Burlando a la parca (15 page)

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Authors: Josh Bazell

BOOK: Burlando a la parca
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—Gracias, doctora Luise —me dice.

—Me llamo Peter Brown. Éste es Mershawn. Lo examinaremos gratis.

El hombre suelta una espasmódica carcajada que termina en un jadeo.

—Me parece que hoy voy a pasarme
sin
ir al hospital —decide.

—Como quiera —no tengo más remedio que decir.

Camino del parque me pregunta Mershawn cómo sabía que el tío tenía enfisema, y le enumero los síntomas visibles que mostraba. Luego le digo:

—Lección de hoy, Mershawn. ¿Quiénes silban?

—¿Los gilipollas?

—Vale. ¿Quién más?

Mershawn reflexiona un instante.

—La gente que está pensando en algo y que, de manera subliminal, lo asocia con una canción. Como cuando examinas un nervio craneal once y empiezas a silbar «Mantén la cabeza erguida».

—Bien —apruebo—. Pero mucha gente también silba porque subconscientemente intenta incrementar la presión de aire en los pulmones, para hacer que pase más oxígeno entre los tejidos.

—No joda.

—Sin joder. ¿Te acuerdas de los enanitos de Blancanieves, que trabajan en la mina?

—Sí, vale.

—Si tienes silicosis, también te dejas el culo silbando.

—La hostia.

—Eso.

Hasta llegar a la esquina me siento como el Profesor Marmoset.

Cuando lo encontramos, Duke Mosby está en un pabellón de piedra, contemplando el río Hudson desde las alturas de Riverside Park. Es una vista asombrosa, pero el río pasa factura, escupiendo ráfagas de viento húmedo. De los que entran por la ventilación de los zuecos de plástico. Copos de nieve saltan del suelo al tiempo que caen en remolinos del cielo. A Mosby se le han depositado en el pelo y las pestañas.

—¿Qué pasa, señor Mosby? —le grito por encima del ruido del viento.

Vuelve la cabeza y sonríe.

—No mucho, doctor. Y usted, ¿qué tal?

—¿Conoce a Mershawn?

—Claro que sí —dice sin mirarlo—. Dígame una cosa, doctor. ¿Por qué es tan importante contemplar un río de vez en cuando?

—Pues no sé —le digo—. Me parece que me perdí esa clase en la facultad.

—Supongo que es porque todos sentimos alguna vez la necesidad de ver algo creado por Dios. Como cuando en un campo de prisioneros de guerra se plantan flores, y entonces a la gente no le da por escaparse tanto.

—Si tengo que contemplar algo creado por Dios —terció Mershawn—, preferiría mirar un coño.

—¿Ves alguno por aquí? —le pregunta Mosby.

—No, señor.

—Entonces tendremos que conformarnos con el río. —Mosby se fija en el pelo de Mershawn y le pregunta—: ¿Qué demonios llevas en la cabeza?

Se me ocurre que debo estar volviéndome loco.

—¿Podemos volver ya al hospital? —propongo.

En el vestíbulo trato de localizar de nuevo al Profesor Marmoset, es como un reflejo. Aprieto los dientes esperando a Firefly, pero contesta él personalmente.

—Sí, hola, Carl… —dice al teléfono.

—¿Profesor Marmoset?

—¿Sí? —inquiere, confuso—. ¿Quién es?

—Soy Ishmael. Espere un momento.

Me vuelvo hacia Mershawn.

—¿Puedo dejar esto en tus manos? —le pregunto.

—Yo me ocupo —asegura.

—Eso espero —le digo, mirándolo a los ojos, lo que a veces inspira a la gente—. Llévalo a UR, espera veinte minutos, pregunta por qué no lo han llamado para su cita. Cuando te digan que no tiene, vuelve a llevarlo a planta y di que UR se ha equivocado de hora. ¿Lo has comprendido?

—Entendido.

—Eso espero —repito. Luego vuelvo la cabeza y destapo el teléfono—. ¿Profesor Marmoset?

—¡Ishmael! No puedo hablar mucho, espero una llamada. ¿Qué ocurre?

¿Qué ocurre? Estoy tan contento de hablar con él al fin que no recuerdo exactamente por dónde había pensado empezar.

—¿Ishmael?

—Tengo un paciente con cáncer de células en anillo de sello.

—Mala cosa. Sí.

—Sí. Un tal Friendly le va a hacer una laparotomía. He consultado…

—¿John Friendly?

—Sí.

—¿Y se trata de un paciente
tuyo
?

—Sí.

—Procura que lo haga otro —me aconseja.

—¿Por qué?

—Porque supongo que querrás que viva.

—Pero Friendly es el cirujano gastrointestinal mejor considerado de Nueva York.

—Puede que en las revistas —contradice el Profesor Marmoset—. Se dedica a inflar sus estadísticas. Hace cosas como llevar al quirófano sus propias reservas de sangre para que así no consten las transfusiones. En términos reales, es una amenaza.

—Joder —me asusto—. No quiso que el paciente firmara la orden de no reanimación.

—Exacto. Si tu enfermo se queda hecho un vegetal, Friendly no tendrá que dar parte de un fallecimiento.

—¡La leche! ¿Y cómo hago para que no opere?

—Vamos a ver —dice el Profesor Marmoset—. Bueno. Llamas a un gastroenterólogo llamado Leland Marker, a Cornell. A lo mejor está esquiando, pero en su consulta podrán dar con él. Di a quien le organiza las intervenciones que Bill Clinton tiene que hacerse una laparotomía y se ha ocultado en el Manhattan Catholic para evitar a la prensa. Di que Clinton utiliza un nombre falso, y dale el de tu paciente. Marker se cabreará como un mono cuando lo descubra, pero para entonces será demasiado tarde, y no tendrá más remedio que realizar la intervención.

—Me parece que no tengo tiempo para eso —le explico—. Creo que Friendly va a operar dentro de un par de horas.

—Bueno, pues échale un anestésico en el café, aunque por lo que me han dicho ni siquiera lo notará.

Me apoyo en la pared. Me pita un oído, y empiezo a sentir vértigo.

—Profesor Marmoset —insisto—. Necesito que ese paciente viva.

—Parece que alguien necesita técnicas de distanciamiento.

—No. Lo que
necesito
es que ese paciente viva.

Hay una pausa, al cabo de la cual pregunta el Profesor Marmoset:

—Ishmael, ¿va todo bien?

—No. Tengo que ocuparme de que ese enfermo sobreviva a la operación.

—¿Por qué?

—Es una larga historia. Pero tengo que conseguirlo.

—¿Debo preocuparme?

—No. No serviría de nada.

Hay otra pausa mientras resuelve lo que ha de hacer.

—De acuerdo —dice al cabo—. Pero sólo porque espero un par de llamadas. Quiero que me llames cuando puedas contármelo. Deja un mensaje. Entretanto, creo que debes intervenir tú también.


¿Intervenir?
No he operado desde la facultad. E incluso entonces se me daba muy mal.

—Vale, lo recuerdo —asegura—. Pero no puedes hacerlo peor que John Friendly. Buena suerte.

Y cuelga.

12

Conocí a Magdalena la noche en que se casó Denise, el 13 de agosto de 1999. Tocaba la viola en el sexteto de cuerda. Normalmente actuaba con un cuarteto, pero su agencia artística trabajaba con dos cuartetos distintos, de modo que cuando pedían un sexteto, normalmente para alguna boda, la agente montaba uno. En la ceremonia de Denise tocó un sexteto y, después del banquete, un pinchadiscos.

Fue una boda a lo grande. Se festejó en un club de campo de Long Island al que pertenecía la familia del novio, porque Denise había decidido celebrarla en el Este, en donde vivía la mayor parte de su clan familiar. Skinflick y yo nos sentamos a un kilómetro de ella.

En cierto modo todo el mundo pensaba que mi misión consistía en hacer de niñera de Skinflick, y que debía mantenerlo o bien completamente sobrio o borracho perdido para evitar que hiciera algo realmente lamentable. Era una tarea bastante vergonzosa, y pronto me desentendí de ella. Yo estaba tan resacoso como él, y me tenía harto con sus gimoteos. A ratos pensaba que si iba en serio,
debía
hacer una escena y secuestrar a Denise. No hacer caso de las imposiciones de la tradición y la familia y ser fiel por una vez a su parida de
La rama dorada
.

Pero los rituales nos vuelven idiotas a todos. Como esos pájaros que duermen con la cabeza del revés porque sus ancestros la metían bajo el ala. Plutarco dice que el coger en brazos a la recién desposada para cruzar el umbral es una estupidez, porque no recordamos que ese acto se remonta al rapto de la Sabinas; y hablo del puñetero
Plutarco
, de hace dos mil años. Seguimos caracterizando a la Parca con una guadaña. Deberíamos representarla conduciendo un John Deere para la Archer Daniels Midland
[34]
.

De manera que se comprende que Skinflick se sintiera incapaz de interrumpir la marcha de una procesión que se remontaba a milenios atrás. Pero no por eso dejaba de revolverme las tripas, y el calor húmedo no mejoraba las cosas. En un momento dado me alejé del bar todo lo que pude para estar un rato sin su compañía.

Entonces fue cuando vi a Magdalena.

No estoy seguro de que sea de su incumbencia, pero si realmente quieren que hable de ella, ahí va.

Físicamente: Tenía el pelo negro. Con un pico entre las entradas. Los ojos sesgados. Era menuda. Estaba en los huesos, salvo en la parte inferior del cuerpo, musculoso de correr. Antes de conocerla siempre me gustaban las rubias altas. Ella les dio una buena patada en el culo.

La blusa blanca que se había puesto para puesto tocar la viola le venía grande, de modo que la llevaba remangada y abierta en el cuello. Se le veía la clavícula. Cuando tocaba se recogía hacia atrás el pelo con una cinta de terciopelo, pero siempre se le escapaban mechones arqueados hacia delante, sobre las entradas. Cuando la vi por primera vez parecían antenas.

Aquella noche estaba pálida, pero siempre que tomaba un poco el sol se ponía morena, como si fuera de Egipto, o de Marte. La cintura de la parte de abajo del bikini se le tensaba entre las afiladas caderas dejándole frente al estómago un vacío de un centímetro, de modo que se podía introducir fácilmente la mano por ahí abajo. Tenía unos labios carnosos. Por esa boca volvería a matar a todos los que me he cargado.

Pero todo eso no dice nada de ella. Ni siquiera da una idea de cómo era.

Era rumana. De nacimiento. Trasladada a Estados Unidos a los catorce años, lo bastante tarde como para que conservara un poco de acento extranjero. Ferviente católica. Iba a la iglesia todos los domingos y al rezar se le perlaba de sudor el labio superior.

Puede parecerles raro que la mujer —la única— a quien amaba fuese tan religiosa. Pero de ella me encantaba incluso eso. Resultaba difícil argumentar en su presencia que no existía
una especie
de magia en el mundo, y era absolutamente antidogmática. Bajo su punto de vista, el hecho de que fuera católica y yo no, había de ser un designio divino, igual que todo lo demás. Dios quería que estuviéramos juntos, y jamás la haría querer a alguien que Él no amara también.

En cierta ocasión reconocí ante Magdalena que cuando pensaba en el catolicismo me venían a la cabeza imágenes polvorientas, papas corruptos y
El exorcista
. Pero donde yo imaginaba escalofriantes estatuas de madera de Santa Margarita, ella veía a la santa en persona, en las praderas de Escocia, con las mariposas. Lo que Magdalena era para mí, la Virgen María era para ella. Eso nunca me infundió celos. Simplemente hacía que me sintiera agradecido de estar a su lado.

Hablando de las Sabinas, a propósito, lo que más me gustaba era llevar a Magdalena en brazos. En la época en que tenía el piso en Demarest y Skinflick no aparecía por allí, solía hacerlo durante horas enteras. La llevaba desnuda en brazos, al estilo de
La mujer y el monstruo
, o sobre el codo doblado, sentada frente a mí y agarrada a mi cuello. A veces estiraba los brazos, me apoyaba con las manos en la pared y Magdalena me ponía los muslos encima de los hombros, de modo que podía pasarle la lengua por el coño y luego por el cuello, y por las caderas y las costillas.

Sigo sin explicar claramente las cosas.

Lo supimos en el mismo momento en que nos vimos. ¿No es eso deprimente? ¿No está muy lejos de todo lo que pueda pasarme otra vez, a mí o a nadie?

La vi y no pude dejar de mirarla, y ella era incapaz de apartar los ojos de mí. Me preguntaba si por casualidad no me encontraría justo en el sitio hacia donde gravitaba su mirada cuando estaba tocando, así que me cambiaba de lugar, y sus ojos me seguían. En los momentos en que no tocaba, cuando dejaba descansar la viola, sus labios se abrían sólo un poco.

Entonces Skinflick se me acercó por detrás y dijo:

—Oye, ese sarasa se ha ido por ahí.

—¿Quién? —dije, sin apartar la vista de Magdalena.

—El «marido» de Denise.

Sarasa
era una graciosa muletilla que Skinflick había adquirido saliendo con Kurt Limme. Empezó a utilizarla irónicamente, para reírse de los matones beatos, pero se le quedó grabada. Al menos no empleaba el término para referirse a los homosexuales.

—Pues vale —le dije.

—Vamos a seguirlo.

—No, gracias.

—Como quieras, gilipollas. Iré yo solo.

Unos momentos después dije: «Joder», y haciendo un esfuerzo me aparté de allí y fui tras él.

Vi que Skinflick se metía por detrás de la carpa en donde servían el banquete. Lo seguí.

El marido de Denise estaba allí de pie, solo, fumándose un canuto. Era un tío rubio con cola de caballo y gafas sin montura que trabajaba en Los Ángeles haciendo dibujos animados por ordenador o algo así. Me parece que se llamaba Steven, aunque en realidad qué más da.

—Pero si es un jodido
fumeta
—exclamó Skinflick.

El tío andaba por los veintiséis, lo que le hacía cuatro años mayor que nosotros, y seis mayor que Denise.

—¿Tú eres Adam?

—Pues claro, coño —contestó Skinflick.

—¿Eres tú el primo mafioso?

—¿El
qué
?

—Me habré confundido de tío. ¿Tú a qué te
dedicas
?

—¡A mí no me hablas con esa
impertinencia
! —gritó Skinflick.

El tío tiró los restos del canuto y se metió las manos en los bolsillos. Me quedé impresionado. Si Skinflick hubiera estado solo, podría haberle zurrado la badana, pero iba con otro.

—¡Haré que Pietro te sacuda hasta que se te salgan los ojos por el culo! —amenazó Skinflick.

—Pietro no va a hacer nada —le advertí, poniéndole una mano en el hombro. Y dirigiéndome al marido de Denise, añadí—: Está un poco borracho.

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