—Puedes irte al cuerno —dijo con los ojos calvados en Jenks y en la poción—. Ni que ahora te dedicases a la magia negra y fueses capaz de hacer una poción letal. Voy a entregarte ahora mismo.
Jenks hizo un ruidito de desacuerdo e inclinó el vial.
—¡Todavía no, Jenks! —le grité, abalanzándome sobre el otro asiento. Casi echada sobre el regazo de Francis, pasé el brazo derecho sobre su delgado cuello, apretando contra el reposacabezas para dejarlo clavado en el asiento con una llave. Sus dedos se aferraron a mi brazo, pero no podía hacer nada en el estrecho habitáculo. Su repentino sudor se mezclaba con el olor de su chaqueta de poliéster que rozaba con mi brazo y me resultaba aun más abominable que mi perfume.
—¡Idiota! —le susurré al oído, señalando a Jenks con los ojos—. ¿Tienes idea de lo que tiene ahí, balanceándose sobre tu entrepierna? ¿Te arriesgarías a que fuese algo irreversible?
Con la cara roja negó con la cabeza y me acerqué un poco más a pesar de clavarme la palanca de cambio en la cadera.
—No eres capaz de hacer una poción letal —dijo de nuevo pero con un tono más agudo del habitual.
—Venga, Rachel —se quejó desde el retrovisor Jenks—, déjame que lo hechice. Yo te voy diciendo cómo se conduce un coche con marchas manuales.
Los dedos que me arañaban el brazo se crisparon. Yo apreté más, usando el dolor como estímulo para retenerlo con más fuerza contra el asiento.
—¡Bicho! —exclamó Francis—. No eres más que… —Sus palabras se ahogaron en una tos cuando apreté el brazo.
—¿Bicho? —gritó Jenks irritado—. Y lo dices tú, que apestas a sudor. Mis pedos huelen mejor que tú. ¿Te crees mejor que yo? ¿Qué te crees, que cagas cucuruchos de helado? ¿A mí me llamas bicho? Rachel, déjamelo a mí.
—No —dije pacientemente, notando que mi desagrado por Francis crecía hasta la verdadera aversión—, estoy segura de que Francis y yo podemos llegar a un acuerdo. Lo único que quiero es que nos lleves hasta la casa de Trent a esa entrevista. Francis no se meterá en líos. El es la víctima, ¿no? —Sonreí forzadamente hacia Jenks, preguntándome si podría evitar que hechizase a Francis después de los insultos—. Y no va a ser necesario que lo hechices, ¿me oyes, Jenks? No se mata al burro después de que are el campo, puede que lo necesites para la próxima primavera.
Me incliné hacia Francis y le susurré al oído:
—¿Verdad, cielo?
Él asintió cuanto le fue posible y lentamente lo solté. Tenía los ojos fijos en Jenks.
—Si tocas a mi socio —le dije— el vial acabará sobre ti. Si conduces demasiado rápido lo derramará encima de ti. Si llamas demasiado la atención…
—Te lo tiro encima —me interrumpió Jenks, con tono jovial, para continuar con aire colérico—: Si me vuelves a cabrear, te dejo bien hechizado. —Soltó una carcajada maléfica—. ¿Lo pillas, Francine?
Francis bizqueó, recolocándose en su asiento y llevándose la mano al cuello de su camisa blanca antes de remangarse la chaqueta hasta los codos y poner las manos sobre el volante. Di gracias al cielo porque Francis hubiese dejado en casa su camisa hawaiana para la entrevista con Trent Kalamack.
Con el rostro tenso, metió la llave en el contacto y arrancó el coche. La música sonó fuerte y di un respingo. El modo huraño con el que Francis giró el volante y cambió de marcha dejaba claro que se había rendido. Nos seguiría el juego hasta que encontrase la forma de librarse. No me importaba. Lo único que necesitaba era salir de la ciudad, una vez lo lográsemos, sería la hora de la siesta para Francis.
—No saldrás impune de esto —dijo, como en el guión de una película mala. Mostró su pase de aparcamiento en la barrera automática y salió a la calle bajo la brillante luz de media mañana y el tráfico habitual de esa hora con la canción
Boys of Summer
de Don Henley a todo volumen. Si no hubiese estado tan tensa quizá incluso lo habría disfrutado.
—¿No te podías echar más perfume de ese, Rachel? —dijo Francis arrugando su delgada nariz—. ¿O te lo pones solo para ocultar el pestazo de tu bicho mascota?
—¡Hazlo callar o lo hago yo! —gritó Jenks.
Noté una tensión en los hombros. Esto era ridículo.
—Puedes echarle tus polvos pixie si quieres, Jenks —le dije, bajando la música—. Pero no derrames ni una gota de la poción.
Jenks sonrió y voló por encima de Francis dejando caer sus polvos pixie. Francis no lo veía pero era perfectamente visible desde mi ángulo al reflejar el sol. Enseguida empezó a picarle detrás de la oreja.
—¿Cuánto tarda? —le pregunté a Jenks.
—Unos veinte minutos.
Jenks tenía razón. Para cuando dejamos atrás la sombra de los edificios más altos, atravesamos los suburbios y nos adentramos en el campo, Francis empezó a atar cabos. No podía quedarse quieto. Sus comentarios se hicieron cada vez más desagradables y se rascaba con mayor intensidad, hasta que saqué la cinta americana del bolso y lo amenacé con taparle la boca. Le habían salido verdugones rojos allí donde la ropa le rozaba la piel. Rezumaban un líquido transparente y tenía toda la pinta de haberse rozado con hiedra venenosa. Cuando ya estábamos en medio del campo, se rascaba tanto que le costaba mantener el coche en la carretera. Lo había estado observando con atención y meter las marchas no parecía tan difícil.
—¡Tú, bicho! —gruñó Francis—. Me hiciste lo mismo el sábado, ¿verdad?
—¡Voy a hechizarlo! —dijo Jenks con voz tan aguda que me rechinaron los oídos.
Cansada de todo el jaleo, me volví hacia Francis.
—Está bien, cielo, para el coche.
Francis parpadeó atónito.
—¿Cómo?
Qué idiota
, pensé.
—¿Cuánto tiempo crees que voy a poder evitar que Jenks te hechice si sigues insultándolo? Para. —Francis miró nervioso a la carretera y a mí. No habíamos visto ningún coche en los últimos ocho kilómetros—. He dicho que pares —le grité y se apartó hacia el polvoriento arcén despidiendo una lluvia de gravilla. Paré el motor y saqué las llaves del contacto. El coche se detuvo con un salto y me golpeé la cabeza con el espejo retrovisor.
—Fuera —dije desbloqueando las puertas.
—¿Qué, aquí? —Francis era un chico de ciudad. Seguramente pensó que le obligaría a volver andando. La idea era tentadora, pero no podía correr el riesgo de que lo recogiese alguien o que llegase hasta un teléfono. Se bajó del coche con inesperada rapidez. Entendí por qué cuando comenzó a rascarse.
Abrí el maletero y el delgado rostro de Francis se quedó pálido.
—Ni hablar —dijo levantando sus delgados bracitos—. No me pienso meter ahí.
Me palpé el chichón a punto de salirme en la frente.
—Métete en el maletero o te demostraré cómo te transformo en visón y me hago contigo unas orejeras. —Observé cómo se lo pensaba y se planteaba salir corriendo. Casi desee que lo hiciese. Me sentaría bien placarlo de nuevo, la última vez había sido hacía casi dos días ya. Lo metería en el maletero de una forma u otra.
—Vamos, corre —dijo Jenks volando en círculos sobre su cabeza con el vial de poción—. Vamos, atrévete, apestoso.
Francis pareció desinflarse.
—Ya te gustaría a ti, bicho —dijo con un bufido y se encogió para encajar en el diminuto espacio. Ni siquiera opuso resistencia cuando le até las manos con la cinta adhesiva. Ambos sabíamos que podría desatarse al cabo de un rato. Pero su mirada de superioridad flaqueó al ver que Jenks se posaba en mi mano con el vial.
—Dijiste que no lo harías —tartamudeó—. Dijiste que eso me convertiría en un visón.
—Mentí, las dos veces.
Francis me echó una mirada asesina.
—No olvidaré esto nunca —dijo, apretando la mandíbula y resultando aun más ridículo que con sus náuticos y sus pantalones anchos—. Iré a por ti personalmente.
—Espero que lo hagas. —Sonreí mientras le vertía el contenido del vial sobre la cabeza—. Buenas noches.
Abrió la boca para decir algo más, pero su expresión se relajó en cuanto el aromático líquido lo tocó. Observé fascinada cómo se dormía entre olor a laurel y lilas. Satisfecha, cerré el maletero y di el asunto por zanjado.
Me senté en el asiento del conductor y ajusté la distancia y los espejos a mi altura. Nunca había conducido un coche de cambio manual, pero si Francis podía hacerlo, me apostaba cualquier cosa a que yo también.
—Mete primera —me dijo Jenks sentado en el espejo retrovisor e indicándome con la mano cómo hacerlo—. Luego acelera más de lo que crees que sería necesario mientras levantas el pie del embrague.
Con reservas moví la palanca hacia atrás y arranqué el coche.
—¿Y bien? —dijo Jenks desde el espejo—. ¿A qué esperas?
Pisé el acelerador y solté el embrague. El coche dio un salto hacia atrás golpeando un árbol. Asustada solté los pedales y el coche se caló. Miré con los ojos como platos a Jenks, que se moría de risa.
—Has metido marcha atrás, bruja —dijo saliendo disparado por la ventana.
Por el espejo retrovisor vi como volaba hacia la parte trasera del coche para evaluar los daños.
—¿Ha sido grave? —le pregunté cuando volvió.
—Está bien —dijo y me sentí aliviada—, en unos meses no se notará dónde fue el golpe. Pero el coche está jodido. Le has roto una luz trasera.
—Oh —dije al darme cuanta de que antes hablaba del árbol y no del coche. Temblaba por los nervios al meter primera y tuve que comprobarlo dos veces antes de volver a arrancar el coche. Respiré hondo y salimos dando tumbos hacia la carretera.
Jenks resultó ser un profesor aceptable que me gritaba con entusiasmo los consejos a través de la ventana mientras trataba de salir desde punto muerto hasta que le cogí el tranquillo. Mi confianza, sin embargo, se evaporó cuando me detuve frente a la verja del camino de acceso a la mansión de Kalamack. Era impresionante, del tamaño de una pequeña cárcel. Plantas elegidas con gusto y muretes escondían un sistema de seguridad que evitaba que cualquiera anduviese por allí.
—¿Y cómo habías pensado superar esto? —preguntó Jenks revoloteando para esconderse sobre la visera.
—No hay problema —dije. La cabeza me daba vueltas. Me asaltó la visión de Francis en el maletero y dedicándole mi mejor sonrisa al guarda, paré frente a la barrera blanca. El amuleto junto a la garita del guarda permaneció verde. Era un comprobador de hechizos, mucho más barato que las gafas con montura de madera para ver a través de los encantamientos. Había tenido cuidado de no usar más magia para mi disfraz de la necesaria para cualquier encantamiento de tocador. Mientras el amuleto permaneciese verde, el guarda asumiría que llevaba un hechizo normal de maquillaje, y no un disfraz.
—Soy Francine —dije sin pensar. Puse una voz aguda y sonreí como si fuera tonta; parecía que había estado fumando azufre toda la noche—. ¿Tengo una cita con el señor Kalamack? —dije intentando parecer bobalicona mientras me rizaba un mechón de pelo con el dedo. Hoy iba de morena, pero seguramente funcionaría igual—. ¿Llego tarde? —pregunté liberando el dedo, que accidentalmente se había quedado enganchado en el nudo que me había hecho en el pelo—. No creí que se tardaría tanto, ¡qué lejos vive!
El guarda permaneció impasible. Quizá había perdido mi encanto. Quizá debí desabrocharme otro botón de la blusa. Quizá prefiriese a los hombres. Miró su carpeta sujetapapeles y luego me miró a mí.
—Soy de la SI —dije poniendo un tono entre petulante y de fastidio—. ¿Quiere ver mi identificación? —dije revolviendo en mi bolso en busca de la inexistente tarjeta.
—Su nombre no está en la lista, señora —dijo el guarda con rostro inexpresivo.
Me dejé caer hacia atrás en el asiento con un arrebato de rabia.
—¿El chico de consignación me ha vuelto a poner Francis? ¡Maldito sea! —exclamé golpeando el volante con un ineficaz, puñetazo—. Siempre me hace lo mismo desde que me negué a salir con él. De verdad, ¡ni siquiera tiene coche! Quería llevarme al cine en autobús. Por favoooor —me quejé—. ¿Me imagina usted a mí en un autobús?
—Un momento, señora.
Llamó por teléfono y habló con alguien. Yo esperé, intentando mantener la sonrisa de cabeza hueca y rezando para mis adentros. El guarda asintió con un gesto inconsciente de aprobación al teléfono aunque su cara permanecía totalmente inexpresiva cuando regresó.
—Suba por el camino —dijo y me costó mantener la respiración normal—. El tercer edificio a la derecha. Puede aparcar en el espacio reservado a visitantes justo junto a la escalera de entrada.
—Gracias —canturreé alegremente y salí dando tumbos con el coche cuando se levantó la barrera. Por el espejo retrovisor observé como el guarda regresaba a su garita—. Pan comido —murmuré.
—Salir puede que sea más difícil —dijo Jenks con tono serio.
El camino atravesaba cinco kilómetros de un bosque fantasma górico. Mi humor se fue haciendo más apagado conforme el camino serpenteaba entre los silenciosos centinelas. A pesar del sobrecogedor sentimiento de antigüedad, tenía la impresión de que todo estaba perfectamente planificado, incluso las sorpresas, como la catarata que encontré tras un recodo del camino. Decepcionada en cierto modo, continué hasta que el bosque fue clareando y se convirtió en un ondulado prado. Un segundo camino más transitado y concurrido se unía al nuestro. Aparentemente, había entra do por la parte trasera. Seguí el tráfico, y me desvié donde había un cartel de aparcamiento para visitantes. Al doblar una curva en el camino vi la mansión de Kalamack.
La enorme fortaleza era una curiosa mezcla entre moderna institucionalidad y tradicional elegancia, con puertas de cristal y ángeles esculpidos en las bajantes. La piedra gris de la que estaba hecha se suavizaba con viejos árboles y coloristas arriates de flores. Había varios edificios más bajos adyacentes al principal de tres plantas. Aparqué en el espacio reservado para visitantes. El elegante vehículo junto al mío hacía parecer al coche de Francis el juguete de regalo de una caja de cereales.
Guardé el manojo de llaves de Francis en mi bolso y observé al jardinero que podaba el seto que rodeaba el aparcamiento.
—¿Sigues queriendo que vayamos por separado? —susurré mirándome en el espejo retrovisor buscando el nudo que me había hecho antes—. No me ha gustado nada lo que ha pasado en la entrada.
Jenks descendió hasta la palanca de cambio y adoptó su pose a lo Peter Pan con los brazos en jarras.
—¿La entrevista durará los habituales cuarenta minutos? —preguntó—. Yo habré terminado en veinte. Si no estoy aquí cuando vuelvas, espérame a un kilómetro de la entrada y te alcanzo allí.