Read Brooklyn Follies Online

Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Brooklyn Follies (24 page)

BOOK: Brooklyn Follies
13.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No te preocupes. A decir verdad, me alegré. Estoy muy contento por ti.

—Yo también. Por una noche, estuvo bien.

—Habrá más noches, muchacho. Eso ha sido sólo el comienzo.

—¿Quién sabe? Se ha marchado pronto esta mañana, y no es que hayamos hablado mucho mientras estábamos juntos. No tengo la menor idea de lo que quiere.

—La cuestión es: ¿qué quieres tú?

—Es pronto para decirlo. Todo ha pasado tan deprisa, que no he tenido tiempo de pensarlo.

—No quisiera entrometerme, pero en mi opinión hacéis buena pareja.

—Sí. Dos gordos dándose topetazos en plena noche. Me sorprende que la cama no se viniera abajo.

—Honey no está gorda. Sino más bien «imponente», como suele decirse.

—No es mi tipo, Nathan. Demasiado agresiva. Demasiado segura de sí misma. Demasiadas opiniones. Nunca me han atraído las mujeres así.

—Por eso te vendrá bien. Con ésa vas a andar más derecho que una vela.

Tom sacude la cabeza y suspira.

—No daría resultado. Me agotaría en menos de un mes.

—Así que estás dispuesto a dejarlo después de una sola noche.

—No hay nada malo en eso. Te lo pasas bien una noche, y luego adiós.

—¿Y qué ocurrirá si se te vuelve a meter en la cama? ¿Vas a echarla a patadas?

Tom enciende otro cigarrillo con una cerilla, y luego hace una larga pausa.

—No sé —dice al fin—. Ya veremos.

Lamentablemente, ni Tom ni nadie tiene ocasión de ver nada.

Una última sorpresa nos aguarda, y es tan grande, tan desgarradora, de tan enormes consecuencias, que no tenemos más remedio que ponemos en marcha esa misma tarde. Nuestras vacaciones en el Chowder Inn tocan a su fin de manera brusca y desconcertante.

Adiós, colina. Adiós, césped. Adiós, Honey.

Adiós al sueño del Hotel Existencia.

Tom pronuncia las palabras «Ya veremos» a eso de la una de la tarde. Cuando Lucy vuelve de su paseo en tractor con Stanley, me la llevo al estanque y nos damos un baño. Al volver a la casa, cuarenta minutos después, Tom comunica la noticia. Harry ha muerto. Rufus acaba de llamar de Brooklyn, llorando sin parar, apenas capaz de articular palabra, para decirnos que Harry ha muerto, que ya no está con nosotros. Según Tom, Rufus estaba demasiado conmocionado para decir algo más. No entendemos nada. Aparte del hecho de que tenemos que marcharnos de Vermont enseguida, no comprendemos nada.

Pago a Stanley lo que le debemos. Mientras le firmo el talón con mano temblorosa, le digo que nuestro socio ha muerto y que ya no estamos en condiciones de comprar la casa. Stanley se encoge de hombros.

—Sabía que no iba en serio —afirma—. Pero eso no quiere decir que no disfrutara hablando del asunto. .

Tom le entrega una hoja de papel con su dirección y número de teléfono.

—Dáselo a Honey, por favor —le pide—. Y dile que lo siento.

Hacemos el equipaje. Subimos al coche. Nos vamos.

T
RAICIÓN

Yo lo consideré homicidio. No importaba que nadie le hubiera puesto la mano encima, que nadie le disparara un tiro ni le asestara una puñalada en el pecho, que nadie lo atropellara con un coche. Aunque las únicas armas de sus asesinos hubieran sido palabras, la violencia que ejercieron contra él no fue menos contundente que un martillazo en la cabeza. Harry no era ningún muchacho. Había sufrido dos trombosis coronarias en los últimos tres años, tenía la tensión alta y las arterias en un estado de colapso inminente. ¿Cuánta tortura puede soportar un organismo en esas condiciones? No mucha, en mi opinión. No; desde luego, no mucha.

Sólo había un testigo de la atrocidad, pero aunque Rufus oyó hasta la última palabra, sólo entendió una ínfima parte de lo que pasaba. Y eso porque Harry no se había molestado en contarle la operación que estaba tramando con Gordon Dryer, de manera que cuando Dryer se presentó en la librería con Myron Trumbell a primera hora de aquella tarde, Rufus los tomó por otros libreros. Los condujo a la primera planta, al despacho, y como al abrir la puerta vio que Harry se ponía muy tenso, tan nervioso que no parecía él, estrechando exageradamente la mano de sus visitantes como si le hubieran dado cuerda, Rufus empezó a alarmarse. En vez de volver abajo, a su puesto frente a la caja, decidió quedarse donde estaba y escuchar la conversación poniendo la oreja contra la puerta.

Jugaron con Harry durante unos minutos antes de estrechar el cerco y sacar los puñales, debilitándolo para matarlo mejor. Saludos amistosos por doquier, comentarios despreocupados sobre el tiempo, cumplidos empalagosos acerca del gusto de Harry a la hora de amueblar el despacho, admirativas observaciones sobre la cuidada selección de ediciones príncipe colocadas en los estantes. Pese a toda la agradable palabrería, Harry debía de estar confuso. Metropolis no había terminado la falsificación, y sin un manuscrito completo que enseñar a Trumbell, no comprendía a qué había ido Gordon.

—Como siempre, me alegro de verlo —le dijo—, pero no me gustaría que el señor Trumbell se llevara un chasco. El manuscrito está guardado en una cámara acorazada del Citibank, en la calle Cincuenta y Tres de Manhattan. Si me hubiera llamado antes, se lo habría traído. Pero a menos que me equivoque, no debíamos reunirnos hasta el lunes que viene por la tarde.

—¿En una cámara acorazada? —inquirió Gordon—. Así que ahí es donde ha ocultado mi hallazgo. No lo sabía.

—Creí que se lo había dicho —prosiguió Harry, improvisando a medida que se desarrollaba la conversación, aún incapaz de comprender lo que Gordon había ido a hacer allí con Trumbell cuatro días antes de la fecha de su reunión.

—Lo estoy pensando mejor —anunció Trumbell.

—Sí —terció Gordon, interviniendo antes de que Harry tuviera tiempo de replicar—. Mire, señor Brightman, una transacción como ésta no puede tomarse a la ligera. Sobre todo cuando hay tanto dinero de por medio.

—Soy consciente de ello —aseguró Harry—. Por eso es por lo que hicimos que aquellos expertos examinaran la primera página. No uno solo, sino dos.

—Dos, no —corrigió Trumbell—. Tres.

—¿Tres?

—Tres —confirmó Gordon—. Todas las precauciones Son pocas, ¿no le parece? Myron lo llevó también a un conservador de la Biblioteca Morgan. Una de las personalidades más destacadas en ese ámbito. Nos ha dado su veredicto esta mañana, y está convencido de que se trata de una falsificación.

-Bueno —tartamudeó Harry—, dos de tres no está mal. ¿Por qué dar a esa opinión más crédito que a las otras dos?

-Ese experto fue muy convincente —dijo Trumbell—. Si voy a comprar ese manuscrito, no puede caber la menor duda. Ni la mas mínima.

—Lo entiendo —repuso Harry, tratando de eludir la trampa que le habían tendido, pero sin duda empezando a desmoralizarse, trasluciendo ya un desánimo profundo—. Sólo quiero que sepa que he obrado de buena fe, señor Trumbell. Gordon encontró el manuscrito en la buhardilla de su abuela y me lo trajo aquí. Hicimos que lo examinaran y nos dijeron que era auténtico. Usted manifestó interés por comprado. Si ha cambiado de opinión, sólo puedo decir que lo siento. Podemos cancelar el trato ahora mismo.

-Te olvidas de los diez mil dólares que te dio Myron —apostilló Gordon.

-No se me olvida —contestó Harry—. Le devolveré el dinero y quedaremos en paz.

—No creo que vaya a ser tan sencillo, señor Brightman —replicó Trumbell—. ¿O debería llamarle señor
Dunkel
? Gordon me ha contado un montón de cosas sobre ti, Harry. Chicago. Alec Smith. Una veintena de cuadros falsificados. La cárcel. Una nueva identidad. Eres un farsante de marca mayor, Harry, y con unos antecedentes como los tuyos, prefiero que te quedes con esos diez mil dólares. Así podré presentar una denuncia. Pensabas estafarme, ¿verdad? No me gusta que la gente trate de birlarme el dinero. Me saca de quicio.

—¿Quién es este individuo, Gordon? —quiso saber Harry, con la voz súbitamente temblorosa, fuera de control.

—Myron Trumbell —contestó Gordon—. Mi benefactor. Mi amigo. El hombre que amo.

—Así que es él —dijo Harry—. Nunca ha existido otro.

—Éste es el único —confirmó Gordon—. Siempre lo ha sido.

—Nathan tenía razón —se lamentó Harry—. Nathan acertó desde el principio. Maldita sea, ¿por qué no le hice caso?

—¿Quién es Nathan? —preguntó Gordon.

—Un conocido mío —contestó Harry—. No importa. Uno que conozca. Un adivino.

—Nunca escuchas un buen consejo, ¿verdad, Harry? —dijo Gordon—. Siempre tan avaricioso, joder. Tan pagado de sí mismo, el muy cabrón.

Ahí fue donde Harry empezó a desmoronarse. La crueldad en la voz de Gordon era imposible de soportar, y ya no podía fingir que estaba hablando de negocios, discutiendo los pormenores de un trato que había acabado mal. Aquello era amor que acababa mal, decepción a una escala que no había conocido jamás, y el dolor fue tal que destruyó toda su capacidad de resistir la acometida.

—¿Por qué, Gordon? —inquirió—. ¿Por qué me haces esto?

—Porque te odio —proclamó su ex amante—. ¿Es que todavía no te has dado cuenta?

—No, Gordon. Tú me quieres. Siempre me has querido.

—Todo lo tuyo me da asco, Harry. Tu mal aliento. Tus venas varicosas. Tu pelo teñido. Tus chistes malos. Tu vientre fofo. Tus rodillas nudosas. Tu picha insignificante. Todo. Cualquier parte de tu cuerpo me da ganas de vomitar.

—Entonces, ¿por qué has vuelto a mí después de tantos años? ¿No podías haberme dejado en paz?

—¿Con todo lo que me hiciste? Pero ¿estás loco? Destrozaste mi vida, Harry. Ahora me toca a mí destrozar la tuya.

—Me abandonaste, Gordon. Me traicionaste.

—Piénsalo bien, Harry. ¿Quién me entregó a la policía? ¿Quién consiguió una reducción de pena a cambio de denunciarme?

—Así que ahora tú me entregas a la poli. Un error no se remedia con otro, Gordon. Al menos estás vivo. Y eres lo bastante joven como para esperar algo de la vida. Si me vuelves a mandar a la cárcel, estoy acabado. Soy hombre muerto.

—No queremos matarte, Harry —anunció Trumbell, volviendo a intervenir de pronto en la conversación—. Queremos hacer un trato contigo.

—¿Un trato? ¿Qué clase de trato?

—No estamos buscando un desquite. Sólo queremos hacer justicia. Gordon ha sufrido por tu causa, y creemos que ahora se merece cierta compensación. Al fin y al cabo, lo justo es lo justo. Si te avienes a colaborar, no diremos una palabra a la policía.

—Pero si tú eres rico. Gordon tiene todo el dinero que pueda necesitar.

—Algunos miembros de mi familia son ricos. Lamentablemente, no soy uno de ellos.

—Yo no tengo dinero. Me las puedo arreglar para conseguir los diez mil que te debo, pero nada más.

—Puede que andes escaso de efectivo, pero nos conformaríamos con los otros bienes que posees.

—¿Los otros bienes? ¿A qué te refieres?

—Mira tu alrededor. ¿Qué es lo que ves?

—No. No podéis hacer eso. Me estás tomando el pelo.

—Yo veo libros, Harry, ¿tú no? Veo centenares de libros. Y no libros simplemente, sino ediciones originales, y hasta firmadas por el autor. Por no hablar de lo que tienes guardado en los cajones y vitrinas de ahí abajo. Manuscritos. Cartas. Autógrafos. Si nos entregas lo que contiene esta habitación, consideraremos que estamos en paz.

—Me dejaréis limpio. En la ruina.

—Me parece que no tienes otra alternativa, señor Dunkel-Brightman. ¿Qué prefieres: que te detengan acusado de fraude, o una vida tranquila y apacible como dueño de una librería de lance? Piénsalo detenidamente. Gordon y yo volveremos mañana con una furgoneta grande y una cuadrilla de embaladores. No tardaremos más de un par de horas, y luego te habrás librado de nosotros para siempre. Si tratas de impedirlo, no tendré más que coger el teléfono y llamar a la policía. Tú decides, Harry. Vivir o morir. Vaciar una habitación… o una segunda temporadita en la cárcel. Aunque mañana no nos des los libros, acabarás perdiéndolos de todas formas. Lo entiendes, ¿no? Sé sensato, Harry. No te resistas. Si cedes por las buenas, harás un favor a todo el mundo, empezando por ti mismo. Vendremos entre las once y las doce. Ojalá pudiera ser más preciso, pero no es fácil hacer previsiones tal como está el tráfico últimamente.
A demain
, Harry. Y gracias.

La puerta se abrió entonces, y mientras Dryer y Trumbell salían apartándolo de un empujón, Rufus miró al interior del despacho y vio a Harry sentado al escritorio con la cabeza entre las manos, sollozando como un niño. Con que Harry se hubiera tranquilizado un poco para pensar un momento en lo que acababa de pasar, habría comprendido que la acusación de Dryer y Trumbell carecía de todo fundamento, que la amenaza de entregarlo a la policía no era más que un farol ridículo y mal urdido. ¿Cómo podían demostrar que Harry había intentado venderles a sabiendas un manuscrito falso sin implicarse ellos mismos? Al confesar su conocimiento de la falsificación, se habrían visto obligados a entregar al falsificador a la policía, y ¿qué posibilidades había de que Ian Metropolis admitiera su participación en el engaño? Suponiendo que existiera alguien llamado Ian Metropolis, desde luego, lo que me parecía bastante improbable. Lo mismo con los tres supuestos expertos que habían examinado su obra. Me daba la impresión de que Dryer y Trumbell habían falsificado ellos mismos la página de Hawthorne, y con una víctima tan crédula como Harry, ¿qué les habría costado convencerlo de que tenía ante los ojos la caligrafía de un maestro de la falsificación? Harry me dijo que había visto a Metropolis cuando estábamos en Vermont, pero ¿cómo podía saber que aquel hombre era quien decía ser? La carta de Dickens no tenía la menor importancia. Ya fuera auténtica o falsa, no tenía nada que ver con el asunto. De principio a fin, la trama para machacar a Harry sólo la habían llevado a cabo dos hombres, con la breve aparición de un tercero que se hacía pasar por otro. Dos granujas no muy listos y su anónimo compinche. Un trío de cabrones.

Pero Harry no pensaba con claridad aquel día. ¿Cómo podía pensar cuando su cabeza no era más que una herida abierta, una hendidura por donde supuraba un revoltijo de materia gris, neuronas reventadas e impulsos eléctricos cortocircuitados? ¿Dónde estaba la razón cuando el ser adorado acababa de insultarlo con una letanía de monstruosas invectivas, partiéndole el desventurado corazón con los hachazos de su desprecio? ¿Cómo podía hablarse de equilibrio mental cuando ese mismo hombre y su nueva pareja le declaran su intención de robarle todo lo que posee y él no puede hacer nada para impedirlo? ¿Quién podría criticar a Harry por falta de recursos para ver las cosas con cierta perspectiva? ¿Se le podría reprochar que hubiera caído en un estado de terror puro, de pánico animal?

BOOK: Brooklyn Follies
13.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Caine Black Knife by Matthew Woodring Stover
Futures Near and Far by Dave Smeds
We Five by Mark Dunn
Dead Life by Schleicher, D Harrison
Candy by Kevin Brooks
Bad Blood by Mark Sennen
Pretty Little Dead Girls by Mercedes M. Yardley
Pirates by Miller, Linda Lael
Provider's Son by Lee Stringer