Read Burlando a la parca Online
Authors: Josh Bazell
—Mira, muchacho —me dijo entonces—. Está a punto de ocurrir algo. No voy a decirte de qué se trata, porque quiero que prestes atención a lo que te estoy diciendo. Y cuando te enteres no serás capaz de concentrarte en nada.
—Oh, no me venga con gilipolleces —le contesté.
—He venido por eso, y te aguantas. Así que escucha. Te he hecho una proposición que puede ser la mejor oportunidad de tu vida. Podrías haber sido
médico
, coño, como tu abuelo. Podrías haber sido lo que te hubiera dado la gana. ¿Quieres ser miembro del club de campo? Yo podría convertirte en una persona de la clase privilegiada. ¿Me oyes?
—Nunca he querido pertenecer a la clase privilegiada.
—¿Me estás oyendo?
—Sí.
—Haré lo posible para volver a proponértelo cuando todo el mundo se calme un poco —prosiguió Freed—. Pero durante una temporada las cosas van a ser imprevisibles, y se nos escaparán de las manos. Sólo recuerda que la gente acaba entrando en razón. El hecho de que testifiques contra David Locano siempre valdrá algo para el Ministerio de Justicia. ¿Me estás escuchando?
—No estoy seguro —contesté—. No tengo la menor idea de lo que me está hablando.
—Mañana por la mañana la tendrás, créeme. Así que pasa la noche pensando en lo que te he dicho; en aceptar un trato si es que te lo puedo conseguir. Con tu permiso, voy a llamar a tu novia para darle mi número. ¿Puedo hacerlo?
—Sí…, sí, pero…
—Mañana lo comprenderás todo —aseguró—. Y cuando lo entiendas, utiliza la cabeza, por amor de Dios.
A las ocho de la mañana del día siguiente, el juez desestimó todos los cargos estatales y federales que había contra mí basándose en que, con arreglo al precedente de
Brady contra Maryland
, debían habernos comunicado la prueba de la Mano. Seis horas después me dejaron salir de los calabozos del juzgado. Donovan vino a recogerme y me llevó a comer, contándome todo lo que había pasado.
El equipo de mi defensa hizo una prueba de ADN a la Mano. Pensaban que el público ya no era tan estúpido sobre esas cosas como lo había sido durante el juicio de O. J. y además no se perdía nada. Cuando recibieron los resultados hicieron que la examinara un radiólogo. Luego un doctor en anatomía y, por último, un zoólogo.
La Mano no era una mano. Sino una zarpa. De oso. Macho. Y así, sin más, se acabó todo.
Aquella tarde, la acusación intentó que las actas del juicio se declararan secretas. Fue del todo inútil. Los titulares se sucedieron de inmediato:
«ZARPAZO AL FISCAL.» «OSADÍA LEGAL.» «LA ACUSACIÓN, DESGARRADA.»
Aquellos cabrones nunca tuvieron la menor oportunidad.
Lo que no era justo. Todo el mundo hablaba sin parar de aquella cagada colosal, y de lo estúpido que debía ser alguien que confundía una zarpa de oso con la mano de una mujer. Pero yo estuve en la sala del juicio, igual que un montón de gente más. Y nadie llegó a sospecharlo ni por un momento. En fotos, al menos, era imposible saberlo.
Incluso después de salir de la facultad me maravillaba la semejanza que tenemos con el oso, aún más acusada si se le arrancan las uñas, cosa que suelen hacer al desollarlo. Los osos son los únicos animales fuera de la especie de los primates que pueden andar sobre las patas traseras. Se parecen tanto a las personas que los inuit, los tlingit y los ojibwa creían que los osos podían
convertirse
en seres humanos con sólo quitarse la piel. Y esos mismos indios han diseccionado más osos de lo que jamás harán algunos borrachos del FBI. Por no hablar del
New York Post
.
Qué más da.
El caso es, señores, que así fue como Zarpa de Oso recibió su nombre.
Estoy de pie en la sala de reanimación junto a la cama contigua a la de Squillante, con las cortinas echadas, dando vueltas en la mano a los dos viales de potasio vacíos. Tendría que estar haciendo la ronda de mis pacientes, y luego largarme cagando leches del hospital. O, si no, olvidarme de los enfermos y pasar directamente al capítulo de salir pitando.
Lo que no debo hacer es quedarme aquí tratando de averiguar quién ha matado a Squillante. Porque ¿qué más da, le importa a alguien? ¿Hay todavía en el hospital algún sicario a punto de recibir una llamada que le ordene: «
Espera un poco. Ya que estás ahí, supongo que no te molestará despachar también a Zarpa de Oso, ¿verdad?
» No es probable. Puede que disponga de unos noventa minutos.
Pero nadie se ha cargado nunca a un paciente mío, y no puedo permitirlo. Me cojo un cabreo de una especie muy distinta al habitual.
Me doy cien segundos para pensar.
El sospechoso más claro es un miembro de la familia de Squillante. Alguien que confiaba en que se quedara en la operación para entablar luego una demanda por negligencia, y que estaba dispuesto a encargarse personalmente del asunto si Squillante salía con bien. Un beneficiario de algún seguro de vida
[59]
.
Pero se trata de alguien que sabía cómo utilizar los dos viales de potasio. Con una dosis menor Squillante podría seguir vivo, incluso tendría más garantías de supervivencia. Una cantidad mayor habría sido inútil, porque le habría dejado señales en la aorta demasiado llamativas en la autopsia.
Pero si esa persona quería ocultar el hecho de que era un asesinato, ¿por qué inyectarle con tanta premura y hacer que su EKG empezara a dar esos brincos? La compañía de seguros va a estar encantada. El juez no validará el testamento y nadie recibirá el dinero.
Puede que le
importara
disimularlo, pero le faltaron conocimientos o tiempo para hacerlo como era debido.
Y me pregunto otra vez, ¿qué más da? Basta de perder el tiempo. Pasaré a ver a esos pacientes que se pueden morir si no los visito, lo demás se lo dejo a Akfal.
Y, después, a hacer puñetas de aquí.
Lo sé:
Cojonudo. Y que se joda el paquistaní, ¿eh?
Pero que se vaya acostumbrando, porque dudo que yo vuelva a poner los pies en el hospital.
Al salir de la sala de reanimación, sin embargo, me encuentro con Stacey en el pasillo.
Sigue con la ropa de quirófano, y está llorando. —¿Qué ha pasado? —le pregunto.
—El señor LoBrutto ha
muerto
.
—Ah —le digo, preguntándome cómo es posible andar con el doctor Friendly y sorprenderse por la muerte de uno de sus pacientes. Entonces recuerdo que Stacey es nueva en el trabajo. Le rodeo los hombros con el brazo.
—Tranquilízate, nena.
—No sé si podré hacer este trabajo —confiesa.
Se me ocurre una idea.
—Sí —le digo. Luego cuento hasta cinco cuando se pone a gimotear. Entonces le pregunto—: Stacey, ¿tienes alguna muestra de clorato potásico?
Asiente despacio con la cabeza, confusa.
—Sí… Normalmente no llevo, pero tengo dos en el maletín. ¿Por qué?
—¿Por qué ahora sí, cuando no sueles tener?
—Yo no hago los pedidos. Me mandan las muestras por mensajero y yo las traigo al hospital.
—¿Te las entregan en la oficina?
—No tengo oficina. Me las envían por mensajero a mi apartamento.
Me quedo pasmado.
—¿Trabajas en tu
casa
?
Vuelve a asentir.
—Igual que mis dos compañeras de piso.
—¿Es que todas las visitadoras médicas trabajáis en casa?
—Creo que sí. Sólo tenemos que presentarnos dos veces al año, en las fiestas de Navidad y el Día del Trabajo.
Empieza a sollozar de nuevo.
Joder
, pienso.
Cada día se aprende algo
.
—No tendrás más Moxfanes, ¿verdad?
—No —contesta entre sollozos, sacudiendo la cabeza—. Me he quedado sin nada.
—Ve a casa a dormir un poco, nena —le digo.
Estoy poniendo la máscara de oxígeno a un paciente al que no he mencionado ni mencionaré más, mientras el tiempo se me escapa como la sangre en una hemorragia, cuando me suena el busca y veo que es Akfal. Lo llamo por teléfono.
—Tío del Culo tiene ictericia —me anuncia.
Maravilloso. Eso significa que el hígado le funciona tan mal que ha dejado de tratar como es debido las células sanguíneas muertas. A mí me empieza a molestar menos el brazo. Pero él, cuando menos, está jodido.
Debería dejarlo pasar. No tanto porque eso puede esperar, aunque parezca que a lo mejor no, sino porque no se me ocurre nada que pueda hacer por él aunque tuviera tiempo. Sé que puedo llamar al PFPT y decirles: «Tengo que salir corriendo como alma que lleva el diablo, pero hay un paciente que en menos de ocho horas ha pasado de tener dolores en el culo a fracaso hepático debido a un agente patógeno desconocido que se le está extendiendo.» Pero si ellos saben realmente lo que se traen entre manos, me contestarán: «Sal corriendo. A lo mejor salvas
una vida
.»
O quizá no. El PFPT no es la organización más simpática del mundo. Su palabra universal para testigo es «mamón»; lo que está bien para criminales de verdad como yo, pero rechina un poco cuando se habla de una joven viuda con un niño pequeño que acaba de prestar testimonio contra tres gángsters que irrumpieron en su tienda y mataron a su marido delante de ella.
Y cuando cambian de identidad, muchos testigos protegidos tienen suerte si consiguen un empleo en un Staples de Iowa. Así que pueden imaginarse lo que los agentes federales sienten por
mí
, una persona a quien, por lo que a ellos respecta, han puesto en un Porsche dorado de camino al campo de golf, con una matrícula que dice «JODTFBI», y todo a costa del contribuyente.
Lo que ocurrió en realidad es que me mandaron a la Facultad de Bryn Mawr para que hiciera los dos cursos preparatorios de la carrera de medicina, que pagué de mi bolsillo. Pero incluso eso sólo fue porque contaba con el apoyo de Sam Freed. Sam ya está jubilado. Si alguna vez vuelven a trasladarme, será para pintar bocas de riego en Nebraska. Nunca volverán a darme un trabajo de médico.
Claro que puedo salir zumbando
sin
que me cambien otra vez de identidad. Entrar en el PFPT es algo estrictamente voluntario. En realidad, si haces algo que no les gusta te dan la patada, y entretanto no dejan de incordiarte «sin querer». Pero para conservar mi nombre, y por tanto mi título de doctor en medicina, tendré que encontrar un lugar de mierda tan alejado que la mafia no pueda enviarme una bomba
por correo
. Y hasta en esos sitios exigen requisitos sorprendentemente estrictos para ejercer. Incluso quieren saber quién eres.
El caso es que en cuanto salga del hospital me puedo despedir de la medicina, prácticamente para siempre.
Sólo con pensarlo me dan mareos. Voy corriendo a la habitación del Tío del Culo.
Al pasar por el mostrador de enfermeras, me llama la supervisora jamaicana:
—Doctor.
—Sí, señora —le contesto. A la bruja irlandesa, que se ha dormido sobre el teclado de su ordenador, se le cae la baba entre las letras AS y ZX.
—Hay una mujer que llama sin parar preguntando por usted —me informa la jamaicana—. Ha dejado un número.
—¿Cuándo empezó a llamar?
—Hace horas.
Así que puede ser de fiar.
—¿Puede darme el número?
Me lo pasa por el mostrador, escrito en un cuaderno de recetas.
—Gracias —le digo—. Tenga cuidado de que no se electrocute su amiga.
Pone mala cara y me enseña el cable desenchufado del teclado del ordenador.
—Esto es un
hospital
—me recuerda.
Hago la llamada.
—¿Diga? —contesta una mujer. Se oyen ruidos de tráfico.
—Soy el doctor Peter Brown.
—¿Es usted el médico de Paul Villanova?
—Sí, señora.
—Le ha mordido un roedor volador.
—¿Cómo dice?
Oigo el golpetazo metálico que hoy día sólo se obtiene colgando un teléfono público.
Entro en la habitación del Tío del Culo.
—¿Cómo se encuentra? —le pregunto.
—Que le den —contesta.
Le toco la frente. Sigue ardiendo. Me siento un poco culpable por el hecho de que ya casi no me duela el brazo, y por haber recuperado el movimiento de los dedos.
—¿Lo ha mordido alguna vez un murciélago?
No es que los murciélagos sean roedores: son quirópteros. Pero para ejercer la medicina correctamente a veces hay que ponerse en la piel del hombre corriente y moliente.
Además, a nadie lo muerde una ardilla voladora.
—No —responde el Tío del Culo.
Espero a que se desdiga, pero no lo hace. Sigue con los ojos cerrados, sudando.
—¿Nunca?
Al menos eso le hace abrir los ojos.
—¿Es que es usted subnormal? —inquiere.
—¿Está seguro?
—Sí, creo que me acordaría de una cosa así.
—¿Por qué? Ni siquiera recuerda quiénes fueron los cuatro últimos presidentes.
Los suelta de carrerilla.
—¿Y a qué día de la semana estamos?
—A jueves.
Así que por lo menos le funciona la cabeza. La mía, en cambio, marcha a trompicones.
—¿Está casado?
—No. Llevo el anillo para que las supermodelos no se me restrieguen en el metro.
—¿Dónde está su mujer?
—¿Cómo coño voy a saberlo?
—¿Se encuentra en el hospital?
—¿Que si es paciente, quiere decir?
—Cuando le apetezca, puede dejar de hacerse el listo.
Cierra los ojos y sonríe entre sus dolores.
—Por aquí anda, en algún sitio.
Descorro la cortina y echo un vistazo al señor Mosby. Ha conseguido quitarse las ligaduras de las manos pero se ha dejado las de los tobillos por cuestión de cortesía. Está dormido. Le tomo el pulso en el tobillo y me voy.
Garabateo «D/ mordedura murciélago comunicada por mujer» en la gráfica del Tío del Culo
[60]
, luego acabo la anotación con dos líneas horizontales y una diagonal. Ni siquiera la firmo.
Porque ahora mismo me encuentro en un extraño estado de pureza. Ocurra lo que ocurra, el «doctor Peter Brown» ya no tendrá tiempo para preocuparse de si lo denuncian por negligencia, ni siquiera para echar un vistazo a los resultados de laboratorio. No queda sino hacer auténtica medicina, y sólo cuando sea estricta e inmediatamente necesario.
O lo que sea que esté haciendo. Compruebo la velocidad de dos goteros de quimioterapia, y luego dedico treinta segundos a arreglar los vendajes de la chica a quien han rebanado media cabeza.