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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (2 page)

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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Me di la vuelta al mismo tiempo que introducía la mano en el bolsillo para ocultar el ligero temblor. En aquel momento solté un suspiro que formó una tenue nube de vaho y me arrebujé el abrigo. Hacía un buen rato que había pasado el tren y detrás de la cortina apenas se oía ningún ruido salvo el golpeteo de uno de los toldos azules. El instinto me decía que Kisten no había muerto en aquella habitación. Tenía que adentrarme aún más.

Ford no dijo nada cuando me aventuré a ciegas en el lóbrego y estrecho pasillo, a pesar de que, mientras mis pupilas se adaptaban, no logré ver nada. El corazón empezó a latirme con fuerza cuando pasé junto al minúsculo cuarto de baño en el que me había estado probando las afiladas fundas de colmillos que Kisten me regaló por mi cumpleaños, y aminoré el paso escuchando mi cuerpo y dándome cuenta de que estaba frotándome las yemas de los dedos mientras ardían.

Entonces sentí un cosquilleo en la piel y me detuve, mirándome fijamente los pies y reconociendo el recuerdo de sentir aquella alfombra bajo ellos, calientes por la fricción. Contuve la respiración y afloró un nuevo recuerdo, fruto de una sensación que hacía tiempo que se había desvanecido.
Terror, indefensión. Alguien me arrastró por este pasillo
.

Una punzada del pánico que había sentido intentó abrirse paso, y la sofoqué, obligándome a soltar poco a poco todo el aire de los pulmones. Las marcas que había dejado habían desaparecido de la moqueta después de que la AFI hubiera pasado la aspiradora en busca de pruebas, y también de mi memoria por culpa de un hechizo. El único que había recordado era mi cuerpo y, a partir de aquel momento, también yo.

Ford se mantuvo detrás de mí sin decir nada. Era consciente de que algo se estaba abriendo paso a través de mi mente. Delante tenía la puerta de mi dormitorio, y el miedo se hizo aún más intenso. Allí era donde había sucedido todo. El lugar donde había yacido el cuerpo de Kisten, brutalmente desgarrado, desplomado sobre la cama, con los ojos plateados y verdaderamente muerto. ¿
Qué pasará si acabo recordándolo todo y me derrumbo, aquí mismo, delante de Ford
?

—Rachel.

Sorprendida, di un respingo, y Ford se estremeció.

—Hay otras formas de hacerlo —insistió—. La meditación no funcionó, pero es posible que consigamos algo con la hipnosis. Resulta menos estresante.

Sacudiendo la cabeza, me adelanté y extendí la mano para agarrar el picaporte del dormitorio de Kisten. Aquellos dedos, pálidos y fríos, se parecían a los míos, pero no lo eran.

La hipnosis proporcionaba una falsa calma que aplazaría la sensación de pánico hasta el momento en que me encontrara sola, en mitad de la noche.

—Estoy bien —declaré justo antes de empujar la puerta. Después inspiré profundamente y entré.

La extensa estancia estaba fría, y las amplias ventanas que dejaban pasar la luz apenas impedían que penetrara el frío. Con el brazo rodeándome con fuerza la cintura, miré hacia el lugar en el que habían inmovilizado a Kisten contra la cama.
Kisten
. No había nada. Al pensar en lo mucho que lo echaba de menos, sentí una punzada en el corazón. Detrás de mí, Ford comenzó a respirar de forma irregular, intentando no dejarse llevar por las emociones.

Alguien había limpiado la alfombra sobre la que Kisten murió por segunda y última vez. La verdad es que no se había derramado mucha sangre. El polvo que se utilizaba para la detección de huellas había desaparecido, pero las únicas que habían encontrado eran las mías, las de Ivy y las de Kisten, esparcidas como si fueran postes indicadores. No habían descubierto ninguna del asesino, ni siquiera en el cuerpo de Kisten. Lo más probable era que la SI hubiera limpiado el cadáver en algún momento entre mi precipitada marcha en busca del vampiro y mi apabullante regreso con la AFI, cuando ya lo había olvidado todo.

La SI no quería que se resolviera el crimen, una gentileza hacia quienquiera que recibiera la sangre de Kisten como muestra de agradecimiento. Aparentemente, las tradiciones del Inframundo estaban por encima de las leyes de la sociedad. La misma gente para la que había estado trabajando tiempo atrás estaba intentando encubrirlo, y aquello me sacaba de quicio.

Mi mente se debatía entre la cólera y una debilitante desazón. Ford respiraba con dificultad, y yo intenté relajarme, aunque solo fuera por él. Parpadeando para contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse, me quedé mirando el cielo, inspirando el frío y silencioso aire y contando hacia atrás desde diez, poniendo en práctica el inútil ejercicio que me había enseñado Ford para alcanzar un ligero estado de meditación.

Al menos Kisten se había librado de que le extrajeran toda la sangre de su cuerpo solo para satisfacer el deseo de alguien. Había muerto dos veces en poco tiempo y, probablemente, en ambos casos intentando protegerme del vampiro al que había sido entregado. La autopsia no había aportado nada. Lo que quiera que lo hubiera matado la primera vez había sido reparado por el virus vampírico antes de que falleciera de nuevo. Y si era cierto lo que yo le había contado a Jenks antes de perder la memoria, la segunda vez había muerto tras morder a su atacante, mezclando su sangre de no muerto con intención de acabar con la vida de ambos. Por desgracia, Kisten llevaba muy poco tiempo muerto, y es posible que solo consiguiera herir a su agresor, mucho mayor que él. No había forma de saberlo.

Mentalmente llegué al cero y, más calmada, me acerqué al tocador. Sobre él había una caja de cartón, y el dolor casi me parte en dos cuando la reconocí.

—¡Oh, Dios! —susurré. Saqué la mano y la cerré con fuerza antes de que mis dedos se desenrollaran y la tocaran. Era el picardías de encaje que me había regalado Kisten por mi cumpleaños. Había olvidado que estaba allí.

—Lo siento —dijo Ford con voz áspera. Me volví y, con la mirada borrosa por las lágrimas, vi que se derrumbaba sobre el marco de la puerta.

Entonces entrecerré los ojos para dejar escapar las lágrimas y contuve la respiración. Tenía la sensación de que el corazón fuera a salírseme del pecho y, tras inspirar con dificultad, volví a retener el aire. Tenía que recobrar el control sobre mí misma. Estaba haciendo sufrir a Ford. Estaba sintiendo todo lo que yo sentía, y le debía mucho. Ford era la razón por la que no me habían metido en la cárcel por cuestionar a la AFI a pesar de que trabajaba para ellos ocasionalmente. Era un humano, pero la maldición que le permitía sentir las emociones de los demás era mucho más fiable que la prueba del polígrafo o que cualquier hechizo de la verdad. Sabía que había estado muy enamorada de Kisten y estaba aterrorizado por lo que había sucedido allí.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté cuando su respiración se estabilizó.

—Sí, ¿y tú? —respondió él con voz queda.

—De maravilla —afirmé agarrando con fuerza la parte superior del tocador—. Lo siento. No pensé que fuera a resultar tan difícil.

—Sabía a lo que me exponía cuando accedí a traerte —dijo él enjugándose una lágrima que yo ya no tendría que derramar—. Estoy dispuesto a cargar con todo lo que necesites soltar, Rachel.

Le di la espalda sintiéndome culpable. Ford se quedó donde estaba, pues la distancia le ayudaba a sobrellevar la carga. Nunca tocaba a nadie salvo de forma accidental. Tenía que ser un asco vivir de esa manera. Sin embargo, cuando hice amago de alejarme del tocador y retiré los dedos de debajo del tablero, sentí una levísima resistencia.
Está pegajoso
. Entonces me olisqueé las yemas y percibí un suave olor a propergol.

Se trataba de una sustancia pegajosa. Alguien había estado utilizando seda de araña y la había extendido en la parte inferior del tablero del tocador. ¿Yo? ¿El asesino de Kisten? La seda de araña solo funcionaba con las hadas y los pixies. Para los demás, solo resultaba algo molesto. Jenks me había suplicado que le dejara quedarse allí con la excusa de que hacía mucho frío y, aunque era cierto, tal vez me estaba ocultando algo.

El dolor y la pena disminuyeron por la distracción, me arrodillé y revolví en el interior de mi bolso para sacar una linterna con forma de bolígrafo e iluminé la parte inferior del borde del tocador. Habría apostado cualquier cosa a que no habían limpiado esa parte. Ford se me acercó, apagué la luz y me puse en pie. No quería la justicia de la AFI. Quería mi propia justicia. Ivy y yo volveríamos más tarde para llevar a cabo nuestro reconocimiento. Y analizaríamos el techo buscando restos de hidrocarburos, además de torturar a Jenks hasta que averiguáramos cuánto tiempo había pasado conmigo aquella noche.

La desaprobación de Ford era palpable, y sabía que, si lo miraba, descubriría que su amuleto había adquirido un color rojo brillante debido a mi enfado. Pero no me importaba. Estaba enfadada, y mejor eso que venirme abajo. Con un nuevo propósito en mente, observé el resto de la habitación. Ford había visto lo desordenado que estaba todo. La AFI reabriría el caso si encontraba una buena huella, una mejor que la que acababa de dejar, claro está. Aquella podía ser la última vez que me permitieran entrar allí.

Apoyando la espalda contra el tocador, cerré los ojos y crucé los brazos intentando recordar. Nada. Necesitaba algo más.

—¿Dónde está el instrumental? —pregunté aterrorizada, pero al mismo tiempo ansiosa por descubrir lo que se ocultaba en el fondo de mi mente, dispuesto a aflorar.

Entonces escuché el sonido del plástico al deslizarse y Ford me entregó a regañadientes un paquete de bolsas para almacenar pruebas y un montón de fotos.

—Rachel, si hubiera una huella fiable, deberíamos marcharnos.

—La AFI ha tenido cinco meses para examinar el lugar —respondí nerviosa, agarrando el material que me entregaba—. Ahora me toca a mí. Además, me importa una mierda alterar las pruebas. Por aquí han pasado todos y cada uno de los miembros del departamento. Si hay alguna huella, lo más probable es que sea suya.

Él suspiró mientras me dirigía hacia el tocador y preparaba las bolsas de plástico, con la huella hacia abajo. Primero tomé las fotos, y levanté la vista hacia el reflejo de la habitación detrás de mí.

Coloqué al final la foto de la huella de sangre que habían encontrado sobre la ventana de la cocina, y ordené el montón con varios golpecitos profesionales. No saqué nada en claro de la huella salvo la sensación de que no era ni mía ni de Kisten.

Gracias a Dios, la foto de Kisten no estaba, y crucé la habitación con una instantánea de una abolladura en la pared. Ford observó en silencio cómo tocaba el panel y, por la ausencia de dolor fantasma, decidió que no la había hecho yo. Allí había habido otra pelea además de la mía. Y probablemente se había desarrollado por encima de mí.

Deslicé la foto detrás del montón y, justo debajo, descubrí un primer plano de la huella de un zapato tomada bajo el borde de las ventanas. La cabeza empezó a dolerme y, consciente de que se trataba de una advertencia, supe que había algo que acechaba mis pensamientos. Con la mandíbula apretada, me obligué a dirigirme hacia la ventana, donde me arrodillé para pasar la mano por la suave moqueta en un intento de suscitar un recuerdo a pesar del terror que me producía la idea. La huella se correspondía con un zapato de vestir de caballero, de manera que no podía pertenecer a Kisten. Demasiado vulgar para su gusto. En su armario solo tenía prendas que siguieran la última moda. ¿
Se trataba de un zapato negro o quizás marrón
?, me pregunté a mí misma, deseando que aquello despertara algún recuerdo.

Nada. Frustrada, cerré los ojos. En mi mente, el olor a incienso vampírico se mezcló con el desconocido aroma de una loción para después del afeitado. Me invadió un ligero temblor y, sin importarme lo que pudiera pensar Ford, apoyé la cara sobre la moqueta para inspirar el olor de las fibras.
Algo… cualquier cosa… por favor

Con el pánico revoloteando en los límites de mi mente, intenté inspirar profundamente, ignorando mi postura con el culo en pompa, mientras en mi cerebro se activaban una serie de primitivos interruptores que me ayudaban a identificar los olores.
Sombras almizcladas que nunca han visto el sol. El empalagoso olor a agua descompuesta. Tierra. Seda. Polvo quemado por la llama de una vela
. Todos ellos, en conjunto, se correspondían con el característico olor de los no muertos. Si hubiera sido una vampiresa, habría sido capaz de encontrar al asesino de Kisten solo por el olor, pero era una bruja.

Tensa, inspiré de nuevo para escarbar en mis pensamientos, sin encontrar nada. Lentamente la sensación de pánico decreció y el dolor de cabeza se batió en retirada. A continuación espiré aliviada. Me había equivocado. Allí no había nada. Era solo una moqueta, y mi mente se había estado inventando olores mientras intentaba satisfacer mi necesidad de respuestas.

—Nada —murmuré a ras de la alfombra, inhalando una última vez antes de sentarme.

Una oleada de terror me invadió cuando percibí el olor a vampiro. Anonadada, me puse en pie como pude, sin apartar la vista de la moqueta como si me hubiera traicionado.
Maldición
.

Con el rostro cubierto de un sudor frío, me di la vuelta y me recoloqué el abrigo.
Ivy. Le pediré que venga y olfatee la moqueta
, pensé, e inmediatamente después casi suelto una carcajada. Reprimiéndola con un grito ahogado, fingí que me ponía a toser, y pasé a la siguiente foto con los dedos fríos.

¡
Oh
!
Mejor todavía
, me dije a mí misma con sarcasmo. Marcas de arañazos en los paneles. La respiración se me aceleró y rápidamente dirigí la mirada hacia la pared que había junto al pequeño armario mientras empezaba a sentir un dolor punzante en las yemas de los dedos. Casi sin aliento, me quedé mirándola fijamente, negándome a comprobar si la distancia entre las marcas se correspondía con el tamaño de mi mano, y sintiéndome asustada ante la posibilidad de rememorar algo a pesar de que era lo que andaba buscando. No recordaba haber dejado aquellas marcas en la pared, pero era evidente que mi cuerpo sí.

Había visto el miedo anteriormente. Había presenciado el claro y deslumbrante miedo cuando, de repente, la muerte viene a tu encuentro y no puedes hacer otra cosa que reaccionar. Conocía la nauseabunda mezcla de terror y esperanza cuando la muerte se acerca despacio y luchas con todas tus fuerzas por encontrar la manera de escapar. Había crecido con un miedo remoto, el tipo de miedo que te acecha desde la distancia, con la muerte merodeando en el horizonte, tan inevitable e inexorable que pierde su poder. Pero aquella sensación categórica de pánico, sin ninguna razón aparente, era nueva para mí, y no conseguía parar de temblar mientras buscaba la forma de hacerle frente.
Tal vez pueda ignorarlo. A Ivy le funciona
.

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