Caballeros de la Veracruz (16 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—Los más valerosos se han quedado —murmuró Josías.

—Los más valerosos —insistió el Papa— han hecho lo que tenían que hacer. ¡Y eso es lo que habéis hecho vos!

Urbano III parecía haber recobrado hasta cierto punto su energía. El pontífice se incorporó en su cama y reclamó que tomaran nota de lo que iba a decir. Algunas personas se agitaron en la oscuridad. Josías oyó cómo abrían un armario, y luego alguien trajo varios rollos de pergamino vírgenes, un tintero y plumas de oca, que cogió el obispo de Preneste.

—Hoy, día de san Pantaleón del año 1187... —empezó Urbano III con voz jadeante.

El obispo de Preneste mojó la pluma en la tinta negra y escribió al dictado del Papa.

—Urbano III, obispo de Roma y siervo entre los siervos de Dios, a sus muy excelentes hijos Felipe Augusto y Enrique II Plantagenet, respectivamente rey de Francia y rey de Inglaterra, y a Federico I Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Nos elevamos al arzobispo Josías de Tiro al rango de prelado, con la misión de presentarse ante vosotros para exhortaros, por Dios y por la salud de vuestra alma, a tomar la cruz y a vengaros de nuestros enemigos, los sarracenos...

En este momento del dictado, el Papa sufrió un ataque de tos. Después de haber recuperado la respiración, el pontífice continuó, medio sofocado:

—Además, ordenamos que se eleve en toda la cristiandad un diezmo especial, llamado «sarraceno», cuyos beneficios servirán para financiar vuestras expediciones. A todos los que tomen la cruz, les prometemos indulgencia plenaria y remisión de los pecados. Sus bienes se encontrarán, durante el tiempo de su ausencia, bajo la santa guarda de la Iglesia de san Pedro. Finalmente, ordenamos un ayuno todos los viernes durante cinco años, así como la abstinencia de carne los miércoles y sábados... Mis muy queridos hijos, escuchadnos, no rechacéis nuestras plegarias y no cerréis vuestros oídos a nuestras súplicas; pues así, nos, príncipe de los apóstoles, no os cerraremos la entrada del reino de los cielos.

Cuando el obispo de Penestre hubo acabado de redactar el texto, el Papa ordenó:

—Cerradlo y lacradlo con nuestro sello.

Paolo Scolari se disponía a derramar sobre la bula papal un poco de cera roja para aplicar el sello de Urbano III, cuando este exclamó:

—¡Un instante! Deseamos resaltar este acontecimiento de una forma especial. Lo que vivimos actualmente lleva un gran desorden al mundo. Queremos que todos se aperciban de ello cambiando el color de nuestro sello. Mientras la Santa Cruz no sea reconquistada, declaramos al papado en duelo: nuestro sello será de color negro.

El obispo de Preneste cogió, pues, un bastoncillo de cera negra, la fundió sobre el sobre y aplicó el sello papal. Urbano III ordenó con un gesto a Scolari que entregara la bula a Josías y dijo a este último:

—No la abráis sino en presencia de los reyes de Francia e Inglaterra reunidos. Barbarroja, por su parte, partirá sin plantear dificultades cuando conozca nuestros problemas. Desde el momento en que sepa que la Santa Cruz nos ha sido arrebatada, lo cual no puede tardar, querrá recuperarla para él y, quién sabe, tal vez establecer la capital de su imperio en Jerusalén. A vosotros os corresponde, mis muy queridos hijos, actuar de modo que esto no ocurra.

Di Morra y Scolari inclinaron la cabeza y en la habitación se escucharon algunos murmullos.

—Santísimo padre —intervino el obispo de Preneste—, ¿puedo permitirme una sugerencia? ¿No podría ejercerse presión sobre Enrique II o sobre Felipe Augusto?

—¿En qué estáis pensando? —preguntó el Papa.

—En excomulgarlos...

—Este procedimiento ya se ha utilizado, sin otro resultado que el de hundir a aquellos a los que apuntaba en el orgullo y el odio hacia nuestra persona. Ni siquiera la excomunión pronunciada en 1139 en el concilio de Letrán por nuestro venerado predecesor (paz a su alma) Inocencio II en contra, de la ballesta tuvo el efecto deseado, a no ser el de llenar nuestras arcas gracias a la venta de excepciones... Por otra parte, os recordamos que Enrique II ha amenazado con hacerse mahometano... Y no quisiéramos empujarlo aún más en esa dirección.

—Entendámonos, pues, con su hijo, Ricardo Corazón de León. Está en muy buenas relaciones con el rey de Francia y no debería ser muy difícil trocar su partida a Tierra Santa por el trono de Inglaterra.

—Enviadle dinero, ayudad a su hermano, Juan Sin Tierra, a combatir a su padre. Ved, en fin, todo lo que puede hacerse —dijo el Papa.

Y, viendo que Josías se había mostrado turbado durante este intercambio de palabras, Urbano III añadió dirigiéndose a él:

—El cielo se gana aquí abajo, y aquí abajo debemos actuar. Por otra parte, no olvidéis que han sido reyes los que han perdido la Vera Cruz. Nos somos inocente de este crimen. Desde el inicio no hemos dejado de decir que no nos placía verla expuesta así al riesgo de las armas. Sin embargo, los reyes no han dejado de utilizarla en su propio beneficio, sin tener en cuenta los peligros en que incurrían. No hace tanto tiempo, poco antes de la Navidad del año de gracia de 1182, el propio Balduino IV partió a saquear la región de Damasco llevando consigo la Vera Cruz. ¿Creéis acaso que la cruz estaba destinada a eso?

—El arzobispo de Tiro, Guillermo, mi maestro, se encontraba en compañía del rey —respondió Josías—. El portaba la Vera Cruz, escoltado por algunos de los mejores caballeros del Temple y del Hospital.

—Ya sabéis, Josías, hasta qué punto amábamos a Guillermo. Pero en este asunto llevó la Santa Cruz por un rey, y no por Dios. La cruz no tiene nada que hacer en un campo de batalla. Su lugar está en una iglesia. Por otra parte, ningún rey debería gobernar en Palestina. Como tan bien escribió nuestro venerado predecesor Alejandro III, en una bula dirigida en 1181 a toda la cristiandad a propósito del pequeño rey leproso: «No existe un rey que pueda gobernar esta tierra. Balduino, por ejemplo, que lleva las riendas del gobierno, se encuentra gravemente flagelado por el justo castigo de Dios, hasta el punto de que tiene dificultades para soportar los continuos tormentos de su propio cuerpo». El mismo Dios no ha dejado de advertirnos. La lepra de Balduino era un signo. La pérdida del condado de Edesa fue el primero. La toma de la Vera Cruz será, sin duda, el último.

Josías no hizo ningún comentario, pero dejó de mirar al obispo de Preneste, al que ya no soportaba dirigirse. La lepra que había afectado al pequeño rey Balduino IV a lo largo de todo su reinado nunca había sido comprendida en Occidente. Mientras que en Oriente era una simple enfermedad, que Guillermo había tratado de curar, en el Vaticano había sido considerada una manifestación de la voluntad divina: la prueba de que el reinado de Balduino no era apreciado por Dios, la prueba de que ninguna otra jurisdicción que no fuera la de la Iglesia sería aprobada nunca por el cielo en Jerusalén.

Balduino IV había sido, sin embargo, el mejor de todos los reyes de Jerusalén. Su enfermedad no le había impedido realizar milagros, como triunfar en la batalla de Montgisard, que todos habían dado por perdida de antemano. Balduino IV, cuyo temperamento dulce y prudente era debido a la educación inculcada por Guillermo de Tiro, era en cierto modo la contrapartida civil de Josías, tan próximos se encontraban sus caracteres. Josías reflexionó un instante. Guillermo había muerto en circunstancias extrañas. Algunos decían que había sido envenenado por Heraclio porque había querido ir a Roma para oponerse a la elección de este último para el cargo de patriarca de Jerusalén. La mirada de Josías se cruzó inoportunamente con la del Papa, que percibió su turbación y lo invitó a expresarse.

—Guillermo amó a Balduino, es cierto —convino Josías dirigiéndose directamente al Papa—. Pero en Hattin vimos al rey de Jerusalén combatir a Saladino, mientras que su patriarca, Heraclio, estaba ausente de la batalla. Hizo que lo reemplazaran dos de sus hijos, uno de los cuales es el obispo de Lydda, y el otro, el de Acre. Ellos llevaban la Vera Cruz. Constataréis, pues, que si la Iglesia ha ido al frente de combate, nunca lo ha hecho enviando a sus más altos representantes...

Hilillos de sudor corrían por el rostro y la espalda de Josías. Acababa de criticar de forma apenas velada el comportamiento de los papas desde el concilio de Clermont, donde Urbano II había predicado la liberación de la tumba de Cristo. Desde entonces se elevaban voces —aunque, sin duda, poco numerosas y bastante tímidas— que reprochaban a los papas haber incitado de forma insistente a los otros a partir pero no haber conducido nunca ellos mismos a los cruzados a Jerusalén.

Todos miraban a Josías: Urbano III con tristeza, el obispo de Preneste con odio y Di Morra con interés.

—Sois joven —prosiguió el Papa—. Francia e Inglaterra os harán mucho bien. ¿No dicen que el viajar forma a la juventud? Vos, que acabáis de abandonar las faldas de vuestra madre, lo necesitáis mucho. No ignoramos que algunos representantes de la Iglesia estaban presentes en los campos de batalla, mientras que otros, entre los más grandes, no se encontraban allí. Y es que ellos estaban llamados a desempeñar otras tareas no menos importantes. Pero ¿no son precisamente los soldados de Cristo nuestros dignos representantes? Cuando sus estandartes cayeron derrotados en Hattin, ¿qué hicieron esos hombres?

—Se rindieron —respondió Josías amargamente.

—Murieron por su fe. Al hacerlo, se reencontraron con Cristo, del que acababan de ofrecer la más perfecta imitación. Nada es más bello que morir así —dijo el Papa con un suspiro.

Se produjo un largo silencio incómodo, y luego Josías se arrodilló y cogió la mano del Papa.

—Santísimo padre —murmuró bajando la cabeza—, os ruego que accedáis a perdonar mis pocos años y mi desconocimiento de las costumbres de vuestro país. He tenido que abandonar mi patria, donde la guerra causa estragos. A esta gran pena se añade la que todos compartimos por la pérdida de la Santa Cruz, y este dolor ha desbordado mi corazón.

—Comprendemos —dijo el Papa palmeando afablemente la cabeza de Josías—, y os perdonamos. Levantaos.

Josías se incorporó, pero mantuvo los ojos bajos.

—No ignoramos lo que estáis soportando, pero esto pasará. El tiempo hará su trabajo y, si place a Dios, encontraremos la Santa Cruz, y vos, vuestra patria. Pero hoy grandes sacrificios se nos imponen a todos. Quien se bate con el diablo, debe tener a Dios consigo. Sabemos de los reproches que se nos han hecho, a nos y también al Temple y al Hospital; el propio Guillermo de Tiro vino a pedir a Alejandro III que abrogara algunos de los numerosos privilegios que nuestro venerado predecesor Inocencio II les había otorgado en su bula
Omne Datum Optimum
. Tal vez Guillermo no se equivocara, pero estas órdenes son útiles. Ellas son el brazo armado de Dios en Palestina. Son la furia divina y la voz de Roma. Dicho esto, igual que hoy concedemos a los reyes una oportunidad de redimirse, pedimos al Temple y al Hospital que prueben que sus recientes fracasos en Hattin, Séforis y Casal Robert no fueron más que un accidente, y que siguen mereciendo sus privilegios...

El Papa se interrumpió e hizo ver al obispo de Preneste que deseaba beber. El obispo vertió un poco de vino bermejo en uno de los vasos de pie trenzado y lo acercó a los labios del Papa, que bebió a pequeños sorbos. Cuando hubo terminado, continuó:

—San Bernardo dijo: «El caballero de Cristo mata en conciencia y muere tranquilo». Matar por Cristo no tiene nada de criminal. Y, en las circunstancias presentes, es preferible masacrar a los paganos, a los infieles, que arriesgarse a dejarse oprimir por ellos...
Bellum Domini
, es la guerra del Señor, una guerra santa. Y para llevarla adelante se necesitan batallones de guerreros santos. Estos guerreros santos son los caballeros del Temple y del Hospital.

—Sin embargo, su poder —dijo Josías— está por encima del de los hombres y los reyes.

—No es nada comparado con el nuestro.

—Cada vez son más poderosos.

—Pero siempre a nuestras órdenes.

—¿Hasta cuándo?

El Papa levantó la mano. Josías se adentraba en un terreno peligroso para alguien de su edad y de su rango.

—Esperamos que vuestra impertinencia, vuestra juventud y vuestra fogosidad triunfen donde la sabiduría y la experiencia de Guillermo fracasaron. ¡Idos ahora!

—Agradezco a vuestra santidad que me haya concedido audiencia —murmuró Josías.

El arzobispo se disponía a retirarse cuando el obispo de Preneste levantó la voz.

—Ese capitán, Tommaso Chefalitione, ¿qué está haciendo?

—Está en el puerto, con mi madre.

—¿Y qué espera para partir?

—Su carga, sin duda.

—Hacedle saber que la ha encontrado, y que es más valiosa que un cargamento de armas.

—¿Puedo preguntaros...?

—Aquí está.

Josías vio salir entonces de las tinieblas de la habitación a un hombre de unos treinta años de una impresionante corpulencia; tenía los cabellos negros y la piel morena, como la suya, y vestía al modo oriental. El rostro, sin embargo, tan fino como el de un hurón, revelaba su origen persa. El hombre sostenía en las manos una ballesta de un género un poco especial. Además de tener dos tableros, que cargaban cada uno un cuadrillo metálico, estaba hecha de acero. El desconocido llevaba a la cintura dos sables, uno corto y otro más largo, que resplandecían débilmente.

Los ojos del hombre, de un azul profundo, se clavaron en los de Josías, que le sostuvo la mirada.

—Este hombre es nuestro mensajero para Oriente —explicó el obispo de Preneste—. Interviene en los asuntos más delicados. Estábamos interesados en que lo conocierais. Le hemos encargado llevar una carta bula
cum filo canapis
a las órdenes del Temple y el Hospital. Se trata de una misión de la mayor importancia para la Cámara Secreta. Tal vez os veáis en situación de trabajar juntos...

—¿Quién sois vos? —preguntó Josías al oriental.

—Para vos —respondió el hombre— no tengo nombre.

—Se llama Wash el-Rafid —dijo el obispo de Preneste—. Es persa. Lo recluté yo mismo con ocasión de un viaje a Palestina. Procede del Yebel Ansariya. ¿Lo conocéis?

—Sí —dijo Josías.

¿Cómo no conocer, en efecto, aquella cadena de montañas de siniestra reputación? El Yebel hormigueaba de refugios de una de las ramas más vergonzosas de la secta ismailí de los nizaritas: los asesinos. Entonces recordó Josías que las tortitas de trigo candeal colocadas sobre la consola del Papa eran enviadas por los asesinos a sus futuras víctimas, para prevenirlas de que se encontraban en sus manos...

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