto a invertido en una casa de campo. ¿Qué dirías entonces?

—Diría: «Venga, vamos a hacerlo.»

—Bien. Ahora piénsalo detenidamente. Si pudieras comprar un sitio en cualquier parte del mundo, ¿dónde querrías que fuese?

—Todavía no he llegado a pensar en eso. Pero tendría que ser algún sitio aislado. Donde no hubiera gente alrededor.

—¿Un sitio parecido al Chowder Inn?

—Sí. Ahora que lo dices, esto nos iría de maravilla.

—¿Por qué no preguntamos a Stanley si quiere venderlo?

—¿Para qué? No tenemos suficiente dinero para comprado.

—Te olvidas de Harry.

—No, no me olvido de él. Harry tiene sus cualidades, pero es la última persona a quien recurriría para algo así.

—Reconozco que hay una probabilidad entre un millón, pero sólo en el supuesto de que salga lo de Harry, ¿por qué no hablar con Stanley? Sólo por gusto. Si dice que le interesa, al menos sabremos el aspecto que tiene el Hotel Existencia.

—Aunque nunca vivamos aquí.

—Exacto. Aunque jamás volvamos en lo que nos queda de vida.

Resulta que Stanley lleva años pensando en vender la casa. Sólo la inercia y la apatía le han impedido «coger el toro por los cuernos», dice, pero si le ofrecieran un buen precio, no tardaría ni un minuto en mandarlo todo a hacer gárgaras. Ya no puede seguir viviendo con el fantasma de Peg. No puede soportar los crudos inviernos. No aguanta el aislamiento. Está hasta el gorro de Vermont, y sólo sueña con irse a vivir al trópico, a alguna isla caribeña donde haga calor todos los días del año.

Entonces, ¿por qué trabajar tanto para poner rápidamente a punto el Chowder Inn?, le pregunto. Por nada, contesta. No tiene nada mejor que hacer, y es una forma de combatir el aburrimiento.

Hora del almuerzo. Estamos los cuatro sentados a la mesa del comedor, comiendo fiambres, fruta y queso. Ahora que ha levantado la niebla, el sol entra a raudales por las ventanas abiertas, y los objetos de la habitación parecen más definidos, más vívidos, más llenos de color. Nuestro anfitrión desahoga sus penas con nosotros, pero yo me siento increíblemente feliz por estar donde estoy, dentro de mi propio cuerpo, mirando las casas que hay sobre la mesa, notando cómo el aire entra y sale de mis pulmones, saboreando el simple hecho de estar vivo. Es una lástima que se acabe la vida, digo para mí, qué pena que no podamos vivir para siempre.

Tom explica que en estos momentos no tenemos dinero para hacer una oferta por la casa, pero que tal vez estemos en condiciones de hacerla en las próximas semanas. Stanley dice que no sabe lo que vale la propiedad, pero que puede ponerse en contacto con una agencia inmobiliaria de la zona y averiguarlo. No sé si cree una palabra de lo que decimos, pero sólo con poder imaginarse una nueva vida parece haberse convertido en una persona diferente.

¿Por qué he alimentado este disparate? Todo depende de la venta de una falsificación del manuscrito de
La letra escarlata
, y no sólo estoy en contra de los planes delictivos de Harry, sino que para empezar tampoco tengo fe en ellos. Y lo que es más: aun cuando la tuviera, no me apetece nada trasladarme a Vermont. Hace poco tiempo que he empezado una nueva vida, y estoy muy contento de la decisión que tomé de instalarme en Brooklyn. Después de tantos años viviendo en el extrarradio, creo que la ciudad me va bien, y ya he empezado a tomarle cariño a mi barrio, con su cambiante mezcla de blanco, marrón y negro, su intrincado coro de acentos extranjeros, sus niños y sus árboles, sus laboriosas familias de clase media, sus parejas de lesbianas, sus tiendas de comestibles coreanas, el santón hindú de bata blanca que me saluda con una inclinación siempre que nos cruzamos por la calle, sus enanos y lisiados, sus ancianos pensionistas que avanzan paso a paso por la acera, las campanas de sus iglesias y sus diez mil perros, la furtiva población de vagabundos sin hogar, carroñeros solitarios que deambulan por las calles empujando sus carritos de la compra, hurgando en la basura en busca de botellas.

Si no quiero perder de vista todo eso, ¿por qué he obligado a Tom a mantener una absurda conversación sobre bienes inmuebles con Stanley Chowder? Para complacerlo, supongo. A fin de demostrarle que puede contar conmigo para llevar a cabo su proyecto, aunque ambos seamos conscientes de que los cimientos del nuevo Hotel Existencia no son sino «mera palabrería». Le llevo la corriente para que vea que estoy de su lado, y como Tom aprecia el gesto, también me sigue la corriente a mí. De esa recíproca manera nos engañamos lúcidamente a nosotros mismos. Como de todo esto no saldrá nada, podemos dedicarnos a soñar con toda tranquilidad sin tener que preocuparnos de las consecuencias. Ahora que hemos arrastrado a Stanley a nuestro pequeño juego, esto casi empieza a ser real. Pero no lo es. Sólo abundancia de palabras huecas y fantasía imposible, una idea tan falsa como el manuscrito de Hawthorne, que probablemente ni siquiera existe. Pero eso no quiere decir que el juego no resulte divertido. Hay que estar muerto para no disfrutar hablando de ideas descabelladas, ¿y qué mejor sitio para ello que en lo alto de una colina en medio de una región perdida de Nueva Inglaterra?

Después de almorzar, el rejuvenecido Stanley me reta a una partida de pimpón en el cobertizo. Le digo que estoy desentrenado, que hace años que no juego, pero no se conforma con mi respuesta. El ejercicio me sentará bien, afirma, «hará que la vida vuelva a fluir», así que de mala gana acepto jugar una partida o dos. Lucy nos acompaña cobertizo para asistir a la competición, pero Tom se queda a leer en el porche, sentado en una silla y fumando un cigarrillo.

Enseguida compruebo que Stanley no juega al pimpón que yo conozco. Las raquetas y la pelota son iguales, pero una vez en sus manos el ejercicio de salón pasa a ser un deporte verdadero y agotador, una variante miniaturizada y demoníaca del tenis. Saca con un efecto devastador, imposible de devolver, se pone a tres metros de la mesa y responde a cada lanzamiento mío como si yo no desplegara más destreza que un niño de cuatro años. Me gana tres veces seguidas —veintiuno a cero, veintiuno a cero y veintiuno a cero—, y cuando concluye la gran paliza, no puedo hacer otra cosa que inclinarme humildemente ante el vencedor antes de salir hecho polvo del cobertizo.

Empapado en sudor, vuelvo a la casa para darme una ducha rápida y cambiarme de ropa. Al subir los escalones del porche con Lucy, Tom me informa de que ha llamado a Brooklyn hace quince minutos. Harry ha salido a hacer una gestión, pero Tom ha dejado recado a Rufus de que nos llame cuando vuelva.

—Para ver si sigue interesado —explica Tom—. No tiene sentido despertar esperanzas en Stanley si Harry ha cambiado de idea.

He estado en el cobertizo menos de una hora, pero noto que en ese breve intervalo Tom ha estado pensando mucho. Algo en sus ojos me dice que la charla que hemos mantenido con Stanley en el almuerzo ha cambiado su postura con respecto al nuevo Hotel Existencia. Empieza a creer que es factible. Empieza a albergar esperanzas.

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