Burlando a la parca (18 page)

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Authors: Josh Bazell

BOOK: Burlando a la parca
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—No parece que tenga usted nada en común con mi hija.

—Nadie tiene nada en común con ella. Ojalá no fuera así.

—Eso es verdad —convino la madre, en tono de aprobación. El padre la fulminó con la mirada.

Magdalena simplemente se levantó, se acercó a su padre y lo besó en la frente.


Papa
, te estás poniendo en ridículo —le advirtió—. Ahora me voy a casa con Pietro. Volveré mañana o pasado.

Los dejó pasmados a los tres.

A mí también, pero no tanto para no dejar que me cogiera del brazo y me sacara cagando leches de allí.

Por aquella época, David Locano volvió a pedirme que me reuniera con él en los Baños Rusos. Yo seguía teniendo pie de atleta de la última vez, pero fui.

—Gracias por decir a Skinflick que fui yo quien mató a Kurt Limme —le dije en cuanto me senté a su lado.

—No le dije eso. Sólo que no había sido yo.

—¿Ah, no?

—No. Corre el rumor de que fue un cabrón a quien estaba estropeando un negocio de torres de telecomunicaciones.

Pensé en por qué me molestaba en preguntar. Si Locano
había
matado a Limme, o contratado a alguien para que lo hiciera, ¿por qué iba a decírmelo? ¿Y qué me importaba a mí, en cualquier caso? Sólo porque me había negado a matarlo, no tenía por qué guardarle luto.

—Bueno, ¿qué hay? —le pregunté.

—Tengo un trabajo para ti.

—¿Sí?

Ya había decidido que si me ofrecía algún trabajo le diría que no. Y que seguiría negándome hasta que comprendiera que quería dejar detrás esa actividad.

Magdalena había cambiado mi manera de ver las cosas. No es que supiera que me dedicaba a matar gente. No lo sabía. Pero no ignoraba que trabajaba con individuos sin escrúpulos, y le daba miedo conocer los detalles, lo que de por sí ya era bastante malo.

—No serás capaz de rechazarlo —me advirtió Locano—. Harás un gran favor al mundo.

—Pues…

—Y es que esos tíos son repugnantes.

—Vale. Pero…

—Y será un trabajo perfecto para que lo hagas con Adam.

Me quedé mirándolo.

—¿Está de broma? —le dije.

—Quiere entrar. Debe ganárselo.

—Creí que se trataba de mantener a Adam
fuera
de la mafia —objeté.

Ante la palabra «mafia», Locano miró alrededor.

—No seas bocazas. Ni siquiera aquí.

—Mafia, mafia, mafia —repetí.

—¡Para ya, coño!

—No me interesa —declaré—. Ni siquiera hacerlo solo. He terminado.

—¿Lo dejas?

—Sí.

Sentí un alivio enorme al decirlo. Había pensado que sería mucho más difícil. Pero seguía sin estar seguro de cómo iba a reaccionar Locano.

Se quedó un momento con la mirada perdida en el espacio. Luego suspiró.

—Será una putada perderte, Pietro.

—Gracias.

—No nos dejarás tirados del todo a Adam y a mí, ¿verdad?

—¿Socialmente, quiere decir? No.

—Bien.

Nos quedamos un rato en silencio. Luego dijo:

—Vamos a hacer una cosa. Sólo deja que te lo explique.

—No me interesa, en serio.

—Ya te he oído. Pero tengo que insistir. ¿Me permitirás simplemente que te hable de ello?

—¿Por qué?

—Porque creo que no pensarás lo mismo cuando te enteres de qué va. No te digo que debas cambiar de opinión. Sólo que cambiarás.

—Lo dudo.

—Eso está bien. Deja que te lo cuente. Es como lo de los hermanos Virzi, pero cien veces peor.

En ese momento supe que en realidad no quería saber nada del asunto.

—De acuerdo —convine—. Siempre que no le importe si le digo que no.

—¿Sabes cómo colocan a las prostitutas? —me preguntó Locano.

—He leído
Daddy Cool
.


Daddy Cool
es una chorrada de los sesenta. Hoy las traen en masa de Ucrania. Convocan una selección de modelos y luego las mandan a México, en donde las sacuden y las violan en plan cinta transportadora. Muchas veces hay heroína de por medio, para que las chicas no piensen en escapar. Estamos hablando de niñas de catorce años.

—¿Y tú andas metido en ese asunto?

—Ni hablar, coño —niega él—. De eso se trata. La gente con quien trato no tolera esa mierda, pero no podemos hacer gran cosa cuando el asunto se trama en el extranjero.

Todo aquello me sonaba a puro cuento, pero me limité a decir:

—Vale.

—Pero ahora hay un tío que se dedica a eso dentro del país. En
New Jersey
. ¿Sabes dónde está Mercer County?

—Sí.

—Te daré un mapa de todos modos.

Se abrió la puerta de la sala de vapor y entró un latido de aire frío. Y después un individuo sujetándose una toalla en torno a la cintura.

—Discúlpenos un momento —le pidió Locano.

—¿Qué quiere decir? —dijo el hombre. Tenía acento ruso.

—Que vuelva dentro de diez minutos, por favor. Entonces ya habremos terminado.

—Son unos baños públicos —protestó el hombre. Pero se marchó.

—¿Dónde estaba? —me preguntó Locano.

—No sé.

—Mercer County. Allí hay tres tíos: un padre con sus dos hijos. Lo llaman la Granja. Las chicas siguen llegando a México en avión y luego las traen de contrabando en camiones del Tratado de Libre Comercio, pero aquí es donde las zurran y las violan. Así hay más chicas que sobreviven al viaje. Pero al final, con lo que esos tipos acaban haciéndoles, no creas que quedan muchas.

—¿Es que estamos hablando de cuotas de producción, David?

Me miró y dijo:

—No. Ni por asomo. Se trata de que mi trabajo consiste en afrontar los problemas antes de que la mierda empiece a salpicar. Nada más enterarme de esto, decidí ponerle fin. Y en cuanto se lo conté a la gente con quien trabajo, me dijeron: «Adelante.» —Hizo una pausa y concluyó—: Pagan ciento veinte mil dólares.

—Eso me da lo mismo.

—Lo sé. Sólo intento explicarte la seriedad con que se está tomando esto todo el mundo. Son ciento veinte mil dólares para ti solo. Lo de Adam lo pago yo.

Casi había conseguido olvidar ese detalle.

—¿Por qué ibas a meter a Adam en un lío como ése? —le pregunté.

—Porque tengo la Granja controlada.

Lo que Locano quería decir con «controlada» era lo siguiente:

Un par de meses atrás, el dueño de la Granja, Karcher el Viejo, de nombre Les, había llamado a una empresa de fontanería para que le llevaran las cañerías de agua de la cocina hasta un cobertizo que sus hijos y él habían construido junto a la casa. Los fontaneros pensaron que aquel chamizo podría ser un laboratorio de metadona, así que echaron una mirada a ver qué podían afanar, orientándose sobre todo con el olfato. Eso los condujo a otra edificación exterior, en un rincón del jardín, en donde hallaron lo que parecía una adolescente desnuda en estado de descomposición, aunque tenía demasiadas moscas encima para saber con seguridad si era una chica.

Al volver a su camión, completamente flipados, uno de los fontaneros echó una mirada por la ventana del despacho de Karcher y vio algo que le recordó a un potro de tortura, como el de una cámara de los horrores medieval.

La cuadrilla de operarios se alarmó tanto por aquel asunto que pensó en llamar a la pasma. Entonces se impuso la disciplina, y pasó la información al mundo del hampa, de donde finalmente llegó a Locano. De creer su historia —cosa que a mí me habría gustado mucho—, era la primera vez que alguien se enteraba de lo que estaban haciendo los Karcher, aunque la Granja llevaba suministrando un producto de primera calidad desde hacía casi dos años.

Pero eso no importaba. Ahora la mafia quería matar a Karcher, ya fuera porque alguien que antes no sabía nada se había enterado de todo y no le parecía bien, o porque ese alguien hubiera decidido que una operación que podía descubrir una cuadrilla de fontaneros sistemáticamente drogados, constituía un riesgo que no valía la pena correr.

Por el motivo que fuese, Locano había decidido enseguida que aquél era el trabajo para que yo hiciera pasar a Skinflick su prueba de iniciación. Había mandado a los fontaneros que volvieran a la casa a terminar la instalación, pero diciéndoles que utilizaran cartón en vez de mampostería para tapar el agujero entre la casa y el cobertizo recién construido.

Según informaron, los fontaneros habían cubierto el cartón con papel parafinado antes de pintarlo para evitar que se combara, y el panel quedó tan pegado al suelo y era tan difícil de ver desde el interior de la casa, que los Karcher no tenían prácticamente manera de descubrirlo. Una vez que Skinflick y yo entráramos en el cobertizo, sería de lo más sencillo pasar a través de la pared y matar a Les Karcher y a sus hijos mientras dormían.

Locano incluso tenía un plan para introducirnos en el cobertizo. Por cinco de los grandes y un empujoncito en la organización, el chico que llevaba todas las semanas el pedido de la tienda a los Karcher estaba dispuesto a llevarnos en la parte de atrás de su camioneta de reparto. Tanto ese chico como los fontaneros habían informado de que no había perros en la propiedad.

Cómo llegué a suscribir ese plan —el primero que ejecutaba sin haberlo concebido yo mismo, en el que participaban otros, que conocía bastante gente, y que presentaba importantes variables sobre las cuales yo sabía muy poco continúa siendo un misterio para mí. Cuando ahora recuerdo esa época, me da la impresión de que andaba un poco en las nubes. Aunque puede que no me funcione bien la memoria.

Quería a Magdalena y estaba dispuesto a renunciar. Y sabía que ambas cosas exigían un sacrificio. Además me odiaba a mí mismo de manera bastante marcada, y comprendía que la libertad, por no hablar de Magdalena, eran cosas que no podía en modo alguno merecer.

O puede que siguiera confiando en David Locano; si no en sus intenciones respecto a mí, sí en su inteligencia y en su afán de proteger a Skinflick. Tenía que creer que nadie con la experiencia de Locano nos pondría a los dos en una situación apurada.

Y mucho menos tan jodida como resultó la de la Granja.

Se lo conté todo a Magdalena.

No había más remedio. El hecho de que me quisiera sin conocerme era en realidad como si estuviese con otro, y los celos me estaban matando. Soñaba todo el tiempo con una vida diferente, y otro pasado. Incluso con ser algún cabronazo de la industria de la basura.

Pero la realidad no era ésa. De modo que se lo dije. Aun cuando la idea de que pudiese abandonarme resultara horrible de cojones.

No me dejó. Lloró durante horas, haciendo que le hablara una y otra vez sobre los tipos que había matado. Que le explicara su grado de maldad, y si era probable que hubieran vuelto a asesinar. Como si buscara un argumento para seguir queriéndome.

Entre lo que le dije figuraba la promesa de que después de acabar con aquel individuo de la Granja y sus dos hijos, nunca más volvería a matar a menos que
ella
estuviera amenazada. Cerrar la Granja sería un favor a Locano que me facilitaría la salida de aquel negocio. Y estaría justificado por las vidas que salvaría.

—¿No puedes llamar simplemente a la policía? —preguntó.

—No —contesté, con más certidumbre de la que sentía.

—Entonces tendrás que hacerlo enseguida.

Creí que se refería a la necesidad de terminar cuanto antes con todo aquello para que así dejara de compartirme con el Diablo, y empezara a tratar de perdonarme.

—Para evitar que mueran más chicas —concluyó.

Ése puede ser el aspecto más bochornoso de todo el asunto. No que me pareciera que no podía traicionar la «confianza» de David Locano llamando a la policía. Sino que aún no se me hubiera ocurrido que cada día que pasaba era uno más de infierno para las chicas que, supuestamente, iba a salvar.

Pero indica algo: si has de portarte como un desalmado, al menos debes descargar tu conciencia en otra persona.

—Tiene que ser un jueves —le dije—. Es el día del reparto de la tienda a los Karcher.

Magdalena se limitó a mirarme. Para el jueves quedaban cuatro días. Apenas había tiempo para prepararse.

Otra norma infringida. Otro paso dado entre la niebla. Uno entre muchos.

—Lo haré este jueves —decidí.

15

Entre el personal de enfermería, el anestesista y yo cogemos la sábana de abajo de Squillante y lo trasladamos de la cama con ruedas a la mesa fija en el centro del quirófano. No es que pese mucho, pero la mesa de operaciones es tan estrecha que hay que dejarlo perfectamente colocado para que no se caiga. En realidad, se le desploman los brazos hasta que le pongo debajo un par de apoyos.

—Lo siento —dice cuando los atornillo a los pasamanos de la mesa.

—Cierra la puta boca —ordeno a través de la mascarilla. Squillante es el único de la sala que no lleva pijama, mascarilla ni gorro de ducha.

El anestesista lanza a Squillante una andanada inaugural por uno de los goteros. Una mezcla de analgésicos, paralizantes y amnésicos. Los amnésicos son por si los paralizantes funcionan pero los analgésicos no surten efecto, y Squillante se pasa toda la operación consciente pero incapaz de moverse. Al menos no recordará su derecho a denunciarnos.

—Voy a contar hasta cinco al revés —anuncia el anestesista—. Cuando acabe, estará usted dormido.

—¿Qué se cree, que soy un niño de teta? —protesta Squillante.

Dos segundos después está tieso y el anestesista le introduce en la garganta un laringoscopio metálico que se curva como el pico de una grulla. Poco después también tiene metido el tubo de la máscara de oxígeno, y Squillante, según palabras del anestesista, ya está «chupando la polla de plástico». El anestesista comprueba la circulación del aire, echa una especie de colirio en los globos oculares de Squillante, y le cierra los párpados con esparadrapo. Luego le tapa la cabeza de forma que le sobresalga el tubo de la máscara. Squillante parece entonces uno de esos cadáveres de la facultad de medicina, cuando se les cubre la cabeza durante los primeros meses de la clase de anatomía para que no se seque antes de meterles mano.

Saco al pasillo la cama vacía de Squillante, de donde la robarán enseguida para dársela a otro paciente, probablemente sin cambiar las sábanas. Pero ¿qué voy a hacer, ponerle un candado de bicicleta? Luego vuelvo y le sujeto con velcro brazos y piernas a la mesa de operaciones, como a un monstruo del cine.

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