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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Brooklyn Follies (23 page)

BOOK: Brooklyn Follies
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—No vuelvas a Brattleboro —recomendó a Honey—. Es más de medianoche y has bebido demasiado.

¿Nada más que buena educación, o un taimado plan para llevársela a la cama?

—Puedo conducir por esa carretera con los ojos cerrados —contestó Honey—. No te preocupes por mí.

A continuación explicó que al día siguiente tenía que levantarse más pronto que de costumbre (algo que ver con una reunión de padres de alumnos), pero noté que la solicitud de Tom la había emocionado, o al menos eso me pareció. Luego se despidió y nos dio un beso. Primero a su padre, luego a mí —un leve roce con los labios en la mejilla— y por último a Tom. El muchacho no sólo recibió un beso en los labios, sino también un abrazo: un abrazo cálido, que duró varios segundos más de lo que la situación parecía requerir.

—Buenas noches —dijo Honey, diciéndonos adiós con la mano mientras se dirigía a la puerta—. Hasta mañana, chicos.

Se presenta al día siguiente a las cuatro, trayendo cinco langostas, tres botellas de champán y dos postres diferentes. Nuestra jefa de cocina, de tan notable talento, nos prepara otro festín, y ahora que Lucy está dispuesta a sumarse a la conversación la maestra y la alumna de cuarto de primaria hablan de cosas del colegio durante buena parte de la cena, mencionando sin orden ni concierto los títulos de sus libros favoritos. Al Hijo y Al Padre todavía no han aparecido con mi coche, pero anuncio que mi Olds está arreglado y que mañana estará en nuestras manos. Con tanta charla y buen humor en torno a la mesa, omito mencionar la causa de la avería, porque no quiero estropear el ambiente sacando a colación un asunto tan desagradable. Tom ya lo sabe todo, pero él también se muestra reacio a informar sobre la mala pasada que nos han jugado. Honey y Lucy cantan canciones tontas mientras parten su langosta, y ¿para qué voy a aguarles la diversión con una desalentadora historia de resentimientos de clase y animosidad provinciana?

Cuando llevo arriba a Lucy para acostarla, caigo en la cuenta de que estoy muy cansado para trasnochar otra vez y quedarme con los otros a trasegar copa tras copa de vino. Los Chowder aguantan la bebida y Tom, con su gran volumen y sus prodigiosos apetitos, no les va en absoluto a la zaga, pero yo soy un ex paciente de cáncer, delgaducho y con poco aguante, y temo levantarme con resaca mañana por la mañana.

Me siento al borde de la cama de Lucy y le leo la novela de Zane Grey hasta que cierra los ojos y se queda dormida. Cuando voy a mi habitación, que es la de al lado, oigo risas procedentes del comedor. Me llegan unas palabras de Stanley, algo sobre estar «hecho polvo», y luego Honey añade no sé qué de «la habitación Charlie Chaplin» y «a lo mejor no es mala idea». Es difícil saber de lo que están hablando, pero ésta podría ser una posibilidad: Stanley está a punto de irse a la cama, y Honey ha bebido demasiado para conducir y piensa quedarse a dormir en el hostal. Si no me equivoco, la habitación Charlie Chaplin es la que está al lado de la de Tom.

Me meto en la cama y empiezo a leer
Senectud
, de Italo Svevo. Es la segunda novela de ese autor que leo en menos de dos semanas, pero
La conciencia de Zeno
me produjo tal impresión que decidí leer cualquier cosa de Svevo que cayera en mis manos. Ese libro, cuyo título en italiano es
Senilita
, me parece perfecto para un viejo chocho como yo. Un hombre de edad madura y su joven amante. Las penas del amor. Esperanzas truncadas. Cada dos párrafos, me detengo un momento y pienso en Marina González, sintiendo un vacío ante la idea de no volver a verla más. Estoy tentado de masturbarme, pero resisto el impulso porque los oxidados muelles del somier me delatarían. Sin embargo, de cuando en cuando meto la mano bajo las sábanas y me toco un momento la polla. Sólo para asegurarme de que la sigo teniendo, para comprobar que mi antigua amiga no me ha abandonado.

Media hora después, oigo que alguien sube pesadamente las escaleras. Dos pares de piernas, dos voces susurrantes: Tom y Honey. Vienen por el pasillo en dirección a mi puerta, luego se detienen. Me esfuerzo por percibir unas palabras de su conversación, pero hablan en voz muy queda y no alcanzo a entender nada. Al fin, oigo que Tom dice «buenas noches», y un momento después se abre y se cierra la puerta de la habitación Charlie Chaplin. Al cabo de tres segundos, ocurre lo mismo con la puerta de la habitación Buster Keaton.

La pared de separación entre el cuarto de Tom y el mío es muy fina —un ligerísimo tabique de pladur—, y se oye hasta el más leve ruido. Oigo cómo se quita los zapatos y se desabrocha el cinturón, cómo se lava los dientes en el lavabo, le oigo suspirar, tararear, meterse bajo las mantas de su chirriante cama. Estoy a punto de cerrar el libro y apagar la luz, pero nada más alargar el brazo hacia la lámpara oigo que llaman suavemente a la puerta de Tom. La voz de Honey dice: «¿Estás dormido?» Tom dice que no, y cuando Honey pregunta si puede entrar, nuestro muchacho contesta que sí, y al pronunciar esa sílaba el propósito oculto que nos llevó a salir de la autopista y coger la Route 30 está a punto de cumplirse.

Los ruidos se oyen con tal nitidez, que no tengo dificultad en seguir todos los detalles de la actividad que se desarrolla al otro lado del tabique.

—No pienses cosas raras —advierte Honey—. Esto no lo hago todos los días.

—Lo sé —contesta Tom.

—Sólo que hace mucho tiempo desde la última vez.

—Lo mismo digo. Pero que mucho.

Oigo cómo ella se mete en la cama a su lado, y no se me escapa nada de lo que sucede a continuación. El encuentro sexual es un asunto empalagoso y extraño, ¿para qué molestarse en describir los sorbetones y gemidos que siguieron? Tom y Honey se merecen su intimidad, y por ese motivo concluiré aquí mi relación de los acontecimientos de esta noche. Si hay lectores a quienes no les parece bien, les pido que cierren los ojos y recurran a la imaginación.

A la mañana siguiente, Honey ya se ha ido hace mucho cuando el resto de la casa se levanta de la cama. Es otra jornada espléndida, el día más hermoso de la primavera, pero además resulta estar lleno de sorpresas, y al final los sobresaltos acabarán con la perfección del paisaje y el tiempo, arrojándolos a un apartado rincón de la memoria. Si guardo algún recuerdo de aquel día, es sólo en forma de rompecabezas deshecho, como un amasijo de impresiones aisladas. Un trozo de cielo azul por aquí; un abedul por allá, con el reflejo del sol en su corteza plateada. Nubes que semejan rostros humanos, mapas de países, animales de diez patas surgidos de un sueño. La fugaz visión de una culebra avanzando sinuosa entre la hierba. El lamento de cuatro notas de un sinsonte escondido. Las mil hojas de un álamo temblando como polillas heridas mientras el viento corre entre las ramas. Uno por uno, van apareciendo todos los elementos, pero el conjunto está ausente, las partes no se conjugan, y no puedo hacer otra cosa que buscar los restos de un día que no existe plenamente.

Empieza con la llegada de Al Hijo y Al Padre a las nueve de la mañana. Tom sigue arriba, en la habitación Buster Keaton, comatoso tras su revolcón de anoche con Honey. Lucy y yo estamos en pie desde las ocho, y nos disponemos a salir de la casa para dar un paseo cuando aparecen los Wilson en un convoy de dos vehículos: un Mustang descapotable de color rojo y mi Cutlass verde limón. Suelto la mano de Lucy para estrechársela a esos dos formales y resueltos caballeros. Me dicen que el coche ha quedado como nuevo. Al Padre me presenta la factura de sus servicios, y allí mismo le extiendo un talón. Entonces, justo cuando creo que la transacción ha concluido, Al Hijo suelta el primer bombazo del día.

—El caso es, señor Glass —dice, dando unas palmaditas al techo de mi coche—, que fue una suerte que aquel imbécil le estropeara el depósito.

—¿Qué quiere decir? —pregunté, sin saber cómo interpretar aquella extraña afirmación.

—Cuando hablamos ayer por la mañana, pensaba acabar el trabajo en un par de horas. Por eso le dije que estaríamos en condiciones de entregarle el coche por la noche. ¿Recuerda?

—Sí, me acuerdo. Pero también me dijo que lo mismo me lo podían traer hoy.

—Sí, eso le dije, pero la explicación que le di entonces no tiene nada que ver con lo que nos ha impedido traérselo hasta ahora.

—¿No? ¿Pues qué ha pasado?

—Fui a dar una vuelta con su Olds. Sólo para asegurarme de que todo marchaba bien. Pero no era así.

—Ah.

—Puse el coche a cien, ciento veinte, y luego traté de aflojar la marcha. Cosa muy difícil cuando fallan los frenos. Suerte que no me maté.

—Los frenos…

—Sí, los frenos. Volví a llevar el coche al garaje y eché una mirada. Los forros estaban muy desgastados, señor Glass, casi deshechos.

—Pero ¿qué me dice usted?

—Le digo que si no hubiera tenido esa otra avería con el depósito, nunca se habría enterado del problema de los frenos. Si hubiera seguido conduciendo mucho tiempo más, tarde o temprano habría tenido algún contratiempo. Un percance. Un accidente de cualquier clase. Incluso podría haberse matado.

—Así que el gilipollas que echó Coca-Cola en el depósito de gasolina en realidad nos salvó la vida.

—Eso parece. Qué increíble, ¿verdad?

Cuando los Wilson se marchan en su descapotable rojo, Lucy empieza a tirarme de la manga.

—No fue ningún gililoquesigue quien lo hizo, tío Nat —anuncia.

—¿Gililoquesigue? —contesto—. ¿De qué estás hablando?

—Has dicho una palabrota. Yo no debo decir esas cosas.

—Ah, ya veo. Gili. Apócope de ya sabes qué.

—Sí, esa palabra que empieza con gili.

—Tienes razón, Lucy. No debería decir palabrotas en tu presencia.

—No debes decirlas, y punto. Aunque no esté yo delante.

—Quizá tengas razón. Pero estaba enfadado, y cuando una persona se enfada, no siempre es dueña de lo que dice. Un hombre malo intentó destrozarnos el coche. Sin motivo alguno. Por pura crueldad, para hacernos daño. Lamento haber utilizado esa palabra, pero es normal que me enfadara, ¿no te parece?

—No fue un hombre malo. Fue una niña mala.

—¿Una niña? ¿Cómo lo sabes? ¿Viste lo que pasó?

Por un breve momento, vuelve a caer en su antiguo mutismo, asintiendo con la cabeza para contestar a mi pregunta. Y entonces se le llenan los ojos de lágrimas.

—¿Por qué no me lo has dicho? —le pregunto—. Si viste cómo pasó, debías habérmelo dicho, Lucy. Podríamos haber pillado a la niña ésa y haberla metido en la cárcel. Y si esos señores del garaje hubieran sabido cuál era el problema, podrían habernos arreglado inmediatamente el coche.

—Tenía miedo —confiesa ella, agachando la cabeza, temerosa de mirarme a los ojos. Las lágrimas le corren sin parar por las mejillas, y veo cómo aterrizan en la tierra seca: extractos salados, glóbulos brillantes que se oscurecen momentáneamente y luego se disuelven en el polvo.

—¿Miedo? ¿De qué tenías miedo?

En vez de responder a mi pregunta, se agarra a mí con la mano derecha y oculta su rostro en mi costado. Empiezo a acariciarle el pelo, y mientras siento cómo su cuerpo se estremece Contra el mío, de pronto comprendo lo que está tratando de decirme. Por un momento soy presa de una verdadera conmoción, y enseguida me invade una oleada de ira, que pasa pronto, sin dejar rastro. La cólera da lugar a la compasión, y comprendo que si ahora empiezo a regañarla, podría perder su confianza para siempre.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunto.

—Lo siento —dice ella, apretándose más contra mí y llorando a moco tendido en mi camisa—. Lo siento mucho, de verdad. Es como si me hubiera vuelto loca, tío Nat, y antes de saber lo que estaba haciendo, ya lo había hecho. Mamá me ha hablado de Pamela. Es mala, y no quería ir a su casa.

—No sé si es mala o no, pero al final todo ha salido bien, ¿no es verdad? Hiciste una cosa mala, Lucy. Una cosa mala, y quiero que nunca vuelvas a portarte así. Pero por esta vez, sólo por esta vez, da la casualidad de que lo malo ha sido para bien.

—¿Cómo de una cosa que está mal puede salir algo buen? Eso es como decir que un perro es un gato, o que un ratón es un elefante.

—¿No te acuerdas de lo que Al Hijo nos ha dicho sobre los frenos?

—Sí, me acuerdo. Te he salvado la vida, ¿verdad?

—No sólo a mí, a ti también. Además de a Tom.

Al fin, se aparta de mi camisa, se limpia las lágrimas de los ojos y me dirige una mirada pensativa, cargada de intensidad.

—No digas a tío Tom que he sido yo, ¿vale?

—¿Por qué no?

—Porque ya no me querrá.

—Claro que te querrá.

—No. Y yo quiero que me quiera.

—Yo te sigo queriendo, ¿no?

—Tú eres diferente.

—¿En qué sentido?

—No sé. No te tomas las cosas a la tremenda como el tío Tom. No eres tan serio.

—Es porque soy más viejo.

—Bueno, pues no se lo digas, ¿vale? Júrame que no se lo vas a decir.

—De acuerdo, Lucy. Te lo juro.

Sonríe entonces, y por primera vez desde que apareció el domingo por la mañana, vislumbro a su madre cuando era niña. Aurora. La ausente Aurora, perdida en alguna parte de la mítica tierra de Carolina Carolina, una mujer fantasma fuera del alcance de los mortales. Si ahora mismo está en algún sitio es en la cara de su hija, en la lealtad de la niña hacia ella, en la inquebrantable promesa de Lucy de no revelamos su paradero.

Tom se levanta al fin. Me resulta difícil interpretar su estado de ánimo, que parece oscilar entre una apagada satisfacción y un incómodo sentimiento de inseguridad. En el almuerzo no dice una palabra sobre los acontecimientos de la noche anterior, me contengo de hacerle determinadas preguntas, por mucha curiosidad que tenga por conocer su versión de la historia. ¿Ha quedado prendado de la efusiva y dulce señorita C., me pregunto yo, o la considera únicamente una aventura de una noche? ¿Todo ha sido cama y nada más que cama, o también ha intervenido el afecto en la ecuación? Cuando terminamos de almorzar, Lucy sale con Stanley para ayudarlo a cortar el césped y se sube al tractor. Tom se retira al porche a fumar el cigarrillo de después de comer, y yo me siento a su lado.

—¿Qué tal has dormido esta noche, Nathan? —me pregunta.

—Pues bien —le contesto—. Considerando la delgadez de los tabiques, podría haber sido peor.

—Me lo temía.

—No es culpa tuya. Tú no has construido la casa.

—No dejaba de decirle que no hiciera tanto ruido, pero ya sabes cómo son las cosas. Cuando uno se desmanda, no hay nada que hacer..

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