Caballo de Troya 1 (101 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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«zelota» más viejo.

No hubo señal alguna. Los cuatro romanos asentaron bien sus sandalias en la dura costra de la roca y, blandiendo los bastones y la espada, descargaron cuatro secos y tremendos golpes sobre las piernas de los infelices. El crujido de las tibias, pulverizadas a la altura del tercio inferior, fue seguido de una serie de cortas y violentas convulsiones. Los « zelotas » habían sido

« despertados» por el dolor. Probablemente, los mazazos habían afectado también al peroné porque, al instante, las piernas se inflamaron y los cuerpos, sin el arduo consuelo siquiera del apoyo de los clavos de los pies, se desplomaron unos centímetros, mientras los desgraciados, entre aullidos, abrían sus bocas desesperadamente, en pleno e irreversible proceso de asfixia.

Gistas, en esta ocasión, había llevado la peor parte. La espada del soldado le había seccionado la pierna. En cuestión de segundos el shock traumático y una posible embolia aceleraron la muerte por asfixia.

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A las 15.45, ambos dejaban de existir.

A pesar de la advertencia del centurión, uno de los soldados, encargado de rematar a los condenados, se situó bajo el cadáver del Maestro, examinándolo detenidamente. La verdad es que, ni Longino ni el resto de la tropa se percataron de las intenciones de aquel infante. El grueso de los romanos se afanaba en los preparativos del descenso de los ajusticiados.

Supongo que tratando de salvar toda responsabilidad, el romano recogió un
pilum
y, sin pensarlo dos veces> picó el costado derecho del Maestro, hundiendo la lanza entre 15 y 20

centímetros. Pero el cuerpo del Nazareno, como era de esperar, no experimentó reacción alguna. El soldado, convencido del fallecimiento del reo, trató de retirar el arma. Sin embargo, la punta en flecha del
pilum
tropezó o se enganchó en los tejidos, resistiéndose. Al segundo intento, el costado cedió y el ensangrentado hierro quedó libre. Por la herida, de unos cuatro centímetros y medio de longitud, brotaron mansamente unos 10 centímetros cúbicos de sangre y, a continuación, una pequeña cantidad de un líquido seroso. Al aproximarme y examinar la lanzada noté que había entrado entre la quinta y sexta costillas, con una trayectoria lógicamente ascendente y que, presumiblemente, había traspasado el plano muscular intercostal, las pleuras parietal y visceral, el pulmón y el pericardio, entrando de lleno en la aurícula derecha. Esta zona del corazón conserva precisamente una cierta cantidad de sangre líquida, una vez producido el óbito. En mi opinión, ésa fue la sangre que se derramó. En cuanto al «agua» que dice haber visto Juan el Evangelista, y que surgió inmediatamente detrás del derrame sanguíneo, es muy posible que se tratase del referido licor de carácter seroso que rellena la cavidad virtual existente entre las hojas de cada una de las mencionadas pleuras pulmonares. (La visceral, como se sabe, se adhiere íntimamente al pulmón y la parietal tapiza las paredes del tórax; por debajo cubre el pulmón y por debajo, el diafragma, excepto su centro. Por dentro protege la cara mediastínica y por fuera, la cara interna de las costillas.) Cuando la lanza desgarró estas pleuras, el citado líquido, al variar la presión, terminó por escapar, derramándose inmediatamente detrás de la hemorragia sanguinolenta. A su manera, el joven Juan había dicho la verdad...

Pero las afrentas al cuerpo de Cristo no habían concluido.

Al ceder la oscuridad y el fuerte viento, las moscas y los insectos cayeron sobre los cuerpos de los crucificados, convirtiendo sus heridas en coronas negruzcas y palpitantes. Con una dilatada experiencia en este tipo de ejecuciones, el verdugo encargado de los enclavamientos sugirió al oficial que se iniciase la operación del descendimiento por el reo que llevaba más tiempo muerto. Longino asintió. También él sabía que la rigidez cadavérica no tardaría en empezar, dificultando los trabajos propios del traslado a la Géhenne.

Era sencillamente asombroso. En aquellos momentos -casi las cuatro de la tarde-, ninguno de los discípulos o amigos del Maestro había reclamado aún el cuerpo del Señor. La idea del centurión, tal y como había dejado entrever el procurador, era retirar los cuerpos de las cruces y transportarlos a la fosa común. Juan, que seguía atentamente los movimientos de los soldados, no se había movido de las proximidades del patíbulo. Atendió durante breves minutos a otro de los «correos» de David Zebedeo -informándole del fallecimiento del Maestro- y, una vez alejado el mensajero, continuó al pie del cabezo, visiblemente desmoralizado.

Cuando el oficial romano se situó bajo la cruz de Jesús, supervisando los preparativos del descendimiento, reparó en seguida en la nueva y aparatosa herida del costado. La sangre había empezado a formar gruesos grumos sobre el desflecado labio inferior de la brecha. Comprendió al momento que el cadáver había sido alanceado y con gran irritación se enfrentó a sus hombres, reprendiéndoles por aquella desobediencia. Pero ninguno dijo nada.

El verdugo, sin pérdida de tiempo, empezó a manipular la cabeza del clavo que atravesaba el pie derecho del Maestro, mientras otros soldados situaban la escalera de mano por detrás de la
stipe,
preparando de nuevo la larga soga que habían utilizado en los levantamientos.

Con una estudiada precisión, el legionario aprisionó la base del clavo con ambas manos, haciéndolo oscilar arriba y abajo. Sabiamente, el responsable del enclavamiento había dejado dicha cabeza a unos ocho o diez centímetros por encima de la piel. De esta forma disponía de espacio suficiente para manejarlo. A los pocos segundos, con un fuerte tirón, la punta metálica quedaba fuera de la madera y la extremidad inferior del Galileo se relajó totalmente, oscilando ligeramente en el vacío. El infante sujetó entonces el talón con su mano izquierda, rescatando 321

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el clavo con la derecha. Al desenterrarlo del empeine, la sangre brotó de nuevo, formando una enorme rosa rojiza sobre la citada cara del pie.

Antes de situarse frente al izquierdo, el verdugo comprobó si su compañero, encaramado en lo alto de la escalera, había anudado la maroma al
patibulum.
Esperó a que rematara la lazada central y, acto seguido, repitió la extracción del segundo clavo. Tampoco en esta ocasión se registró problema alguno. El cuerpo del Maestro colgaba ya, inerme, escurriendo sangre desde las puntas de los pies.

Los dedos gruesos, como dije, se hallaban visiblemente separados del resto, muy forzados hacia el eje central del cadáver. Buena parte del volumen sanguíneo acumulado en las piernas, y que había quedado relativamente represado por los propios clavos, al desaparecer el efecto hemostático comenzó a fluir, convirtiendo aquella parte de la roca en un extenso charco en el que los legionarios resbalaron varias veces.

Libres ya los pies, otros dos soldados se aferraron a ambos lados del árbol y un tercer y cuarto legionarios, saltando sobre los hombros de aquellos, se dispusieron a repetir la operación de izado del madero transversal.

Pendiente de aquellas maniobras no caí en la cuenta de que la minúscula representación del Sanedrín se había visto incrementada por otro grupo de sacerdotes, recién llegados a la base del Gólgota. Aquellos sanedritas estaban a punto de protagonizar otro lamentable suceso...

Al unísono, los infantes situados por debajo de cada uno de los extremos del
patibulum
y el que sujetaba la cuerda desde lo alto de la escalera hicieron fuerza, elevando el leño hasta que la afilada punta de la
stine
quedó fuera del orificio central del referido
patibulum.

En ese preciso instante, el soldado de la escalera dio un grito, advirtiendo a los que controlaban la maroma desde el suelo y a espaldas de la cruz que podían ir aflojando. Y así lo hicieron. Jesús y el madero fueron bajando lentamente, palmo a palmo. Unos centímetros antes de que los pies tocaran la roca, el verdugo agarró los tobillos del Maestro, echándose atrás, de forma que el cadáver llegó al suelo totalmente horizontal.

Al retroceder tropecé sin querer con alguien. Cuando me disponía a disculparme, descubrí al anciano José, el de Arimatea, a quien acompañaba otro judío de apenas 1,50 metros de estatura.

José se alegró al verme. Esbozó una triste sonrisa y me presentó a su compañero: Nicodemo, miembro como él del Consejo del Sanedrín y de la llamada «nobleza laica» de Jerusalén. Aquellos dos hombres, con un coraje que, en mi humilde opinión, no ha sido nunca suficientemente valorado, traían una orden firmada por el propio Poncio, autorizando el traslado del cadáver del Nazareno a una tumba privada. José, conociendo la triste suerte reservada siempre a los ajusticiados -cuyos cuerpos eran devorados generalmente por las ratas y las alimañas en la fosa de Géhenne- se había apresurado a visitar al procurador, suplicándole la custodia de su Maestro. Por lo visto, este tipo de peticiones no era infrecuente. Muchos de los familiares y amigos de los ejecutados tenían por costumbre recurrir a la máxima autoridad romana y, a cambio de dinero o regalos, conseguían sus propósitos. José también había llevado una fuerte suma al Pretorio. Pero, cuando Pilato conoció las intenciones de su viejo amigo, rechazó el dinero, firmando en el acto la autorización.

Lo malo fue que José y Nicodemo llegaron al patíbulo poco después que sus fanáticos compañeros del Sanedrín...

El centurión desenrolló el papiro y, tras leer atentamente el texto, asintió, dando su conformidad.

Pero la inesperada presencia de los dimitidos miembros del Consejo de Justicia Judío al pie de las cruces movilizó de inmediato a los saduceos. Los sacerdotes vieron perfectamente cómo José entregaba el rollo al oficial y sospecharon que los discípulos del Galileo trataban de apoderarse del cadáver.

Entretanto, el verdugo había logrado desclavar la muñeca izquierda de Jesús. Y cuando se disponía a hacer otro tanto con el último clavo, un súbito griterío le detuvo. La patrulla y todos nosotros vimos entonces cómo varios de los jueces, rojos de ira, se precipitaban hacia lo alto del Gólgota, exigiendo el derecho a disponer de los cuerpos de los tres ajusticiados.

Longino hizo una señal a sus hombres y los 15 legionarios, con Arsenius en primera fila, cubrieron el borde este de la peña, cerrando el paso a los furiosos sacerdotes. Estos, al alcanzar el final del callejón que conducía al promontorio, se detuvieron en seco, estupefactos ante los reflejos de las amenazantes espadas.

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Pero, lejos de retroceder se encararon con la escolta, reclamando el cuerpo del Maestro.

Parte de los curiosos que se habían unido a los jueces, instigados y alentados por éstos, clamaron también, insultando a los romanos y arrojándoles piedras: Los amotinados, embravecidos, empezaron a avanzar hacia el Calvario. Pero el centurión, desenvainando su espada, se colocó a la cabeza de los legionarios y dio la orden de cargar. En formación cerrada, protegiéndose de los proyectiles con los escudos, los romanos comenzaron a caminar con paso firme y decidido hacia los sanedritas que habían trepado hasta el peñasco. Sus rostros tensos, rezumando una rabia mal contenida, me hicieron temblar. Aquellos legionarios parecían dispuestos a todo. Pero los sacerdotes, intuyendo el peligro, dieron media vuelta, huyendo atropelladamente. Uno o dos, en su precipitación, rodaron por el canal, siendo pisoteados sin piedad por la patrulla que, en hilera, corría ya en dirección a los irritados hebreos.

La carga no tardó en surtir efecto. Cuando el populacho vio a los soldados con las espadas en alto, dispuestos a masacrarlos si fuera preciso, retrocedieron, dispersándose en todas direcciones.

Una vez restablecido el orden, el pelotón retornó a lo alto de la roca, formando un nuevo y más numeroso cinturón de seguridad en torno a las cruces.

Juan y las mujeres, que se habían visto obligados a correr, huyendo de la furiosa carga, contemplaron de lejos cómo el verdugo concluía su labor de desenclavamiento de Jesús. El resto de los sacerdotes y judíos que se había rebelado desapareció por los campos o en el interior de la ciudad. Sólo unos pocos, lejos y dispersos, se atrevieron a espiar los movimientos de la guardia. Pero en ningún momento tuvieron valor para aproximarse a menos de cien metros del patíbulo.

A pesar del forzado aislamiento del Calvario, Longino -tratando de obrar siempre con un mínimo de justicia- se destacó hasta el borde del promontorio y, levantando la voz, dio lectura a la orden de Poncio. Dudo mucho que los rabiosos jueces llegaran a escuchar al oficial.

A continuación, avanzando hacia José de Arimatea, le comunicó solemnemente:

-Este cuerpo te pertenece. Haz lo que consideres oportuno. Mis soldados te ayudarán para que nadie se oponga a tu deseo.

El anciano, pálido aún por el susto, agradeció las palabras de Longino y, en compañía de Nicodemo, se dirigió al lugar donde descansaba el cadáver de su Maestro. El
patibulum
había sido retirado y también el yelmo espinoso, que fue arrojado con fuerza por el verdugo hacia el pequeño peñasco situado al Oeste. Ni José ni su amigo, ni tampoco los soldados prestaron la menor atención al citado casco de púas. Sencillamente, lo vi perderse entre las retamas del accidentado terreno.

Mientras los soldados iniciaban el segundo descendimiento, el anciano José se arrodilló junto a la maltrecha cabeza de Jesús y, tras contemplarle en silencio, extendió su mano, bajando el párpado derecho del Señor. Al cabo de veinte o treinta segundos retiró los dedos, pero el ojo del Galileo volvió a abrirse. José pasó de nuevo la mano sobre el párpado, sujetándolo durante casi dos minutos. En este tiempo, una solitaria lágrima resbaló por la mejilla del amigo del Nazareno.

Aunque el
rigor mortis
-que se vería indudablemente acelerado por la tetanización- no empezaría hasta unas seis horas después del fallecimiento, lo cierto es que la caída del maxilar inferior me hizo sospechar que los músculos de la boca, que había quedado abierta, no tardarían en entrar en rigidez. Por otra parte, la pierna izquierda del Maestro se hallaba flexionada, posiblemente por la forzada y sostenida postura de la cruz. Sus dedos -en garra- y con los pulgares disparados hacia el centro de las palmas, se habían vuelto mucho más azulados.

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