Read Burlando a la parca Online
Authors: Josh Bazell
Me traía libros, que resultaba difícil leer a causa del ruido. Luego me trajo tapones para los oídos.
Y, sin decírmelo, inició los trámites para hacerse funcionaria federal de prisiones, con objeto de tener la posibilidad de estar cerca de mí si las cosas salían mal.
A principios de verano de 2000, me sacaron de la celda para llevarme a un despacho del CDFMRN en el que no había estado nunca. Eso no era nada fuera de lo corriente, porque cada dos semanas o así había una «comparecencia inicial», una «vista previa» o lo que fuera, para comprobar datos como que yo era quien afirmaba ser o quien los federales decían, y si en realidad se había cometido un delito. Pero esta vez el guardia me dejó solo en el despacho y salió a esperar fuera. Lo que me pareció sumamente extraño, aun cuando tenía esposas en las muñecas y grilletes en los pies.
Inmediatamente me puse a buscar un teléfono para llamar a Magdalena. No había. Tanto el escritorio como las estanterías de madera estaban vacíos. La butaca de la mesa, también de madera, era de esas antiguas con listones en el respaldo. La ventana tenía un antepecho por fuera, y si hubiera querido escapar aquél habría sido un buen momento. Lo estuve pensando durante un par de minutos, y seguía mirando por la ventana cuando la puerta se abrió a mi espalda y entró Sam Freed.
Entonces tendría cerca de setenta años, llevaba un arrugado traje gris y caía bien enseguida. Cuando empecé a apartarme del escritorio, alzó la mano y me dijo:
—Siéntese.
Así que me senté en la butaca y él cogió una silla que había arrimada a la pared y se acercó a la mesa.
—Me llamo Sam Freed —anunció. Nunca había oído hablar de él.
—Pietro Brnwa.
Había algo en él que le hacía sentirse a uno, incluso con el mono naranja y los grilletes, como un ser humano.
—Trabajo en el Ministerio de Justicia —explicó—. Aunque ya estoy más o menos jubilado.
Eso es lo que dijo. Y no, por ejemplo: «Soy el inventor del PFPT», aunque habría sido verdad. No dijo: «He roto el espinazo a la mafia, y la gente a quien he procurado inmunidad tiene la tasa más baja de reincidencia que se ha registrado nunca.»
Desde luego, tampoco dijo que era una de las personas más odiadas de los cuerpos policiales. Porque, claro, había asestado un golpe de muerte a la mafia, pero sólo a costa de proporcionar una nueva vida a un montón de mamones, cosa que la mayor parte de los polis e incluso los federales consideraban imperdonable.
Era judío, por supuesto. ¿Quién más iba a luchar tan infatigablemente por la justicia, convirtiéndose además en un paria? Su padre había llevado el Mercado de Pescado de Fulton Street, pagando el cuarenta por ciento de los beneficios a Albert Anastasia.
Como he dicho, sin embargo, en aquella época nunca había oído hablar de él.
—Ah —contesté.
—Babu Marmoset me ha hablado de usted
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.
—No sé quién es.
—Un muchacho indio. Médico. Pelo largo. Le hizo un reconocimiento hace un par de semanas.
—Ah, sí.
Ahora lo recordaba, aunque sólo alguien de la generación de Freed podría decir que tenía el pelo largo. Al tiempo que me hacía el reconocimiento, Marmoset estuvo hablando por teléfono y rellenando mis papeles. Luego me dijo: «Está usted estupendamente». Por lo que yo sabía, hasta ahí había llegado nuestra conversación.
—Me sorprende que se acuerde de mí —dije a Freed—. Parecía un poco distraído.
—Siempre lo está —rió Freed—. Sabe Dios de lo que sería capaz si pudiera centrar la atención. Voy a contarle una historia. —Puso los pies sobre el escritorio y empezó—: Mi mujer y yo solemos ir a un restaurante con espectáculo. A uno de esos chinos en donde unos actores ponen en escena un crimen y los comensales han de resolverlo. Es ridículo, pero nos dan de cenar y a los actores también, así que no está mal.
»A veces nos acompaña Babu. Parece que nunca presta atención. Suele venir con alguna chica, en realidad. Se pasa la velada con la cara metida entre sus tetas o comprobando su buzón de voz. Pero al término de la función, cuando llega el momento de adivinar quién ha cometido el crimen, él siempre acierta.
—¿En serio? —le pregunté.
—Totalmente —confirmó Freed—. En cualquier caso, es la persona con más psicología que conozco. Y he conocido a unas cuantas.
No dijo: «Por ejemplo, a Jack y Bobby Kennedy», aunque podría haberlo dicho.
—Hablando de usted —continuó—, Babu aseguró que era un individuo interesante y redimible. Con lo que quería decir, supongo, no sólo que merecía una segunda oportunidad, sino que probablemente poseía información suficiente para ganársela.
Sacudí la cabeza. Tenía la sensación de que no quería decepcionar a Freed, ni tampoco mentirle.
—Apenas crucé unas palabras con ese señor. Y no estoy dispuesto a testificar.
—Muy bien. Eso puede esperar. Aunque no tarde mucho. Procure darse prisa. La oportunidad no durará eternamente.
—No me interesa entrar en el programa de protección a menos que no tenga otro remedio. No estoy preparado para eso.
—Pues no sé —repuso Freed—. La protección no es lo que usted cree. No se trata de transformarse en otra persona. Sino de convertirse en quien se estaba destinado a ser en un principio.
—Eso es algo profundo para mí.
—No me lo creo ni por un momento. Piense en lo que su abuelo hubiera deseado.
—
¿Mi abuelo?
—Lamento entrar en asuntos personales. Pero creo saber lo que él pensaba de usted, y de lo que le parecería que ahora se encuentre aquí, y creo que usted también lo sabe.
—¿Hace esto con todos los posibles testigos? —le pregunté.
—Desde luego que no —aseguró—. Pero Babu Marmoset cree que puede usted responder.
—¡Si ni siquiera me conoce!
Freed se encogió de hombros.
—Ese hombre tiene un don. Es probable que lo conozca mejor de lo que usted se conoce a sí mismo.
—Bueno, para eso no haría falta mucho —repliqué.
—No, desde luego, tío duro —convino Freed, bajando las piernas de la mesa y poniéndose en pie—. Pero creo que ya sabe para lo que vale todo eso de la mafia. Le proporcionan un par de chicos de los recados que le lamen el culo porque les pagan y le tienen miedo, y le quitan todo lo demás. Incluida esa encantadora señorita suya.
En cierto modo, no me preocupé cuando
él
lo dijo en alta voz. Pero yo ya sabía que debía andarme con cuidado.
—Me está engatusando.
—Cree el ladrón que todos son de su condición —repuso. Abrió la puerta pero se volvió antes de salir—. Sabe una cosa, si quisiera engatusarlo, le haría esta pregunta: ¿por qué quería matar la mafia a los Karcher?
—Yo de eso no sé nada.
No me hizo caso.
—Ya vio lo aislados que vivían los Karcher. ¿A quién podrían identificar? ¿Cree que conocían a gente en los eslabones superiores de la cadena?
Me quedé mirándolo sin decir nada.
—Pues no. Trataban con gente que estaba por
debajo
de ellos. Por eso quería la mafia que desaparecieran. Para que el negocio siguiera adelante, dirigido por un subcontratista diferente. Me pondré en contacto con usted más adelante. Pero si en realidad estuviera engatusándolo, le pediría que reflexionara sobre eso, y en lo que su abuelo habría dicho al respecto.
Freed tenía razón en lo de los Karcher, desde luego. Ya se me había ocurrido a mí un montón de veces.
Pero aquella noche dormí sin los tapones de los oídos, para no tener que pensar en ello.
Del juicio ya tienen noticia todos ustedes, hijos de la Fox News
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. Pero lo que no saben es lo lastimosamente aburrido que fue, incluso para mí. Los agentes federales llevaban meses trabajando en la «Operación Muñeca Rusa» antes de que yo interviniese y les jodiera el invento, y habían acumulado miles de documentos financieros que cualquier persona capaz de encontrar un empleo en el sector privado se habría abstenido de leer al jurado. Y que no tenían casi nada que ver con la mafia italiana. O, como el FBI la denomina, «la LCN».
«LCN» son las siglas de
la cosa nostra
: «nuestra cosa», o «nuestro asunto». Nunca he oído a nadie en la mafia decir una sola vez «
la cosa nostra
», y mucho menos «LCN». ¿Por qué habrían de hacerlo? Sería lo mismo que si una banda de delincuentes franceses se llamara la LJNSQ, siglas de «
le je ne sais quoi
»
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.
De todos modos, y durante un tiempo, el juicio fue un absoluto coñazo. Entonces, unos diez días después de los alegatos iniciales —justo después de que pusieran la grabación de mi llamada a la policía desde la estación de servicio, de la que un perito dijo que la voz era la mía «con una seguridad del ochenta y cinco por ciento»—, la acusación presentó la Prueba Misteriosa, y la cosa empezó a ponerse interesante.
La Prueba Misteriosa, por supuesto, era una mano cortada, despellejada, que según el fiscal era de Tetas, afirmación que se comprometió a demostrar.
La Mano era desagradable. Había que admitir que tenía un aspecto muy delicado para no ser femenina, pero también era demasiado grande para pertenecer a una chica ucraniana. Y resultaba bastante fácil aceptar la palabra de los federales de que la habían encontrado
fuera
del recinto, cerca de donde estaba aparcado el coche en el que, según pruebas que expondrían más adelante, me había dado a la fuga. Y que las marcas de cuchillo que presentaba la Mano hacían evidente que la habían despellejado, y no, digamos, que la había mordisqueado una comadreja o algo así
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. Era una cosa que daba profundo horror. Sobre todo cuando los federales proyectaron una imagen, enorme, en una pantalla que colocaron al frente de la sala.
Como era lógico, Ed Louvak protestó, pero Donovan había estado en lo cierto: aunque la acusación no había respetado la jurisprudencia de
Brady contra Maryland
al no comunicar a la defensa la existencia de la Mano, el juez la admitió como prueba de todas formas, habida cuenta de su carácter grotesco y de la posibilidad de que despertara la atención de la prensa. Y además, suponía yo, porque era lo único con lo que podían conseguir una condena.
Hay que entender que, en términos generales, julio de 2000 era una época horrorosa para ser juzgado por asesinato. Cinco años antes, el juicio de O. J. Simpson había logrado desprestigiar el concepto de pruebas indirectas, que hasta cierto punto había servido de base para la mayoría de las condenas penales en la historia. Las pruebas indirectas incluyen todo menos las pruebas
materiales
y el testimonio directo de testigos oculares. Si uno compra un fusil de pesca submarina, dice a todos los del bar que va a matar a alguien con él, y vuelve al cabo de una hora con el fusil pero sin arpón afirmando que ya lo ha hecho, eso son pruebas indirectas. El juicio de O. J. consiguió que hasta las pruebas materiales resultaran dudosas, porque cualquier vacío en la «cadena de custodia» hacía concebible que la pasma las hubiera manipulado.
En cuanto al testimonio de los testigos presenciales, por aquella época ya hacía años que estaba en entredicho por poco fidedigno. Y lo es. Aunque, de todos modos, en mi caso no había muchos; sólo Mike, el chico de los recados de la tienda, que testificaría sobre lo que pudiera haber visto o no por el espejo retrovisor de la camioneta.
Los federales, entretanto, no tenían más pruebas materiales que la Mano. La Granja estaba llena de barro, pero ninguna de las huellas era lo bastante grande para ser mía
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.
De manera que la Mano se había sometido a una escrupulosa protección, y era de suponer que la mantuvieran en observación directa y continua desde el momento de su hallazgo. Lo que parece una estupidez. ¿Quién se encarga de
ese
trabajo? ¿Tiene que estar siempre dentro de una cámara frigorífica? Pero la Mano transmitió su mensaje.
Los federales ni siquiera tenían una prueba de ADN; lo cual había sido imposible, pues no poseían ninguna muestra fidedigna de Tetas para establecer la comparación. El juicio de O. J. había hecho que las pruebas de ADN parecieran una confabulación de unos cuantos gilipollas para engañar a unos miembros del jurado con respecto a los cuales se sentían superiores. Podía invitarse al equipo de la
defensa
a realizar una prueba de ADN a la Mano —para que sus integrantes quedaran luego como un hatajo de sabiondos elitistas, tras un resultado que de todos modos el jurado se limitaría a descartar—, pero la acusación no parecía dispuesta a hacerlo.
Todo eso me dejó con la picha hecha un lío.
Y es que ahí estaba. La Mano. No recordaba si Tetas tenía las uñas largas. Pero era la mano de
alguien
. Si los Chicos Karcher no la habían amputado, tenían que haber sido otros, lo que irremediablemente suponía que alguno estaba tratando de incriminarme.
Pero ¿quién, y por qué?
La acusación hacía constantes referencias a la Mano, sacando en primer plano toda una serie de detalles monótonos. Como las cintas de vigilancia, que tenían tantas interferencias que tuvieron que proyectar subtítulos en la pantalla, haciendo que la mitad de la sala —y dos tercios de los miembros del jurado— se quedaran dormidos. Hasta que el fiscal advirtió: «Tengan presente que estamos hablando de un criminal tan cruel que es capaz de hacer
esto
con la mano de una mujer.»
Y volvió a poner la imagen de la Mano en la pantalla, con lo que se despertó todo el mundo.
Las cosas se pusieron más interesantes cuando la acusación empezó a mostrar fotos de la Granja, incluido el sótano, y luego cuando al fin llamaron al estrado a Mike, el chico de la tienda, para que declarara cómo nos había llevado en su camioneta al recinto. Mike mostró una actitud imponente y sombría, arrancando una carcajada al decir: «A juzgar por lo que veían mis ojos, aquello bien podría ser el refugio del Hombre de las Nieves.» La acusación también empezó a preparar la comparecencia de los miembros renegados de la mafia que estaban en la cárcel, lo que quizá habría sido interesante.
Pero, como ya saben, el juicio concluyó antes de que eso fuera necesario.
Una noche Sam Freed vino a mi
celda
. A
medianoche
. No pudimos hablar hasta que un guardia nos condujo al despacho donde nos habíamos visto por primera vez, dejándonos a solas.