Las puertas se cerraron truncando las protestas de la doctora. Me agarré con fuerza a la pared cuando el ascensor empezó a elevarse y luego me obligué a soltarme. ¡
Maldita sea
!
No puedo vomitar ahora
.
—¿Quién te ha dado permiso para coger mi coche? —pregunté de nuevo, alzando la voz, como si así pudiera contener el mareo.
Las alas de Jenks empezaron a zumbar nerviosamente e Ivy se ruborizó.
—¿Cómo se suponía que debía venir a recogerte? ¿En bicicleta? —farfulló—. Lo había aparcado en una zona permitida. Podía dejarlo treinta minutos.
—¡La grúa se está llevando mi coche! —grité de nuevo, señalando con el dedo hacia el exterior.
Ella se encogió de hombros.
—Yo me encargaré de recogerlo y pagar la fianza.
—¿Y cómo se supone que nos vamos a ir ahora? —le grité. No me gustaba la sensación de indefensión e Ivy sacó el móvil de un delgado bolsillo de su cinturón. ¡Dios! Era del tamaño de una tarjeta de crédito.
—Llamaré a Kist… —Su voz se truncó y yo me quedé mirando su rostro, repentinamente desencajado—. Quiero decir, Erica —se corrigió quedamente—. Trabaja cerca de aquí.
¡
Que te den
! Mareada y con el corazón roto, me apoyé con fuerza en la esquina del ascensor intentando recobrar el equilibrio.
Jenks aterrizó en mi hombro.
—Relájate, Rachel —dijo Jenks mirando de reojo a Ivy, que estaba encorvada por el dolor, escribiendo un mensaje de texto a la misma velocidad que si se hubiera tratado de un teclado convencional—. No es culpa de Ivy. Esa doctora es una arpía. Sabían que intentarías escapar.
Con las manos extendidas, me apoyé en las dos paredes que me rodeaban. Me sentía como si estuviéramos atravesando miles de alfileres de hielo mientras el mundo me golpeaba con crudeza al carecer de la protección de un aura completa. No me encontraba en condiciones de hacer nada, y la doctora Mape habría resultado ser una estúpida si no se hubiera esperado algo así. En mi expediente constaban numerosas fugas. Mi madre me sacaba a escondidas de los hospitales continuamente.
—¿Adónde vamos? —acerté a decir obligándome a mantener los ojos abiertos a pesar de que se movían por cuenta propia, como si hubiera pasado demasiado tiempo en un tiovivo.
—A la terraza.
Miré a Ivy de arriba abajo y me incliné para pulsar el botón del tercer piso.
—En la tercera planta hay una pasarela que conduce al ala infantil. Saldremos por allí —farfullé justo antes de cerrar los ojos. Solo por un momento. El silencio de Ivy y Jenks me obligó a abrirlos de nuevo.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué sentido tiene que nos tiremos por el conducto de la ropa sucia hasta el sótano si puedo pasear tranquilamente en una silla de ruedas?
Ivy se revolvió inquieta.
—¿Te sentarás? —preguntó.
Mientras no me caiga, ni lo sueñes
.
—Sí —respondí aceptando el brazo de Ivy cuando el ascensor se detuvo y el mundo volvió a la normalidad como por arte de magia.
—Allí hay una silla —dijo.
Las puertas se abrieron con una campanada y Jenks salió disparado regresando de improviso antes de que hubiéramos avanzado tres pasos.
Me apoyé en la pared junto a una planta de plástico mientras Ivy me sujetaba con una mano para que no me cayera y con la otra tiraba de la silla con tal fuerza que casi la vuelca. Los resortes se colocaron en su sitio por la repentina sacudida al haberla detenido de golpe.
—Siéntate —me ordenó, y yo obedecí agradecida. Tenía que irme a casa. Todo iría mucho mejor si conseguía llegar a casa.
Ivy se puso en marcha aprovechando que el vestíbulo estaba vacío; y avanzamos a toda velocidad por el pasillo. El mareo me golpeó por todos los flancos, surgiendo de las esquinas en las que las paredes se juntaban con el suelo, persiguiéndome mientras Ivy avanzaba a toda prisa.
—Más despacio —susurré. Pero no se detuvo hasta que se dio cuenta de que yo había dejado la cabeza colgando. O eso o los gritos de Jenks:
—¿Qué demonios estás haciendo?
Apreté los dientes esforzándome por no vomitar.
—Sacarla de aquí —le espetó ella desde algún lugar lejano.
—¡No puedes moverla tan deprisa! —vociferó cubriéndome de polvo, como si pudiera proporcionarme un aura falsa—. No va tan despacio porque sienta dolor, sino para no perder el aura. ¡Acabas de dejársela en el ascensor!
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ivy con un hilillo de voz. Entonces sentí el calor de una mano sobre mi hombro—. ¡Lo siento, Rachel! ¿Estás bien?
Me estaba recuperando a una velocidad asombrosa, y el mundo dejó de dar vueltas. Levantando la vista, guiñé los ojos hasta que conseguí enfocarla.
—Sí —respondí inspirando con cuidado—. Pero no corras tanto.
Mierda. ¿Cómo iba a resistir el viaje en coche?
Ivy tenía una expresión asustada y alargué el brazo para tocarle la mano, que seguía sobre mi hombro.
—Estoy bien —insistí arriesgándome una vez más a inspirar profundamente—. ¿Dónde estamos?
Ivy se puso en marcha de nuevo, pero esta vez a paso de tortuga. Jenks, que volaba junto a nosotras, asintió con la cabeza.
—En el ala infantil —susurró ella.
Impaciente, apreté con fuerza las rodillas mientras Ivy me empujaba por el pasillo. Habíamos dejado atrás el largo corredor que pasaba por encima de la entrada de ambulancias y, como bien había dicho Jenks, nos encontrábamos en el ala infantil. Una horrible sensación de temor y de familiaridad se apoderó de mí, haciendo que se me formara un nudo en la garganta.
El olor era diferente al del resto del hospital, pues se mezclaba con el aroma a polvo de talco y a ceras de colores. Las paredes estaban pintadas de un tono amarillo mucho más cálido, y las barandillas… en ese momento me quedé mirándolas mientras pasábamos junto a ellas. Además de la habitual, había otra algo más abajo, y su presencia me partió el corazón. La parte inferior estaba decorada con dibujos de cachorritos de perro y gatitos. Y también un arcoíris. Los niños no deberían enfermar. Pero lo hacían. De hecho, muchos morían allí, y no era justo.
Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas y Jenks se posó en mi hombro.
—¿Te encuentras bien?
¡
No es justo
! ¡
Maldita sea
!
—No —dije esforzándome por sonreír para que no le pidiera a Ivy que parara. Podía oír a los niños hablando en voz alta, con la intensidad propia de los pequeños cuando saben que les queda poco tiempo para hacerse oír.
Estábamos pasando por delante de la sala de juegos, con las cortinas de sus altas ventanas descorridas para que se viera la nieve, y las luces del techo encendidas haciendo que la estancia estuviera tan iluminada como si fuera mediodía. Era poco después de la medianoche, y solo los niños inframundandos estarían despiertos, la mayoría de ellos cenando en su habitación con al menos uno de sus padres, si no los dos. Si podían permitírselo, la mayoría de los padres visitaban a sus hijos en las horas de las comidas para comer con ellos y recrear así una parte de la convivencia familiar, y los niños, sin excepción, tenían demasiado corazón como para decirles que lo único que conseguían era que su hogar les pareciera aún más lejano.
Lentamente, avanzamos por delante de la iluminada habitación con sus ventanas negras por la oscuridad de la noche. No me sorprendió verla prácticamente vacía, salvo por un puñado de niños cuyos padres estaban demasiado lejos para pasarse a la hora de comer o tenían otras responsabilidades. Estaban solos y no paraban de hablar. Sonreí cuando nos vieron, pero me quedé estupefacta cuando uno de ellos gritó el nombre de mi amiga.
De inmediato, la mesa de la esquina del fondo se quedó vacía, y los miré asombrada cuando, antes de que pudiéramos darnos cuenta, nos encontramos rodeadas de niños con pijamas de colores vivos. Una de ellos arrastraba entusiasmada el soporte del suero y tres habían perdido el pelo por culpa de la quimioterapia, que seguía siendo legal después de la Revelación, a diferencia de otros biomedicamentos mucho más efectivos. La mayor de los tres, una niña delgaducha con la mandíbula apretada, se quedó atrás con una hastiada determinación. Llevaba un pañuelo rojo atado al cuello a juego con el pijama que le confería el aspecto de una encantadora chica mala.
—¡Ivy, Ivy, Ivy! —gritó de nuevo un niño de mejillas sonrosadas de unos seis años, que me pegó un susto de muerte cuando se lanzó a abrazarse a las piernas de Ivy con entusiasmo. Ivy se puso como un tomate y Jenks se echó a reír, despidiendo una lámina de polvo dorado.
—¿Has venido a comer con nosotros y a lanzarle guisantes al loro? —preguntó la niña con el suero, y yo me giré para ver mejor a Ivy.
—¡Un pixie, un pixie! —exclamó el niño aferrado a las piernas de Ivy, y Jenks salió disparado para escapar de su alcance.
—Eh…, voy a echar un vistazo a las enfermeras —dijo nerviosamente, elevándose hasta el techo. Entonces se escuchó un coro de quejas e Ivy se desembarazó del niño y se arrodilló haciendo que todos estuviéramos al mismo nivel.
—No, Daryl —dijo—. Estoy ayudando a mi amiga a salir de aquí para que se tome un helado, así que bajad la voz antes de que nos descubran.
De inmediato los gritos se convirtieron en risitas ahogadas. Uno de los niños sin pelo, el del pijama con dibujos de
cowboys
, echó una carrera hasta el final del pasillo y se asomó a la esquina. En ese momento nos hizo un gesto con los pulgares hacia arriba y todos suspiramos. Eran solo cinco, pero parecía que todos conocían a Ivy, y se arremolinaban a nuestro alrededor como lo que eran, niños.
—Es una bruja —dijo el niño de las mejillas sonrosadas, que había vuelto a aferrarse a las piernas de Ivy, alzando el tono de voz de un modo despótico. Tenía una mano en la cadera y estaba claro que se había autoproclamado rey del lugar—. No puede ser tu amiga. Las vampiresas y las brujas no se llevan bien.
—Tiene el aura de color negro —añadió la niña con el suero, mientras reculaba. Sus ojos eran saltones, pero, cuando observé su cuerpo, rellenito y saludable, supe que sobreviviría. Era una de esas pequeñas que llegaban y, tras pasar allí una temporada, se marchaban para no volver jamás. Debía de ser muy especial para que la hubieran admitido en la pandilla de los que… no iban a disfrutar de un final feliz.
—¿Eres una bruja negra? —preguntó la niña que había mantenido las distancias. Tenía unos enormes ojos marrones que contrastaban con su demacrado rostro, castigado por la medicación. No se apreciaba ni un atisbo de miedo en su mirada, pero no porque desconociera su realidad, sino porque sabía que se estaba muriendo y que yo no sería la causa. Sentí una gran pena por ella. Anticipaba lo que le esperaba, pero todavía no estaba preparada para marcharse. Otra cosa más de la que ocuparme.
Al escuchar la pregunta, Ivy se revolvió nerviosa.
—Rachel es mi amiga —dijo con sencillez—. ¿Crees que yo tendría amistad con una bruja negra?
—¡Quién sabe! —sentenció Daryl con altivez. En ese momento alguien le dio un pisotón que le hizo soltar un quejido—. ¡Pero si su aura es negra! —protestó—. Y tiene una marca demoníaca. ¿Lo ves?
Todos se retiraron asustados excepto la niña alta del pijama rojo; ella se limitó a quedarse delante de mí, mirándome la muñeca y, en lugar de esconderla como solía hacer cuando alguien la señalaba, giré la mano para que todos pudieran verla.
—Me la hice cuando un demonio intentó matarme. —Consciente de que la mayoría de ellos tenía que conseguir la sabiduría de toda una vida en unos pocos años y no tenía tiempo para fingir, a pesar de que el fingimiento era lo único que les quedaba—. Tuve que aceptar algo horrible para sobrevivir.
Los pequeños asintieron con los ojos muy abiertos, pero el reyezuelo alzó la barbilla y, con los brazos en jarras, me miró con una actitud terriblemente encantadora. Era como una versión regordeta y con mofletes de Jenks.
—Eso es malvado —declaró absolutamente convencido de que estaba en posesión de la verdad—. No deberías hacer nunca algo malvado. Si lo haces, te conviertes en una persona maléfica y vas al infierno. Me lo ha dicho mi madre.
Me sentí morir cuando la más pequeña, la del suero, se alejó aún más tirando de su amiga para que se apartara con ella.
—Lo siento —susurró Ivy poniéndose en pie y agarrando las empuñaduras de la silla de ruedas—. No pensé que fueran a acercársenos. No pueden entenderlo.
Pero el caso era que sí lo entendían. En sus ojos se leía la sabiduría del mundo. Lo entendían demasiado bien y, al percibir su miedo, sentí que el corazón se me volvía de color gris.
Ivy hizo amago de espantarlos con las manos y los niños rompieron el círculo. Todos menos la niña flacucha con el pijama rojo. Al ver mi amargura, extendió su minúscula y suave manita y, con el dedo meñique estirado, me cogió la muñeca con delicadeza. Acto seguido me la giró y comenzó a pasar el índice por el círculo y la línea.
—La amiga de Ivy no es mala por haber hecho algo para sobrevivir que le hace daño. Tú te tomas un veneno para matar las células malas que hay en ti, Daryl. Igual que yo. Te hace daño, te cansa y te da ganas de vomitar, pero si no lo hicieras, morirías. La amiga de Ivy aceptó una marca demoníaca para salvar su vida. Es lo mismo.
La expresión imperturbable de Daryl flaqueó y comenzó a avanzar hacia mí. No quería parecer cobarde o, peor aún, cruel. Entonces se asomó por encima de la silla de ruedas para verme la cicatriz y alzó la vista. En su pequeño rostro redondeado se dibujó una sonrisa de aceptación. Yo era una de ellos, y lo sabía. Entonces relajé la mandíbula y le devolví la sonrisa.
—Lo siento —dijo escalando para sentarse en mi regazo. La respiración se me aceleró por la sorpresa, pero mis manos rodearon su cuerpo con naturalidad para colocarlo de manera que no se cayera. Él, por su parte, dio un saltito y se acomodó, colocando su cabecita bajo mi barbilla y dibujando con el dedo las líneas de la cicatriz como si quisiera memorizarlas. Bajo el olor a jabón se percibía un lejano olor a verdes campos. Entonces parpadeé para no derramar las lágrimas que se agolpaban en mis ojos e Ivy me puso una mano en el hombro.
La sonrisa de la niña del pijama rojo era como la de Ceri, sabia y frágil.
—En tu interior no eres mala —dijo dándome golpecitos en la muñeca—, solo estás herida. Entonces puso una mano sobre el hombro de Daryl y, mirando al vacío, murmuró:— Todo se arreglará. No se debe perder la esperanza, siempre queda una posibilidad.