Read Burlando a la parca Online
Authors: Josh Bazell
Es una técnica que pertenece a la encantadora arte marcial del
kempo
. Se juntan las manos como si se fuera a aplaudir, pero con la derecha un poco más alta que la izquierda y efectuando un movimiento algo más rápido. De manera que un instante después de abofetear a Dzelany en una mejilla con la mano derecha, lo sacudí en la otra con la izquierda. Lo que se hace luego es volver la mano derecha y cruzar la cara con un revés. La velocidad de los tres golpes desorienta: es demasiado para pensar en ello, como cuando a un león se le paraliza el cerebro ante las cuatro patas de la silla que esgrimen contra él.
Aunque, en realidad, a Dzelany no llegué a aplicarle la triple bofetada. Después de atizarlo dos veces no le di un revés con la mano abierta en la mejilla, sino un puñetazo en la sien. No se les ocurra hacer eso. Está garantizado que tumba a cualquiera, y hasta puede causar la muerte. Con ello me quité inmediatamente de en medio a Dzelany.
Así que di un salto, precipitándome hacia el individuo del puño de hierro. Como seguía en vena demoledora, le lancé la mano cerrada a la cara como si fuera una maza.
Intentó esquivarlo, pero eso es lo bonito de un golpe de martillo: si el contendiente se echa hacia atrás, el puño (el pie, o lo que sea) prosigue su avance tanto hacia delante como hacia abajo, de modo que siempre se termina golpeando algo. En este caso fue la clavícula derecha, que ni siquiera llegó a combarse, sino que se partió en tres trozos: el del medio se le clavó en el pecho, y el tío se cayó redondo al suelo.
Desde el punto de vista estratégico podría haberlo hecho mejor, porque ahora tenía uno a la izquierda y otro a la derecha, y ninguno estaba lo bastante cerca. Pero el simple hecho de que fueran dos constituía una ventaja. Los que no han recibido entrenamiento para el combate conjunto casi siempre pelean peor en grupo, porque tienden a mantenerse a cierta distancia esperando a que su compañero haga lo más difícil.
Me volví hacia el de la izquierda. Me aparté de él saltando hacia atrás sobre los restos de la silla y di una coz en el plexo solar
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al que ahora tenía a la espalda, tomando puntería hacia la pared que estaba a sesenta centímetros de él.
El que seguía teniendo enfrente echó mano a la pistola, sacándola de la chaqueta de cuero justo cuando le clavaba en la garganta el antebrazo, todavía con un resto de la silla pegado, con lo que nos precipitamos los dos hacia la pared que estaba a su espalda. Cuando lo solté, cayó de rodillas y se puso a emitir unos sonidos horrorosos, pero no por mucho tiempo.
Recogí del suelo su pistola, una extravagante Glock, y, tras comprender que no estaba libre de riesgo, descerrajé un tiro en la cabeza a aquellos cuatro gilipollas. Les cogí la cartera para saber quiénes eran, y cuando los registraba me encontré mi cuarenta y cinco en el bolsillo del tío con el puño americano. ¡Ya me parecía a mí! No se pierde fácilmente nada tan feo.
En quitarme la cinta aislante y los trozos de madera tardé más que en triplicar el número de gente que había matado.
A las cuatro de la tarde estaba llamando al timbre de los Locano. Me abrió la señora Locano, que dio un grito. Yo sabía por qué, puesto que me había echado un vistazo en el retrovisor al coger el coche, después de volver andando al Aquarium desde las Flatbush Flatlands, procurando apartarme del paseo marítimo. Parecía como si me acabaran de matar a hachazos.
—¡Ay, Dios mío, Pietro! ¡Entra!
—No quisiera manchar nada de sangre.
—¡Y qué más da eso!
David Locano apareció ante mi vista.
—¡Joder, chico! —exclamó—. ¿Qué te ha pasado?
Entre los dos me ayudaron a entrar en la casa, y se lo agradecí porque así no tendría que tocar las paredes.
—¿Qué ha ocurrido? —repitió Locano.
Miré a su mujer.
—Discúlpanos, cariño —le dijo Locano.
—Voy a llamar a una ambulancia —repuso ella.
—No —dijimos a la vez Locano y yo.
—¡Necesita un médico!
—Diré al doctor Campbell que venga a casa. Prepara la habitación, lleva algunas cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—No sé, cielo. Toallas y esa mierda. Por favor.
Se fue. David Locano me acercó la silla del escritorio de madera que había en el vestíbulo, sobre el que depositaban el correo, de manera que no tuviera que sentarme en los muebles del salón.
Se agachó a mi lado y musitó.
—¿Qué coño ha pasado?
—Pregunté por Dzelany. Me tendieron una trampa. Tres tíos y él. Les cogí la cartera.
—¿Les cogiste la…?
—Los maté.
Se me quedó mirando un momento, luego se encogió de hombros, con cautela.
—Lo siento, Pietro. Lo lamento mucho. —Se retiró un poco para mirarme a los ojos—. Pero hiciste bien.
—Lo sé.
—Te prometo que te pagarán por esto.
—Eso no me importa.
—Has hecho bien —insistió—. Joder. Me parece que esto se te va a dar de perlas.
Fue un momento interesante en mi vida. La ocasión en que debía haber dicho: «Me voy de aquí» o «Estoy cagado de miedo», y «Nunca volveré a hacer esto». Pero en cambio me dejé llevar por mi patética necesidad de los Locano, iniciando así mi rápida adicción al derramamiento de sangre.
—No se le ocurra mentirme otra vez —le advertí.
—No te he mentido… —protestó Locano.
—Y una mierda. Si vuelve a hacerlo, y acabo matando a un inocente, el siguiente será usted.
—Por supuesto —concluyó él.
Ya estábamos negociando.
A las siete cuarenta y dos ya estoy otra vez dormido en mi butaca y mi cabeza choca contra la pared. Lo que demuestra, curiosamente, que por muy agobiado que estés nada puede mantenerte despierto en una reunión de las rondas del asistente.
Las rondas del asistente sirven para que un amplio número de gente se reúna y repase la lista de pacientes para asegurarnos de que «hablamos de lo mismo» y satisfacer el requisito legal de que alguien realmente cualificado para adoptar decisiones sobre el tratamiento que debe darse a los pacientes se entere al menos de cuáles son tales decisiones una vez que se han tomado.
Esa persona es el «médico asistente», un doctor de verdad que cada año viene a supervisar el pabellón durante una hora diaria a lo largo de un mes, a cambio de lo cual puede atribuirse el título de catedrático de una prestigiosa facultad de medicina de Nueva York que, por lo que yo sé, no guarda ninguna otra relación con el Manhattan Catholic. De acuerdo con los objetivos de claridad que marca la terminología sanitaria, el «asistente» es la persona menos presente en la planta.
Este asistente en concreto es alguien que conozco. Tiene sesenta años. Siempre lleva unos zapatos soberbios que deben de ser carísimos, pero lo que realmente le ha valido mi admiración es su habitual respuesta a mi pregunta de cómo le va la mañana. «Estupendamente. Me vuelvo a Bridgeport en el de las nueve.»
En este momento tiene la cabeza apoyada en la mano, con las mejillas colgando como las esquinas de un mantel. Mantiene los ojos cerrados.
Los demás que están en la sala son: una residente, colega de Akfal y mía, aunque trabaja en un pabellón al otro extremo del edificio (es una joven china llamada Zhing Zhing, que a veces se siente tan deprimida que hay que enderezarle los brazos), los cuatro estudiantes de medicina que tenemos entre los tres, y nuestra jefa de residentes. Tenemos la sala para nosotros solos, porque hemos echado a patadas a la multitud de pacientes en bata que estaban viendo la tele con la esperanza de morir en cualquier sitio menos en la cama del hospital. Lo siento, amigos. Siempre os quedará el pasillo.
Pero tengo un cansancio de tres pares de cojones.
Uno de los estudiantes —no mío, sino de Zhing Zhing— está leyendo una lista increíblemente larga de oscuros resultados de funciones hepáticas, palabra por palabra. El enfermo padece insuficiencia cardiaca. Por lo que en primer lugar, no debían haberse solicitado las pruebas. Y como están dentro de la normalidad, cabría esperar que el estudiante nos ahorrara al menos el tener que escucharlas.
Y, sin embargo, nadie da un grito.
Al despertarme tengo la alucinación de que está creciendo musgo en una de las paredes, luego noto que me estoy quedando dormido otra vez. De manera que hago el truco de mantener abierto un ojo —el único que alcanza a ver la jefa de residentes esperando que eso procure algo de reposo a la mitad de mi cerebro. Mi cabeza vuelve a rebotar contra la pared. Me debo haber quedado traspuesto.
Ahora son las siete cuarenta y cuatro.
—¿Lo estamos aburriendo, doctor Brown? —pregunta la jefa de residentes.
La jefa de residentes ha concluido su residencia pero ha decidido quedarse en el ManCat un año más, en una manifestación de lo que creo que sigue llamándose «síndrome de Estocolmo». Lleva un vestido con falda bastante corta bajo la bata, pero no se le borra del rostro su habitual expresión, que acompañaría muy bien a sus palabras si dijera: ¿Se ha
cagado
usted en mis
zapatos
?»
—No más que de costumbre —contesto, tratando de despertarme a base de frotarme la cara. Observo que de verdad está creciendo musgo en una de las paredes, aunque mi doble visión está exagerando las cosas.
—A lo mejor le apetece hablarnos del señor Villanova.
—No faltaba más. ¿Qué les gustaría saber? —le digo, preguntándome quién será el señor Villanova. Por un momento me preocupa que pueda ser otro apodo de Squillante.
—Por lo visto ha solicitado usted escáneres tomográficos de tórax y glúteos.
—Ah, sí. El Tío del Culo. Será mejor que les eche un vistazo.
—Hágalo después.
Vuelvo a retreparme en la butaca. Me sueno la nariz con la mano izquierda para encubrir el lento movimiento de la derecha hacia el busca.
—El paciente tiene dolores localizados en la nalga derecha y por debajo de la clavícula, a pesar de AIV
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—le digo—. Parece que tiene fiebre, además.
—Sus constantes vitales son normales.
—Sí, ya lo he observado.
Con el pulgar derecho pulso el botón de «prueba» con tal rapidez que ni yo mismo me habría dado cuenta. Cuando suena el maravilloso timbrazo, echo un vistazo a la pantalla de LCD y me pongo en pie de un salto.
—Mierda. Me tengo que ir.
—Quédese hasta el final de la ronda, por favor —me indica la jefa de residentes.
—No puedo. Un paciente —contesto. Que no es tanto una mentira como una incoherencia.
A mis estudiantes les digo:
—Que uno de vosotros consulte las estadísticas de gastrectomía relacionadas con las células en anillo de sello. Ya os veré más tarde.
Y así, por las buenas, estoy libre.
Pero pienso demasiado despacio para ocuparme del problema de Squillante, de modo que aplasto una Moxfane con la yema de los dedos, estiro el pulgar lo más posible y esnifo el polvo en el declive que se me forma al final de la muñeca.
Las fosas nasales me pican como locas, y se me va la visión durante un segundo. Lo que me devuelve a la realidad es el estómago, que empieza a emitir una serie de acelerados ruiditos metálicos, como los de un muelle.
Necesito comer algo. Martin-Whiting Aldomed está ofreciendo probablemente un desayuno gratis en alguna parte del hospital, pero no tengo tiempo para eso, ni soñarlo.
Junto al montacargas, en el estante de bandejas de comida ya servidas, encuentro un cuenco de plástico sin abrir de copos de avena y una cuchara razonablemente limpia. No hay leche de verdad, pero veo media botella de leche de magnesia. Lo que, lamento decir, en determinadas circunstancias es mejor que nada.
Me lo llevo todo a una habitación donde hay una cama vacía junto a la puerta, y me siento a comer en el colchón manchado de orines.
Empiezo a atacarlo cuando una voz de mujer dice al otro lado de la cortina:
—¿Quién está ahí, por favor?
Termino primero —tardo unos cuatro segundos—, masco otra Moxfane, me pongo en pie y me dirijo a la otra cama.
Es una joven. Guapa, veintiún años.
La belleza es rara en un hospital. Y la juventud también.
Pero no es eso lo que me detiene.
—Joder —exclamo—. Te pareces a alguien que conocí.
—¿Una novia?
—Sí.
La semejanza es ligera —los ojos negros o algo así—, pero en mi estado actual me conmociona.
—¿Separación dolorosa? —pregunta la mujer.
—Murió.
Por la razón que sea, cree que estoy de broma. Son las Moxfanes, que me gastan jugarretas con la expresión de la cara o algo así.
—De modo que ahora te has metido a trabajar en un hospital para salvar vidas, ¿no es eso?
Me encojo de hombros.
—Eso es bastante cursi —observa.
—No, si se ha matado a tanta gente como yo —respondo. Pensando:
Ah. Quizá deba salir de la habitación y dejar que la droga se quede charlando aquí.
—¿Errores médicos, o más bien cuestión de asesino en serie?
—Un poco de las dos cosas, probablemente.
—¿Eres enfermero?
—Soy médico.
—No tienes aspecto de médico.
—Ni tú de enferma.
Y es verdad. A simple vista, al menos, es la salud personificada.
—Pronto lo pareceré.
—¿Por qué?
—¿Tu no eres mi médico?
—No. Sólo soy un curioso.
Aparta la vista.
—Me van a amputar la pierna esta tarde.
Lo pienso durante un momento. Luego digo:
—La vas a donar, ¿eh?
Se ríe, con aspereza.
—Sí, al cubo de la basura.
—¿Qué te pasa en la pierna?
—Tengo cáncer de huesos.
—¿En dónde?
—En la rodilla.
Territorio por excelencia del osteosarcoma.
—¿Puedo verla?
Aparta las sábanas. Retirándose al mismo tiempo el borde del camisón, lo que deja ante mi vista un parrús resplandeciente. Tipo moderno: chumino mexicano sin pelo. Le veo el cordón azul del tampón. Me apresuro a ponerle de nuevo las sábanas sobre la entrepierna.
Le miro las rodillas. Tiene la derecha sensiblemente hinchada, y aún más por la corva. Pastosa al tacto.
—¡Puaj! —exclamo.
—Dime algo.
—¿Cuándo te han hecho la última biopsia?
—Ayer.
—¿Qué han encontrado?
—Dijeron que era «Tejido glandular amorfo y hemorrágico».
Doble puaj.