Burlando a la parca (11 page)

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Authors: Josh Bazell

BOOK: Burlando a la parca
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Como es lógico, das una patada al puto candado y abres las puertas de un empujón, dejando pasar primero a la familia hasídica.

Dentro, se ve un horroroso montón de mierda. Tantos judíos murieron en Auschwitz que las cosas que dejaron —el pelo, las piernas de madera de los veteranos que habían luchado por Polonia en la Primera Guerra Mundial, los zapatos de los niños, etcétera— llenan las vitrinas de habitaciones enteras, dentro de las cuales se pudren y apestan. Comparado con eso, las placas del museo, de indiferente malignidad —en las que se ha tachado la palabra «Polacos» del letrero que decía «Judíos Polacos», y se afirma que los nacionalsocialistas «reaccionaron ante una presencia excesiva de los judíos en la economía y el gobierno—, apenas te afectan. Aun cuando lo de «presencia excesiva» sea el estereotipo favorito de los antisemitas, porque cada vez que exterminan a la mitad de los judíos del planeta, como hicieron en la Segunda Guerra Mundial, los supervivientes adquieren de pronto una doble «presencia excesiva».

Al cabo del rato, vuelves a subir al autobús con destino a Birkenau, el campo de la muerte. (Lo siento: Brzezinka. En Polonia, «Birkenau» tampoco aparece escrito.) Allí, en las extensas ruinas de los baños romanos convertidos en fábrica de muerte, hasta los europeos lloran. En ese lugar la tristeza es prácticamente algo que se oye, una sensación chirriante en los oídos.

Finalmente, la guía se te acerca y te da unos golpecitos en el hombro, anunciando con voz queda que ya es hora de volver a Cracovia.

—Pero ¿no paramos en Monowitz? —le preguntas.

Dice que no conoce «Monowitz».


Monowice
, dicen ustedes. Dwory. El campo de I. G. Farben. Auschwitz III.

—Ah. Ahí no vamos —informa.

—¿Por qué no? —preguntas entonces. La mitad de los supervivientes de Auschwitz pasaban a ser esclavos en Monowitz. No sólo los abuelos de cada cual: gente como Primo Levi y Eli Wiesel.

—Yo sólo soy la guía de la excursión —responde ella.

En última instancia amenazas con ir andando si no te llevan allí en el autobús, y ella te toma la palabra. Tras encontrarlo, sigues el camino durante media hora. Llegas a una verja con alambre de espino: nueva, con guardias de verdad provistos de ametralladoras. Uno de ellos dice que únicamente se admiten visitas «con autorización especial».

Mirando por encima de su hombro, comprendes por qué. Monowitz está lanzando hollín al cielo
en este mismo instante
. Sigue funcionando, nunca lo han cerrado
[26]
.

Tras hablar con los risueños guardias de las puertas, te vuelves andando a Auschwitz para coger un taxi, desgarrándote la palma de las manos con las uñas.

De vuelta en Cracovia —
¡La hostia puta! ¡Los pitufos construyeron un pueblo medieval en una colina! ¡Y sigue siendo encantador, con detalles tan delicados y precisos como un reloj, porque el gobernador nazi de Polonia vivía en el castillo y preservaba los edificios!
—, fui a cenar a la Koffee House, un local de la era
Kommunist
con una estufa de leña, y luego me dirigí a la trastienda a hojear el antiguo y gigantesco listín telefónico.

Todos los clientes del local parecían tener labios prensiles y una ostensible falta de dientes, y aquellos cuyas conversaciones alcancé a escuchar se quejaban de cosas con aire de tener mucha razón. Con un sobresalto, me di cuenta de que podía haberme cruzado con Wladislaw Budek.

Siempre me había imaginado a Budek como un Claus von Bülow entrado en años: un risueño e impenitente león con una Luger en el bolsillo del esmoquin. Pero ¿y si se había convertido en un absoluto cretino que caminaba arrastrando los pies, con los párpados de abajo colgando y vueltos del revés y un pastillero de plástico con los días de la semana escritos en sus diversos compartimientos? ¿Y si además estaba demasiado sordo y senil para entender siquiera de lo que le acusaba?

¿Qué es lo que iba a hacer, gritarle:
«HACE CINCUENTA AÑOS ERAS UN INFAME CABRÓN»
? ¿O bien:
«PROBABLEMENTE LO SIGUES SIENDO, AUNQUE PARECE QUE TE FALTA ENERGÍA PARA RECONOCERLO»
?

Bueno, estaba a punto de averiguarlo. Sentí la chispa en los dedos antes de que mis ojos procesaran siquiera la imagen: la dirección de Budek venía en el listín, estaba a seis manzanas de allí.

Era el piso superior de una vivienda de dos plantas en una hilera de casas similares que daba a un jardín alargado y estrecho con una verja privada. Consideré pasar por el jardín y entrar por la parte de atrás, pero antes de pensarlo bien me encontré frente a los escalones y llamé al timbre girando una llave.

De pronto sudaba por todas partes, como si toda el agua de mi cuerpo intentara evaporarse para convertirme en una sombra de mí mismo. Procuré tranquilizarme, y luego desistí. ¿Para qué molestarse?

Se abrió la puerta. Un rostro marchito. De mujer. O al menos la bata que llevaba era rosa.

—¿Sí? —dijo, en polaco.

—Estoy buscando a Wladislaw Budek.

—No está.

—Hable despacio, por favor. El polaco no se me da bien. ¿Sabe cuándo va a venir?

Me estudió.

—¿Quién es usted?

—Soy norteamericano. Era un conocido de mis abuelos.

—¿Sus abuelos conocían a Wladis?

—Sí. Lo conocían. Ya han muerto.

—¿Quiénes eran?

—Stefan Brnwa y Anna Maisel.

—¿Maisel? Suena a judío.

—Y lo es.

—Usted no parece judío.

Tuve la impresión de que debía decir: «Gracias.»

—¿Es usted la señora Budek?

—No. Soy la hermana de Wladis, Blancha Przedmies´cie.

De pronto todo era surrealista. Mis abuelos me habían hablado de aquella mujer. La leyenda decía que se había pasado la guerra acostándose con un nazi y con otro hombre cuya mujer tenía contactos con la resistencia judía, facilitando así la trama de su hermano.

Dijo algo que no entendí.

—¿Disculpe? —le dije.

—La policía me conoce muy bien —repitió, más despacio.

—¿Por qué iba usted a necesitar a la policía?

—No sé. Usted es americano.

Buena respuesta.

—¿Puedo entrar? —le pedí.

—¿Para qué?

—Sólo para hacerle unas preguntas acerca de su hermano. Si no le gustan, puede llamar a quien quiera.

Lo pensó. El odio a los judíos puede ser una maravillosa urgencia primordial para cualquier racista, pero la soledad se remonta a la ameba.

—De acuerdo —dijo al cabo—. Pero no voy a darle nada de comer. Y no toque nada.

Por dentro, el apartamento era anticuado pero sin florituras, con muebles rectangulares de los sesenta y una televisión de pantalla protuberante. Sobre un par de mesitas auxiliares había fotografías enmarcadas.

En una de ellas se veía a dos jóvenes frente a un muro cubierto de hiedra: una mujer que podía ser aquélla y un hombre de cabello negro y aspecto sombrío.

—¿Es él? —pregunté.

—No. Es mi marido. Murió cuando nos invadieron los alemanes.

Mediante una serie de palabras y gestos me dio a entender que murió porque estaba en artillería, entonces tirada por caballos, y que los alemanes habían empleado la aviación.

—Wladis es ése —dijo, señalando con el dedo.

Era un hombre rubio, con aire impertinente, que estaba en lo alto de una montaña con esquís, exhibiendo una risa dentona bajo el sol.

Era un hombre muy guapo.

Parecía desafiarme a que dijera lo contrario.

—Ha dicho: «Era.» ¿Es que ha muerto?

—Murió en 1944.

—¿En
1944
?

—Sí.

—¿Qué pasó?

Sonrió con amargura.

—Lo asesinaron unos judíos. Entraron por la ventana. Con pistolas.

Tardé un poco en entender lo que dijo a continuación. Por lo visto, los judíos a los que se refería la ataron en la cocina y mataron a tiros a su hermano en el cuarto de estar, cerca de donde yo permanecía en pie, al extremo del sofá. Utilizaron una almohada para que nadie lo oyera.

—Pero la policía ya venía de camino —prosiguió—, y los cogió al salir.

—Vaya.

Así que se le adelantaron. Por un estrecho y provechoso margen.

—Eran un chico y una chica —añadió—. Adolescentes.

—¿Cómo ha dicho?

Lo repitió.

—¿Está de broma?

—¿Qué quiere decir? —repuso.

Sentí náuseas. Me senté en el sofá por si se me notaba y le daba por echarme de su casa.

Necesitaba más información.

—¿Qué aspecto tenían? —le pregunté.

Se encogió de hombros.

—De judíos.

Probé con otra táctica.

—¿Por qué venía la policía de camino?

—¿A qué se refiere?

Se sentó en la butaca, pero al borde del asiento, a la defensiva, como dispuesta a lanzarse al teléfono en cualquier momento.

—¿Cómo se enteró la policía de que iba a haber jaleo?

—No sé, Wladis ya la había llamado.

—¿Antes de que llegaran el chico y la chica? —le pregunté.

—Sí.

—Pero ¿cómo sabía él que iban a venir?

—No tengo ni idea. A lo mejor los oyó. Fue hace mucho tiempo.

—¿No lo recuerda?

—No. No me acuerdo.

—Dos judíos entran por la ventana, la atan en la cocina, ¿y no se acuerda de cómo sabía su hermano que iban a venir?

—No.

—¿No sería porque usted y él les habían sacado dinero asegurándoles que podían salvar a unos familiares suyos?

Se puso muy tiesa.

—¿Por qué me hace esas preguntas?

—Porque quiero saber lo que pasó.

—¿Por qué tendría que hablar de eso con usted?

Lo pensé.

—Porque usted y yo somos las dos únicas personas en el mundo a quienes les importa, y no tiene usted aspecto de que vaya a vivir mucho tiempo.

Dijo algo parecido a «Por qué no se muerde la lengua».

—Sólo dígame lo que ocurrió. Por favor.

Iba perdiendo la palidez y poniéndose colorada.

—Sacamos dinero a la esperanza de los judíos. Dios sabe que se lo podían permitir.

—¿Salvaron a alguno?

—Era imposible salvar judíos durante la guerra. Aunque se quisiera.

—Y si se les acercaban demasiado, hacían que los mataran.

Apartó la cabeza.

—Márchese ya —me ordenó.

—¿Por qué los odiaba tanto? —quise saber.

—Dominaban todo el país —contestó—. Igual que ahora controlan Estados Unidos. Salga de mi casa.

—Lo haré. Si me dice cómo se llamaban aquellos judíos.

—¡No tengo la menor idea! —exclamó—. ¡Váyase!

Me puse en pie. Comprendí que jamás podía estar más seguro que ahora.

Me dirigí a la puerta. Al abrirla entró un viento helador.

—Un momento —dijo—. Dígame otra vez el nombre de sus abuelos.

Me volví hacia ella.

—Me parece que no se lo voy a decir. Simplemente me pregunto por qué la dejaron con vida.

Se me quedó mirando.

—Yo siempre me lo he preguntado —respondió.

Al marcharme, cerré la puerta de golpe.

Para que conste, lo que decidí fue lo siguiente: Nada de objetivos femeninos (lo que era lógico), pero tampoco víctimas cuyos crímenes se remontaran exclusivamente al pasado. Sólo casos de amenaza inminente. No había modo de saber por qué mis abuelos dejaron con vida a Blancha Przedmies´cie, pero se trataba de una mujer, y matar a su hermano quizá fuese suficiente para dar por terminada la operación. Así que ahí lo tienen.

Entretanto, cuando David Locano quisiera que me ventilara a algún asesino cuya muerte fuese un alivio para el mundo, yo comprobaría su información y luego decidiría —aunque obligadamente— si emprender su búsqueda para matarlo.

Ni una sola vez pensé que, de haber aprobado esa línea de actuación, mis abuelos quizá me hubieran soltado menos sermones sobre la paz y la tolerancia y me habrían contado más detalles sobre su misión de asesinar a Budek. No me hacía falta considerar tales cuestiones. El destino mismo me había dictado lo que debía hacer.

Ah, la juventud. Es como heroína fumada en vez de esnifada. Evaporada tan deprisa que resulta increíble que hayas tenido que pagarla.

9

Me dirijo a poner una sonda a un par de pacientes cuando mis estudiantes salen a mi encuentro.

—La supervivencia
post status
[27]
de una gastrectomía a lo largo de cinco años es del diez por ciento —me dicen—. Pero sólo el cincuenta por ciento sobrevive a la operación.

—Ah —contesto.

El aspecto positivo de esa información es que si Squillante supera la cirugía, sus probabilidades de vivir otros cinco años se acercan más al veinte que al diez por ciento, porque es de suponer que esta última cifra incluya a los pacientes que mueren durante la operación. El negativo es que Squillante tiene el cincuenta por ciento de posibilidades de morir
hoy
, en el quirófano. Con lo que David Locano recibiría información sobre mi paradero.

Las puertas del ascensor se abren frente a nosotros: sacan en una camilla con ruedas al Tío del Culo. Más que nada para que parezca que hago algo, me pongo a caminar a su lado.

—¿Qué tal se encuentra? —le pregunto.

Aún sigue tumbado de costado.

—Me estoy muriendo, joder, pedazo de cabrón —me dice. O algo por el estilo. Le castañetean demasiado los dientes para entenderlo bien.

Eso me despierta el interés. Desde luego parece que se está muriendo.

—¿Es alérgico a algún medicamento? —le pregunto.

—No.

—Bien. Aguante.

—Que le den por saco.

Lo sigo hasta su unidad y extiendo rápidamente unas recetas para que le administren todo un
collage
de antibióticos y antivíricos, poniendo «STAT» en cada una de ellas. Pensando:
¿Tengo que amenazar un poco más a Squillante? ¿Con qué, y con qué objeto?
Luego echo un vistazo en el ordenador al escáner de la tomografía del Tío del Culo.

Es tranquilizador, en cierto sentido. Si sabes lo que estás haciendo, resulta agradable seguir una tomografía con el ratón. Y si no lo sabes, probablemente también. Al recorrer en sentido ascendente o descendente centenares de cortes transversales, los diversos óvalos —pecho, pulmones, corazón, cámaras, aorta— se expanden y contraen como agitados mapas del tiempo, superponiéndose unos a otros y estrechándose en diversas capas. Pero incluso entonces siempre sabes dónde estás, porque en el interior del cuerpo humano prácticamente no hay dos centímetros cúbicos que sean iguales. Lo que se aprecia incluso observando la diferencia entre el lado izquierdo y el derecho. El corazón y el bazo están a la izquierda, mientras que el hígado y la vesícula se encuentran a la derecha. El pulmón izquierdo tiene dos lóbulos, mientras que el derecho dispone de tres. En el colon, el lado izquierdo y el derecho son de distinta anchura, y sus trayectorias tienen diferente forma. La vena de la gónada derecha va directamente al corazón, mientras que la de la izquierda se une con la del riñón izquierdo. En el caso del hombre, la gónada izquierda está más baja que la derecha, para tener en cuenta el movimiento de tijera de las piernas.

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