Caballeros de la Veracruz (15 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
5.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

En Ferrara, el cielo pertenecía a la primera de estas escuelas, pero parecía haber sido ejecutado a desgana por un defensor de la segunda. Así, mientras los colores estallaban y el rosa del crepúsculo se mezclaba con el zafiro de los cielos, una especie de grisalla lanzada sobre el conjunto le daba un aspecto misterioso. Josías se sentía dominado por la melancolía, sin que pudiera decir cuál era exactamente el motivo.

El castillo, de hecho una abadía fortificada, se levantaba en la cima de un cerro, rodeado de casitas de tejas naranja y de albaricoqueros que se encorvaban bajo la carga de sus frutos. Aquí y allá, el vuelo de los estorninos poblaba el espacio de gritos, cuyos ecos se multiplicaban al rebotar en los techos y los muros. Gruesas murallas, rodeadas por las aguas verdes de un foso donde nadaban patos, se desplegaban a ambos lados de una puerta doble acorazada con planchas de metal. Dos torres pequeñas (una especie de atalayas de vigilancia) y una cortina equipada con aspilleras defendían el acceso.

Cuando Josías y su escolta se aproximaron a la pesada puerta de entrada, un monje dio la orden de que los dejaran pasar y luego abrió los brazos en señal de bienvenida. Antes de que Josías tuviera tiempo de presentarse, el monje se le adelantó diciendo:

—Sé quién sois. Los pisanos nos han informado de vuestra llegada y de las desgracias que se han abatido sobre Tierra Santa. Estos terribles acontecimientos han afectado enormemente a Su Santidad, pero el Papa tendrá el placer de recibiros a pesar de su fatiga...

Sirvientes vestidos de negro condujeron los caballos a las cuadras e invitaron a los hombres de Josías a dirigirse a las cocinas para comer. En cuanto a Josías, el monje que lo había recibido lo condujo por una larga sucesión de salas con los postigos cerrados y los muros adornados con tapices de carácter religioso.

Josías aprovechó que el monje había cogido una lámpara de aceite para observarlo mejor. Debía de tener unos cuarenta años y su expresión era grave. Solo los ojos, donde brillaba el resplandor frío de una inteligencia habituada a navegar entre los territorios naturalmente opuestos de la tierra y los cielos, animaban un rostro de rasgos petrificados por las exigencias del deber. Por lo demás, su cara armonizaba con su persona: era alto y derecho como un ciprés, con la piel apergaminada.

De hecho, bajo un aspecto poco simpático se ocultaba un hombre digno de confianza y de grandes cualidades, dotado de una gran capacidad para escuchar.

Aquel monje, de la orden de los benedictinos, se llamaba Alberto di Morra y ocupaba el cargo de secretario del Papa. El hombre se confió a Josías:

—La gente cree que en Ferrara los papas son menos poderosos que en Roma, pero de ningún modo es así: lo son igualmente, y tal vez más aún. Las noticias van mucho más deprisa de lo que se pueda imaginar. Todos los días las recibimos: proceden de visitantes, embajadores, mercaderes, o de informes que nos llegan de tal o cual parroquia. No se nos puede ocultar nada. Lo que la Iglesia quiere saber, siempre acaba por descubrirlo.

Aquello había sido dicho como una evidencia, pero bajando la voz, pues muchas de las informaciones se recogían en el secreto de confesión, y ese hecho no debía mencionarse nunca.

—Por otra parte, los monjes guerreros del Temple y del Hospital son unos formidables mensajeros —añadió Di Morra—. Tratan, con todo el mundo: cristianos, sarracenos, judíos de Oriente o de Occidente, militares, religiosos, diplomáticos, mer-caderes, banqueros, reyes, villanos... Nosotros estamos en la cima y en la base de la escala. No se nos escapa ni un murmullo. Ni un ruido.

Cuando Di Morra dejó de hablar, Josías vio que se hallaban ante una puertecita oculta por un ángulo del muro. El monje la abrió e invitó a Josías a precederlo por una escalera de caracol. Debían de encontrarse en una de las dos torres de la entrada al castillo. Una corriente de aire que procedía de los pisos superiores corrió a ras de suelo y ascendió bajo las ropas de Josías, que sintió un escalofrío. Aunque era verano, el grosor de los muros mantenía alejado el calor.

—Cuando os encontréis en presencia de Su Santidad —prosiguió Di Morra—, no os dirijáis a él directamente. Hablad con el obispo de Preneste, que le transmitirá vuestras palabras. Su Santidad se halla extremadamente fatigado, y aunque su cuerpo se encuentra aquí abajo, temo que su alma esté ya cerca de Dios...

Después de una nueva sucesión de salas, Di Morra se detuvo ante una doble puerta con las armas del papado: gules con dos llaves de plata colocadas en aspa. El secretario empuñó la aldaba de plata en forma de martillo y dio tres golpes ligeros. Dos criados vestidos de negro, que permanecieron en la sombra, abrieron las puertas de una gran sala sumergida en las tinieblas, que apenas alcanzaban a disipar algunas velas de sebo. En la habitación se distinguían unas formas vagas —vestidas de rojo o de negro— que hablaban en voz baja en la oscuridad: eran miembros de la curia que habían hecho el viaje hasta Ferrara.

En el fondo de la habitación, un estrado permitía acceder a un lecho inmenso. Alguien estaba acostado en él. A su lado, vestido de negro y sosteniendo un rollo de pergamino, un hombre con aspecto de rata susurraba unas palabras al oído del Papa.

—¡Acercaos! —dijo el hombre de negro al ver entrar a Josías y Di Morra.

Los recién llegados avanzaron en medio de los murmullos, el roce de vestiduras y las miradas inquisitivas. Josías centró sus sentidos en lo que tenía bajo los ojos: un moribundo en cama, el Papa. Estaba impresionado por el contraste entre ese lugar y el fasto que había imaginado encontrar en el Vaticano. Un sencillo crucifijo de madera estaba clavado sobre la cama, así como dos pinturas: una representaba
La llegada al monte Somete de los enviados de Constantino
y la otra a
Noé recibiendo de Dios la orden de construir el arca
. El rojo y el pardo del embaldosado se repetían hasta el techo, adornado con molduras geométricas. El resto del mobiliario se hundía en la sombra, pero Josías pudo adivinar las formas de una gran mesa de despacho de roble que servía de escritorio, varios armarios, un atril donde descansaba un. libro, sin duda una Biblia, y algunas sillas con respaldo de cuero rojo. Cerca de la cama había una consola donde se encontraban dos vasos de pie trenzado, una garrafa de vino y unas tortas de trigo candeal que parecían orientales, sin que Josías hubiera sabido decir por qué. En suma, la habitación se correspondía con la imagen del resto del castillo, sin lujos ostentosos.

Estaban lejos de la profusión de esplendores que reinaba en el interior de ciertos palacios orientales; tan lejos, por otro lado, que todo aquí olía a muerte, tal vez porque, en efecto, un moribundo estaba presente. Josías comprendió entonces que la tristeza que había sentido al llegar a Ferrara, el velo que oscurecía la ciudad, tenían su fuente en ese lugar, en esa habitación, y más concretamente en la mirada ausente de la persona que Di Morra le estaba presentando.

—Su Santidad el papa Urbano III —dijo el monje arrodillándose ante el vicario de Pedro. Y luego, levantándose, y besando la mano del hombre que les había pedido que se acercaran, añadió—: Monseñor arzobispo de Preneste, camarero de Su Santidad, su excelencia Paolo Scolari.

Mientras Di Morra acababa las presentaciones, Josías fue a besar la mano del Papa, que le pareció extrañamente caliente, y luego saludó con respeto al obispo de Preneste, cuya mano encontró, por contraste, sorprendentemente fría.

—Aquí estáis, pues —dijo Urbano III con voz temblorosa—. El hombre de quien el famoso Guillermo de Tiro... paz a su alma... nos hablaba tan bien. Nos preguntábamos cuándo llegaríais.

Ante el movimiento de sorpresa de Josías, Urbano III explicó:

—Son terribles estos pisanos... Siempre al corriente de todo antes que todo el mundo, y charlatanes como cotorras. Un poco de dinero los hace cantar, basta con pagar. Eso es todo.

—Monseñor —dijo Josías, cuidando de dirigirse al obispo de Preneste, tal como le había recomendado Di Morra—, ha sido un veneciano quien me ha conducido aquí...

—Querido hijo —dijo el Papa en un suspiro—, ¿realmente lo creéis así? Estáis aquí por la gracia de Dios todopoderoso, y solo por su gracia. Vuestro amigo el veneciano, capitán de
La Stella
, Tommaso Chefalitione, no vale mucho más que un pisano. Es un traficante de armas de la peor especie... ¿Lo sabíais?

—Me lo ha dicho.

—¿También os ha dicho a quién están destinadas esas armas?

—A quien se las pague.

—Buena respuesta, querido hijo. Acercaos más, que os vea.

Josías dudó un instante, pero el obispo de Preneste lo invitó a acercarse a Su Santidad, lo que le permitió comprobar lo profundo de su estado de fatiga. El rostro del pontífice estaba pálido, abotargado y marcado de rojo. Sus ojos, con el blanco teñido de amarillo, desaparecían bajo los pliegues de los párpados. Y tenía una mirada ausente, preocupada únicamente por el infinito. De vez en cuando un silbido agudo salía de su pecho.

—Mirad esta moneda —prosiguió el Papa, señalando con mano temblorosa una pequeña moneda de oro depositada sobre la consola.

Josías cogió la monedita y la examinó con atención. Se trataba de un simple besante de oro, como otros muchos que circulaban en Tiro, con la marca de la ciudad de Venecia en una de sus caras. La moneda parecía de buen peso.

—¿Qué veis? —preguntó el Papa.

—Un besante de oro veneciano —respondió Josías mirando a los ojos al obispo de Preneste.

—Observad mejor —insistió Urbano III, indicando a Di Morra que desplazara su lámpara de aceite hacia Josías.

Josías hizo girar la moneda en su mano y vio que en la otra cara llevaba una inscripción en árabe. Leyó el nombre del Profeta, así como el año: 578 (1182 para los cristianos), año en que las factorías venecianas de Constantinopla habían sido pilladas e incendiadas.

—Es una moneda bifaz —dijo Josías—. Cada vez se ven más.

—Es una entre otras... Pero vos sabéis que el dinero, no contento con ayudar a hacer hablar, es en sí mismo charlatán. Esta moneda ilustra perfectamente hasta qué punto los intereses de los sarracenos y de los venecianos se entremezclan. Por un lado, defienden los intereses de los cristianos de Tierra Santa, transportando mercancías útiles a los que luchan por mantener libre el acceso a la tumba de Nuestro Señor Jesucristo y cristiana a la ciudad de Jerusalén; por otro, velan por sus propios intereses vendiendo las mejores armas fabricadas en Occidente a las tropas de Saladino, ya poderosas. El obispo de Preneste, que nos ha traído esta moneda... por no hablar de este vino y estas tortitas de trigo..., nos leía precisamente la lista de los numerosos productos que debemos a los infieles. Forzoso es reconocer que es impresionante: tejidos como el algodón, el moer, el tafetán y la muselina; productos alimenticios como el café, las alcachofas, las berenjenas, las naranjas, los limones, las espinacas y los chalotes, cuyo nombre proviene, si hemos comprendido bien, de la ciudad de Ascalón. Y es solo un pequeño resumen de todo lo que recibimos de ellos. Y nosotros ¿qué les damos a cambio? Armas, material de guerra y medios para mejorar sus barcos de combate, lo que es un perjuicio para la cristiandad y un bien para el islam. Como si no tuviéramos otra cosa que ofrecer. Diréis a vuestro capitán Chefalitione que en el próximo concilio promulgaremos el siguiente decreto...

El obispo de Preneste desenrolló el pergamino que tenía en la mano y leyó en voz alta:

—«Quienquiera que ose vender a los sarracenos hierro o armas, maderas de construcción marítima o barcos ya construidos, o que entre al servicio de los infieles en calidad de capitán de navío o de piloto, incurrirá en la excomunión, pena a la cual deberán añadirse la confiscación de sus bienes y la privación de sus libertades individuales.»

Urbano III volvió la mirada hacia Josías.

—Las noticias vuelan —dijo con un suspiro—, y los traficantes de armas también, si es que no las preceden... No nos extrañemos luego de que los infieles se encuentren tan bien equipados y de que se apoderen de la Vera Cruz en el mismo lugar en que Nuestro Señor Jesucristo eligió a sus apóstoles...

—Sí —dijo Josías a media voz—, en la colina de Hattin, no muy lejos de Tiberíades.

—Los pisanos nos han informado de ello. Pero desde hace algún tiempo los signos anunciadores de una gran desgracia se han multiplicado. En Francia, en Saint-Pierre-le-Pullier, se ha visto aparecer el estandarte de Nuestro Salvador; en la provincia de Orleans, un Cristo con el rostro inundado de lágrimas ha aparecido en el cielo, y en Milán, un hombre ha visto arder una cruz. En las granjas del norte, los cerdos ya no quieren comer. En el sur, los frutos se pudren en los árboles. En otro lugar, bolas de granizo grandes como huevos de paloma han caído sobre un pueblo, y han dañado los tejados y arrasado las cosechas. Hay niños que olvidan de pronto su lengua natal y se ponen a gritar en lenguas desconocidas; parejas que la víspera se adoraban, se separan al llegar el alba... La lista de fenómenos extraños que se han sucedido desde principios de año es larga. Tememos que no acabe nunca. La caída del condado de Edesa, en el año de gracia de 11.44 de la encarnación de Nuestro Señor, era ya una advertencia. San Bernardo lo había dicho: «Los reyes de Francia e Inglaterra se preocupan demasiado por sus propias coronas, y no lo bastante por la de Cristo».

A Josías le daba vueltas la cabeza. Pensaba en su país, en su maestro, Guillermo.

—Inútilmente —continuó el Papa—, Guillermo de Tiro fue a pedir a Felipe Augusto y a Enrique II que tomaran la cruz, en vano quiso dirigirse a Federico I Barbarroja, que prefiere atacar Roma antes que Damasco, Bagdad o El Cairo. Guillermo nunca hubiera debido abandonar Tiro: aún seguiría con vida. Nuestro venerado predecesor Lucio III predicó también en vano, al igual que nosotros. Tenemos la dolorosa impresión de que Dios no ha encontrado más solución para motivar a estas testas: coronadas que la de privarnos de lo que nos era más querido: la Santa Cruz.

—Iré a ver a los reyes de Inglaterra y de Francia —dijo Josías—. Iré a ver a Barbarroja también, si es preciso.

Esta propuesta no pareció del gusto del obispo de Preneste, que dirigió a Josías una mirada tan malévola que por un instante la voz del joven arzobispo de Tiro tembló ligeramente.

—¿Por qué no? —dijo el Papa—. Después de todo habéis dado muestras de coraje al venir hasta aquí...

Other books

The Last Kolovsky Playboy by Carol Marinelli
Love Like Hallelujah by Lutishia Lovely
A Simple Plan by Scott Smith
30 - King's Gold by Michael Jecks
On Whetsday by Mark Sumner