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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (23 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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—Está bien —dije cerrando el bolso. El jardinero llevaba zapatos, no botas y estaban demasiado limpios. ¿Qué clase de jardinero llevaba zapatos limpios?—. Pero ten cuidado —le dije asintiendo—. Aquí hay gato encerrado.

Jenks se rió por lo bajo.

—El día que no sea capaz de eludir a un jardinero será el día en el que me haga panadero.

—Bueno, deséame suerte.

Abrí un poco la ventana y Jenks salió volando. Mis tacones resonaron presurosos cuando fui a echar un vistazo a la parte trasera del coche de Francis. Como me había dicho Jenks, uno de los faros estaba roto. También tenía una fea abolladura. Me di la vuelta con un sentimiento de culpa. Adoptando un ritmo de respiración estable, subí los escalones hacia la puerta doble.

Un hombre apareció, saliendo de un recoveco oculto cuando me aproximé a la entrada y di un respingo, deteniéndome sobresaltada. Era lo suficientemente alto como para necesitar dos vistazos para verlo entero. Era muy delgado. Me recordaba a un refugiado famélico de la Europa pos Revelación: correcto, formal y estirado. El hombre incluso tenía la nariz aguileña y el ceño permanentemente fruncido pegado a un rostro ligeramente arrugado. Peinaba canas en la sien, que empañaban su pelo negro como el carbón. Su discreto atuendo de pantalón gris y camisa blanca le iba a la perfección. Me arreglé el cuello de la camisa.

—¿Señorita Francine Percy? —dijo con una sonrisa vacía y un tono ligeramente sarcástico.

—Sí, hola —dije ofreciéndole un apretón de manos deliberada mente blando. Casi noté como se tensaba de repulsión—. Tengo una reunión a las doce con el señor Kalamack.

—Soy Jonathan, el asesor de relaciones públicas del señor Kalamack —dijo el hombre. Aparte de su pronunciación cuidada, no pude distinguir ningún acento en particular—. ¿Me acompaña? El señor Kalamack la espera en su gabinete.

El hombre parpadeó para limpiar sus llorosos ojos. Imaginé que era por mi perfume. Quizá me hubiera pasado un poco, pero no pensaba arriesgarme a volver a despertar los instintos de Ivy.

Jonathan me abrió la puerta, haciendo un gesto para que pasase delante. Entré y me sorprendí al encontrar el edificio más luminoso dentro que fuera. Me había esperado una residencia privada y esto no lo era. La entrada parecía la de la sede central de una empresa de la lista de la revista
Fortune
, con la habitual decoración en cristal y mármol. Unas columnas blancas sujetaban el alto techo, un impresionante mostrador de caoba ocupaba el espacio entre las dos escaleras gemelas que ascendían al segundo y tercer piso. La luz lo inundaba todo. O bien entraba redirigida desde el tejado, o Trent se había gastado una fortuna en bombillas del luz natural. Una suave moqueta verde jaspeada amortiguaba cualquier eco. Había un murmullo de conversaciones en voz baja y un constante pero relajado flujo de gente inmersa en sus asuntos.

—Por aquí, señorita Percy —dijo mi acompañante con voz suave.

Paseé la vista por los macetones con arbolitos de cítricos del tamaño de un hombre y seguí los rítmicos pasos de Jonathan, quien atravesó la recepción y prosiguió por una serie de pasillos. Conforme nos adentrábamos, los techos se hacían más bajos y la luz más oscura. Las texturas y los colores también se tornaban más acogedores. Casi imperceptible, el sonido del gorgoteo del agua llegó a mis oídos. No nos habíamos cruzado con nadie desde que dejamos atrás la recepción y me sentía un poco incómoda.

Obviamente habíamos abandonado la zona pública y entrábamos en estancias más privadas. ¿Qué pasaba aquí?, me preguntaba. La adrenalina comenzó a bombear cuando Jonathan se detuvo y se llevó un dedo a la oreja.

—Disculpe —murmuró, alejándose unos pasos. Cuando levantó la mano advertí que en la muñeca llevaba un micrófono en la pulsera del reloj. Inquieta, me esforcé por oír sus palabras, pero se giró para evitar que le leyese los labios.

—Sí, Sa'han —susurró con tono respetuoso.

Esperé conteniendo la respiración para oír mejor.

—Conmigo —dijo—, me habían informado de que era de su interés, así que me he tomado la libertad de acompañarla hasta el porche trasero. —Jonathan se paseaba incómodo. Me lanzó una prolongada e incrédula mirada de reojo—. ¿Ella?

No estaba segura de si debía tomarme aquello como un cumplido o un insulto y fingí estar distraída arreglándome la parte trasera de las medias y sacándome otro mechón de pelo de mi recogido para dejarlo colgando junto a mi pendiente. Me preguntaba si alguien habría investigado el maletero del coche. Se me aceleró el pulso cuando pensé en lo rápido que se podía venir todo abajo.

Jonathan abrió los ojos de par en par.

—Sa'han —dijo precipitadamente—, acepte mis disculpas. El guarda de la garita dijo… —Sus palabras se perdieron y vi cómo se ponía firme ante lo que parecía una reprimenda—. Sí, Sa'han —dijo inclinando la cabeza en un gesto inconsciente de deferencia—. En la recepción.

El hombre pareció recomponerse para dirigirse de nuevo hacia mí. Le dediqué una deslumbrante sonrisa. En sus ojos azules no había expresión alguna al mirarme como si fuese el regalito que hubiese dejado un cachorro sobre la alfombra nueva.

—¿Puede regresar por ahí? —dijo señalando y con un tono imparcial.

Sintiéndome más como una prisionera que como una invitada, acaté la sutil orden de Jonathan y deshicimos el camino hasta la recepción. Yo iba delante. El se mantuvo detrás todo el tiempo. No me gustó nada. Tampoco ayudaba el hecho de sentirme bajita a su lado ni que mis pasos fuesen los únicos que se oían. Lentamente, los suaves colores y texturas dieron paso a las paredes corporativas y a la bulliciosa eficacia.

Manteniéndose siempre tres pasos por detrás de mí, Jonathan me dirigió hacia un pequeño pasillo justo junto al vestíbulo. Había puertas de cristal mate a cada lado. La mayoría estaban abiertas y había gente trabajando dentro, pero Jonathan me indicó que fuese a la oficina del fondo, con puertas de madera, y casi pareció dudar antes de adelantarme para abrirla.

—Si no le importa esperar aquí —dijo con un leve tono de amenaza en su precisa forma de hablar—. El señor Kalamack estará con usted en breve. Estaré en el despacho de su secretaria por si necesita algo.

Apuntó hacia un escritorio visiblemente vacío encajado en un hueco del pasillo. Me acordé de Yolin Bates, muerta en el calabozo de la SI hacía tres días. Mi sonrisa se volvió más forzada.

—Gracias, Jon —dije alegremente—. Ha sido muy amable.

—Me llamo Jonathan. —Cerró la puerta pero no oí ningún pestillo o llave.

Me giré para curiosear la oficina del señor Kalamack. Parecía bastante normal, dentro de un estilo de ejecutivo asquerosamente rico, claro. Había un panel de equipos electrónicos encastrados en la pared junto a la mesa, con tantos botones e interruptores que podría pasar por un estudio de grabación. En la pared opuesta había una ventana enorme por la que entraba el sol para iluminar la suave moqueta. Sabía que estaba en una zona demasiado interior del edificio como para que la ventana y sus rayos de sol fuesen reales, pero eran lo suficientemente buenos como para hacerme dudar.

Dejé mi bolso junto a la silla frente a la mesa y me acerqué a la «ventana». Con las manos en las caderas observé la foto de unos potros retozando. Elevé las cejas sorprendida. Los ingenieros habían metido la pata. Era mediodía y el sol no estaba lo suficientemente bajo como para que sus rayos llegasen tan inclinados.

Satisfecha tras descubrir su error, centré mi atención en el acuario colgado de la pared tras la mesa. Estrellas de mar, damiselas azules, cirujanos amarillos e incluso caballitos de mar coexistían pacíficamente, aparentemente ajenos a que el océano estaba a ochocientos kilómetros al este de allí. Me acordé de mi
señor Pez
, nadando feliz en su pequeña pecera de cristal. Fruncí el ceño, no por envidia, pero sí molesta por la volubilidad de la suerte en el mundo.

El escritorio de Trent tenía la parafernalia habitual completa, incluso había una pequeña fuente de piedra negra por la que repicaba el agua. El salvapantallas de su ordenador era una línea ondulante con tres números: veinte, cinco, uno. Un mensaje bastante enigmático. En la esquina, pegada al techo, había una cámara cuya luz roja intermitente me apuntaba. Me vigilaban.

Recordé la conversación de Jonathan con el misterioso Sa'han. Obviamente mi historia acerca de Francine se había descubierto, pero si quisieran arrestarme, ya lo habrían hecho. Daba la impresión de que yo tenía algo que el señor Kalamack quería, ¿mi silencio? Debía averiguarlo.

Sonriendo de oreja a oreja saludé a la cámara y me coloqué tras el escritorio de Trenton. Me imaginaba la consternación que se produciría al otro lado de la cámara al verme curiosearlo todo. Lo primero era su agenda de citas, que reposaba tentadoramente abierta sobre el escritorio. La cita con Francis tenía su nombre subrayado y un signo de interrogación detrás. Con un ligero estremecimiento fui al día en el que la secretaria de Trent había sido detenida por tráfico de azufre. No había nada fuera de lo normal. La frase «Huntington a Urlich» me llamó la atención. ¿Estaba sacando gente del país de forma ilegal? Yupi.

El cajón superior no contenía nada extraño: lápices, bolígrafos, notas adhesivas y una piedra de toque gris. Me pregunté qué podría preocuparle para guardar aquello. Los cajones laterales contenían archivos clasificados por colores acerca de sus intereses fuera del cargo. Mientras esperaba a que alguien viniese a detenerme, ojeé los papeles para descubrir que sus cultivos de pecan habían sufrido una helada tardía este año, pero que las fresas de la costa compensaron las pérdidas. Cerré el cajón, sorprendida de que nadie hubiese venido ya. ¿Quizá tenían curiosidad por saber qué andaba buscando? Yo al menos sí la tenía.

A Trent parecían gustarle mucho los caramelos de sirope de arce y el güisqui anterior a la Revelación, a juzgar por la cantidad que atesoraba en el cajón inferior. Estuve a punto de abrir la botella de casi cuarenta años para probarla, pero pensé que eso sí atraería a mis vigilantes más rápido que cualquier otra cosa.

El siguiente cajón estaba lleno de discos ordenados. ¡
Bingo
!, pensé abriéndolo del todo.

—Alzhéimer —susurré, repasando con el dedo la etiqueta escrita a mano—. Fibrosis quística, cáncer, cáncer… —Había en total ocho etiquetados con cáncer. Depresión, diabetes… continué leyendo hasta encontrar Huntington. Volví la vista hacia la agenda y cerré el cajón.
Ahhh

Acomodándome en la lujosa silla de Trent, me puse la agenda de citas en el regazo. Empecé por enero, pasando las páginas lentamente. Cada cinco días más o menos salía un envío. Se me aceleró la respiración al descubrir un patrón. Huntington salía el mismo día de cada mes. Pasé las páginas adelante y atrás. Todos salían el mismo día de cada mes con pocos días de diferencia entre ellos. Respiré hondo y miré el cajón con los discos. Estaba segura de estar sobre la pista de algo. Introduje uno en el ordenador y moví el ratón. Maldición. Tenía contraseña.

Oí el leve ruido del picaporte. Poniéndome de pie de un salto, pulsé el botón de «Eject».

—Buenas tardes, señorita Morgan.

Era Trent Kalamack. Intenté no ruborizarme al meterme disimuladamente el pequeño disco en el bolsillo.

—¿Disculpe? —dije volviendo a mi papel de cabecita hueca. Sabían quién era, qué sorpresa.

Trent se ajustó el botón inferior de su chaqueta de lino gris y cerró la puerta tras de sí. Una cautivadora sonrisa se dibujada en su rostro bien afeitado, proporcionándole el aspecto de alguien de mi edad. Su pelo tenía un tono blanco casi transparente, como el de algunos niños, y lucía un favorecedor bronceado, parecía disfrutar de la piscina. Resultaba demasiado agradable para ser tan rico como se rumoreaba que era. No era justo tener ambas cosas, dinero y atractivo.

—¿Prefiere que la llame Francine Percy? —dijo Trent, mirándome fijamente a través de sus gafas metálicas.

Me coloqué un mechón de pelo tras la oreja intentando aparentar despreocupación.

—En realidad no —admití. Yo debía de tener algo con lo que negociar o no se habría molestado en aparecer.

Trent se situó tras su escritorio con un aire preocupado, obligándome a desplazarme al otro lado. Se sentó con la corbata azul oscuro en la mano y al mirarme de nuevo se sorprendió al ver que aún estaba de pie.

—Por favor, siéntese —dijo mostrándome sus dientes pequeños y alineados. Apuntó con un mando hacia la cámara. La luz roja se apagó y guardó el mando.

Yo seguía de pie. No me fiaba de su despreocupada aceptación. En mi cabeza habían saltado todas las alarmas, provocándome un nudo en el estómago. La revista
Fortune
lo había sacado en portada como el soltero de oro del año pasado. Aparecía casi de cuerpo entero, apoyado informalmente en una puerta con el nombre de su empresa en letras doradas. Su sonrisa era una atractiva mezcla de confianza y misterio. Algunas mujeres se sentían atraídas por una sonrisa así. A mí no me parecía de fiar. Me dedicó esa misma sonrisa ahora, sentado con las manos bajo la barbilla y los codos apoyados en su escritorio.

Observé que se le movía el pelo por encima de las orejas y pensé que debía de ser increíblemente suave y fino para que la corriente de la ventilación ondease así su cuidado peinado. Los labios de Trent se apretaron cuando observó mi atención hacia su pelo y luego volvió a sonreír.

—Permítame que me disculpe por el error en la entrada principal y luego con Jon —dijo—. No la esperaba hasta al menos dentro de una semana.

Me senté al notar que me flaqueaban las rodillas. ¿Me estaba esperando?

—Creo que no le entiendo —dije reuniendo el valor para hablar y aliviada de que no se me cascase la voz.

Él alargó el brazo para coger un lápiz con total naturalidad, pero sus ojos saltaron hacia los míos en cuanto moví un pie. Si lo hubiera conocido mejor, habría dicho que estaba más tenso que yo. Meticulosamente borró el signo de interrogación junto al nombre de Francis y escribió el mío. Dejando el lápiz a un lado se pasó la mano por el pelo para alisarlo.

—Soy un hombre muy ocupado, señorita Morgan —dijo elevando y bajando la voz con tono agradable—. He aprendido que es más rentable atraer a trabajadores clave de otras compañías que entrenarlos partiendo de cero. Y aunque me resisto a sugerir que compito con la SI, admito que sus métodos de entrenamiento y las habilidades que fomentan encajan con mis necesidades. Sinceramente, hubiera preferido esperar a ver si tenía el suficiente ingenio como para sobrevivir a la amenaza de muerte de la SI antes de entrevistarnos, pero supongo que el hecho de que casi haya logrado llegar hasta mi gabinete privado es suficiente.

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