Read Burlando a la parca Online
Authors: Josh Bazell
Disparar a los hermanos Virzi con mis cuarenta y cinco silenciadas fue como tener en las manos su fotografía y luego romperla por la mitad.
Le arrebato a Squillante el teléfono móvil y se lo hago pedazos con las manos.
—Habla, capullo —lo conmino.
—¿Qué quieres que diga? —contesta, encogiéndose de hombros—. Mientras siga vivo, Jimmy, mi muchacho, no llamará a Brooklyn.
—¿No va a llamar a quién en Brooklyn?
—A un tío que trabaja para David Locano y que puede hacerle llegar la noticia a Beaumont.
Cierro el puño.
—¡Tranquilo! —exclama Squillante—. ¡Sólo si me muero!
Lo incorporo en la cama tirándole del pellejo que le cuelga entre la mandíbula y el cuello. Está seco, como el de un lagarto.
—¿Sólo si te
mueres
? ¿Es que estás
chaveta
, coño? ¡Tienes una enfermedad en fase terminal! ¡Ya estás muerto!
—Espero que no —balbucea.
—¡Con la esperanza adelantaremos una mierda tú y yo!
Babea algo. Lo suelto y su cabeza vuelve a caer sobre la almohada.
—¿Qué dices?
—Me va a operar el doctor Friendly. Asegura que es posible ganar la partida a esa cosa.
—¿Quién coño es el doctor Friendly?
—¡Un cirujano famoso!
—¿Y opera en el Manhattan Catholic?
—Opera en toda la ciudad. Se lleva su propio personal de quirófano.
Me suena el busca. Pulso el botón de «apagar».
—Él y yo vamos a vencer juntos al cáncer —afirma Squillante.
Le doy un bofetada. Floja.
—Vais a vencer una mierda —le digo—. El hecho de que te estés muriendo no significa que yo tenga que acompañarte. Cancela tu contacto con Locano.
—No —responde con voz queda.
Lo abofeteo algo más fuerte.
—Oye, tarado. Tus posibilidades de vivir son una verdadera mierda. No hagas que te mate ahora.
—No puedes.
—¿Por qué no, si da lo mismo?
Empieza a decir algo, pero en cambio se pone a parpadear. Intenta hablar de nuevo. Luego rompe a llorar. Ladea la cabeza y se encoge en posición fetal tanto como se lo permiten sus diversos tubos y sondas.
—No quiero morir, Zarpa de Oso —dice entre lágrimas.
—Sí, bueno, nadie te está pidiendo permiso. Así que espabílate.
—El doctor Friendly asegura que tengo una posibilidad.
—Eso es lo que dicen los cirujanos en lugar de «Necesito un yate algo más grande».
Me suena otra vez el busca. Lo apago de nuevo. Squillante se aferra a mi antebrazo con su mano de chimpancé.
—Ayúdame, Zarpa de Oso.
—Haré lo que pueda —le prometo—. Dile al tío ese que lo olvide.
—Sólo encárgate de que supere la operación.
—Lo haré si puedo. Dile que lo deje.
—Si salgo de la operación y me voy de aquí por mi pie, te prometo que lo haré. Me lo llevaré a la tumba. No es que quiera vivir para siempre.
—¡Pero bueno! —exclama una voz detrás de mí—. ¿Qué clase de conversación es ésa?
Me vuelvo y veo a dos médicos que entran en la habitación. Uno es un residente larguirucho, de aspecto agotado, con pijama azul de sanitario; el otro, un tío gordo de unos cincuenta y cinco años. No conozco a ninguno de los dos. El individuo grueso tiene un rostro rubicundo, y una calva que trata audazmente de ocultar pasándose un mechón por encima: dándose dos vueltas al cráneo, para ser más exactos. Pero lo curioso no es eso.
Lo interesante es la bata blanca del tío, que le llega al muslo. Está cubierta de etiquetas, como si se dedicara a las carreras de coches. Y es de
cuero
. Más aún, son anuncios de fármacos y están pegados a aquellas partes del cuerpo en las que surten efecto:
Xoxoxoxox
(pronunciado «zoZOXazox») sobre el corazón,
Rectilify
a la altura del colon sigmoide, y así sucesivamente. Encima de la bragueta —cortado por la mitad porque lleva la bata abierta— se ve el conocido logotipo de
Propulsatil
, el medicamento que facilita la erección.
—Es una bata asombrosa —observo. El gordo me mira, intentando decidir si lo digo con sarcasmo, pero yo mismo no lo sé, así que él tampoco.
De manera que se limita a decir:
—¿Es usted el de medicina interna?
—Sí.
—Yo soy el doctor Friendly.
Genial. A este tío no le dejaría ni que hurgara en mi coche.
—Esta mañana me llevo al paciente al quirófano —anuncia—. Ocúpese de que esté preparado.
—Lo está —aseguro yo—. No va a hacer petición de NMR.
El doctor Friendly me pone una mano en el hombro. Buena manicura, al menos.
—Pues claro que no —conviene—. Y no me lama el culo. Eso ya lo hace mi residente.
Me quedo mirándolo.
—Si necesito hablar con usted, haré que lo llamen al busca.
Pienso en poner una excusa para no marcharme, pero no se me ocurre ninguna. Estoy distraído; primero porque cuando el doctor Friendly se da la vuelta, veo que en la bata lleva parches de
Marinir
sobre los riñones, y luego por el olor de su residente.
Al que, de pronto, reconozco. Los ojos enrojecidos del residente, orlados de oscuros círculos, se me quedan mirando cuando me vuelvo.
—¿El fantasma de Cirugía? —le pregunto.
—Sí —contesta. Le sigue apestando horriblemente el aliento—. Gracias por dejarme descansar.
Al marcharme giro la cabeza hacia Squillante y le digo:
—Procura no morirte hasta que vuelva.
Al salir del Ala Anadale, siento un agudo zumbido en el oído izquierdo.
Trato de imaginar lo que el Profesor Marmoset —el Más Grande— me aconsejaría. Le pregunto, casi en voz alta:
¡¡¡Profesor Marmoset!!! ¿¿¿Qué coño debo hacer???
Lo imagino sacudiendo la cabeza. No tengo ni pajolera idea, Ishmael
[19]
.
Hay que joderse. Saco el móvil. Digo «Marmoset» y pulso «llamar».
Me cruzo con una enfermera, que me dice:
—Aquí no se puede utilizar el móvil.
—Lo sé —le digo.
Por el teléfono, una voz femenina ridículamente velada y sexual anuncia: «
Hola. Soy Firefly, el servicio automatizado de contestador. ¿A quién quiere localizar?
» Es como si le saliera de la vagina.
—A Marmoset.
—
En estos momentos el Profesor Marmoset no contesta al teléfono. ¿Desea que lo localice?
—
Sí
—digo a la puta cosa.
—
Diga su nombre, por favor
.
—Ishmael.
—
Un momento, por favor
—dice Firefly—.
¿Le apetece oír música mientras espera?
—Váyase a la mierda —la conmino.
Pero como si nada. Suena una canción de Sting.
—
No he podido localizarlo
—dice Firefly, al cabo—.
¿Quiere dejar algún recado?
—Sí —contesto, tragando lágrimas de amargura por tener que conversar con esa monstruosidad.
—
Como guste. Ya puede dejar su mensaje
.
—
Profesor Marmoset
—empiezo a decir. Hay un pitido.
Luego, silencio. Espero unos segundos. No pasa nada.
—Profesor Marmoset —prosigo—. Acabo de oír un pitido. No sé si significa que ha empezado a grabar o que ya ha terminado. Soy Ishmael. Necesito hablar urgentemente con usted. Por favor, llámeme por teléfono o al busca.
Le dejo ambos números, aun cuando tengo que leer el del móvil en la etiqueta de mi estetoscopio. Ni me acuerdo de la última vez que se lo di a alguien.
Luego pienso en llamar a Sam Freed, que fue quien me metió en el PFPT. Pero se ha jubilado, y no tengo idea de cómo localizarlo. Y no me apetece lo más mínimo hablar con quien se ocupe ahora de sus asuntos.
Cuando me suena el busca otra vez, lo miro por si es Marmoset.
Pero sólo es un recordatorio alfanumérico de que, por mal que vayan las cosas, siempre pueden empeorar:
«¿DND STA? S NO VIENE YA RNDA ASNTE STA DESPEDDO.»
Incluso en un buen día prefiero hablar con un agente de seguros antes que tragarme las rondas del asistente. Ahora, cuando un capullo de quien me he olvidado hace años hace lo posible para que me maten o me pongan de nuevo en fuga, resulta exasperante.
Porque, tanto si VOY YA como si no, lo más probable es que esté JDDO.
Ahí tienen algo divertido que hacer la próxima vez que viajen a Sicilia: Váyanse a tomar por culo de allí. Corriendo.
Ese sitio ha sido una mierda desde que los romanos quemaron los bosques y allanaron las colinas para disponer de campos de trigo cerca de la península italiana pero lo bastante lejos de la costa para que no llegaran plagas de langostas. Hasta los Camisas Rojas de Garibaldi, cuando liberaron Italia, dejaron a Sicilia encadenada. Era demasiado valiosa para soltarla.
Los propios sicilianos, a lo largo de los siglos, quedaron estratificados en tres clases distintas. Estaban los siervos, de quienes qué se puede decir, la verdad. Luego, los terratenientes, que poseían mansiones en la isla pero iban lo menos posible. Y por último los capataces: una clase de sanguijuelas que, con tal de mantener el ritmo de producción, podían hacer lo que quisieran con los siervos.
Los capataces vivían en las mansiones cuando sus dueños estaban fuera. En la época otomana los llamaban
maifa
, que significa «fanfarrones». De ahí vino más adelante el término
mafia
.
Cuando los sicilianos empezaron a emigrar a Estados Unidos a principios del siglo XX, para dedicarse principalmente a recoger papel de la basura en el Lower East Side de Manhattan, la mafia siguió chupándoles la sangre. Durante la Prohibición, podría decirse que la mafia hizo algo socialmente provechoso, pero a su término volvió a dedicarse a chantajear a la gente con la amenaza de una violencia implacable. Un fetichista de la historia de Roma llamado Sal Manzaro, «el Pequeño César», llegó a formar un ejército particular, utilizando términos latinos italianizados como
capodecini
o
consiglieri
, y entonces la vida se hizo tan difícil en Nueva York que los federales acabaron tomándose interés. Lo único que salvó a la mafia en aquellos momentos fue la industria de la basura.
Por motivos que siguen sin estar claros, pero que probablemente tienen que ver con que a las compañías privadas les resulta más fácil que a las públicas realizar vertidos ilegales de basura cruzando las fronteras estatales, el Ayuntamiento de Nueva York interrumpió en 1957 la recogida de basura a
todo
el sector privado. De la noche a la mañana dejó de servir a las empresas comerciales. Por primera vez en cien años. De pronto todas las compañías de la ciudad se dedicaron a la exportación de un producto sólido, en putrefacción, que sólo podía transportarse en camiones.
La mafia manejaba camiones desde la época de recogida de papel, y le gustaba ese modo de transporte. Los camiones van despacio y se los localiza enseguida, y el personal que los maneja es poco numeroso y fácil de neutralizar. Hacia mediados de los años sesenta, la mafia se ocupó de que los sindicatos de los trabajadores de la basura, controlados por ella, se declarasen periódicamente en huelga contra las empresas de transporte de basura, que ella dirigía, a la espera de que el alcalde se decidiese a subir las tasas de recogida para impedir la subsiguiente epidemia de ratas y enfermedades.
Eso ocurrió en el decenio de los noventa. Se habla mucho de trajes de Armani, «padrinos elegantes» y
respeto
, y de que
Ja, ja, Tony Soprano finge dedicarse al negocio de la basura
y esas cosas, pero lo que durante años mantuvo vivas a las Cinco Familias fue la basura. Drogas, crímenes, putas —hasta el juego, antes de los casinos indios— no eran sino actividades suplementarias.
Finalmente, sin embargo, Rudy Giuliani decidió que ya estaba bien y contrató a Waste Management, una compañía multinacional tan aterradora que a su lado la mafia parecía un grupo de niñas de esos concursos en que participaba JonBenet Ramsey
[20]
, Los delitos de la Waste Management eran lo bastante graves como para forzar cambios en la Comisión de Cambio y Bolsa, entre otras cosas, pero su aparición en el sector de la basura de Nueva York inspiró a la mafia otra ronda de notificaciones funerarias.
Pero, una vez más, la legislación impidió que se materializaran los asesinatos. Esta vez a escala estatal.
A lo largo de varios años la mafia había venido haciendo una serie de chanchullos con gasolineras que abría mediante testaferros, y que luego cerraba a la hora de pagar los impuestos estatales. Como las tasas ascendían a unos siete centavos por litro, eso equivalía a echar del negocio a todo competidor honrado, lo que resultaba bastante lucrativo pero suponía un largo periodo de inactividad, puesto que cada estación de servicio debía estar cerrada durante un mínimo de tres meses entre una declaración de quiebra y la siguiente. Entonces el estado cambió la ley, requiriendo los impuestos sobre la gasolina a los mayoristas en vez de a los minoristas.
La idea era acabar con el negocio ilícito del impuesto sobre la gasolina, pero resultó mucho más lucrativo el Nuevo Chanchullo, el cual, aunque parezca increíble, fue un invento de Lawrence Iorizzo al alimón con el gángster ruso Igor Roizman, «el Pequeño»: algo así como Newton y Leibniz inventando conjuntamente el cálculo matemático.
Con el Nuevo Chanchullo de la Gasolina se abrían y cerraban falsas empresas
mayoristas
, dejando las estaciones de servicio abiertas todo el año, lo que era una mina de oro. Resulta notorio y ridículo, pero con ese método a finales de 1995 los sicilianos y los rusos habían robado en comandita unos cuatrocientos millones de dólares sólo en Nueva York y New Jersey.
A la larga, sin embargo, resultó que trabajar con los rusos no era buen negocio para los sicilianos. Tras dos mil años de cultura carroñera, los sicilianos se habían vuelto tan perezosos como los británicos, con el mismo sueño de vivir en un castillo atendidos por numerosa servidumbre. Los rusos, a quienes acababan de arrebatarles toda ilusión de vivir en una sociedad organizada, quizá desearan lo mismo, pero estaban dispuestos a partirse el culo por conseguirlo.
Cualquiera podía ver adónde iban a parar las cosas. Los rusos acabarían adueñándose del Nuevo Chanchullo de la Gasolina, igual que de Coney Island, otra posesión en disputa. Sólo era cuestión de tiempo, de la cantidad de complicaciones y de la rentabilidad que la operación tuviera para los sicilianos.