Caballo de Troya 1 (104 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Pero, por otra parte, conocida la pésima reputación del procurador romano como acuñador de monedas, tampoco me extrañó excesivamente. Otro de los errores, consecuencia de la «comodidad» de los acuñaderes, aparece en las dos últimas «C» de «CAICAPOC». En realidad, la mencionada palabra griega debería de haber sido escrita con sendas «Σ»

(letra «sigma»). Probablemente, los artesanos prefirieron ahorrarse el engorroso signo, dejándolo reducido a su mitad:

«<» o
«C».
(N. del m.)

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creído en un suceso tan prodigioso, ¿por qué posponer el definitivo embalsamamiento del cuerpo de Jesús hasta después de la fiesta del sábado? Lo lógico hubiera sido no taponar siquiera sus heridas ni cubrirle con aquellos productos aromáticos, destinados únicamente a contrarrestar el cercano hedor de la putrefacción.

Encorvado, aturdido y extremadamente cansado por tantas emociones y por la falta de sueño, no fui capaz de formular un solo pensamiento o una fugaz oración ante el Hijo del Hombre. Con gran desolación por mi parte descubrí que no recordaba ninguna de las escasas plegarias que aprendí en mi niñez. Sin embargo, yo también me uní, simbólicamente, a José de Arimatea cuando, incorporándose, se inclinó sobre la fruncida frente del amigo, depositando en ella un cálido y prolongado beso.

Después cubrió el cuerpo de Jesús con la sábana, tomando las antorchas. Me apresuré a recoger su manto y en ese momento, al agacharme, descubrí en uno de los rincones de la cámara -semiocultos en la penumbra-, un par de capazos de mimbre, repletos de escombros y un pequeño pico. José se percató de mi observación, excusándose por el desorden del lugar.

Según comentó, el sepulcro se hallaba aún en obras...

Hacia las 17.45 horas, Juan, Longino, José y yo salíamos al callejón. El resto fue relativamente cómodo. Mientras el de Arimatea sostenía las hachas, el centurión, sus cuatro soldados y el hortelano procedieron a empujar la roca circular, haciéndola rodar por la profunda ranura hasta que tapó totalmente la pequeña abertura de la fachada. E insisto en lo de

«relativamente cómodo» porque, de no haber sido por la presencia de los seis hombres, no sé cómo se las hubieran ingeniado José y Nicodemo para mover aquella media tonelada...

El crujido siniestro y escalofriante de la peña, en su último roce con la pared principal del panteón, puso punto final a muchas de las esperanzas de aquellos hombres y mujeres. ¿Cómo podía suponer en semejantes momentos que dicho cierre del sepulcro no era otra cosa que un corto paréntesis en esta increíble y desconcertante historia?

Antes de partir hacia Jerusalén, José agradeció la decisiva e inestimable ayuda de los legionarios entregando a cada uno de ellos una generosa cantidad de dinero. Creo no equivocarme pero, a partir de aquel viernes, la amistad entre Longino y el de Arimatea germinó firme y sincera.

Al abandonar el huerto, las mujeres, que se habían mantenido alejadas del sepulcro, tal y como especificaba la Ley judía, se unieron al cansino paso de José, manifestando sus dudas sobre la pulcritud desplegada en aquel vertiginoso enterramiento del Maestro. Tanto Nicodemo como el anciano coincidieron en las apreciaciones de las hebreas, autorizando a éstas para que, nada más despuntar el domingo, procedieran a un embalsamamiento más correcto. Nicodemo, incluso, les entregó. los restos de acíbar y mirra, comentando que, aunque ellos procurarían estar presentes, no olvidasen recortar el pelo y la barba de Jesús, lavarlo esmeradamente y colocar sobre su cuerpo la pluma o la llave, símbolo de su celibato, tal y como se hacía desde tiempo inmemorial.

Frente a la puerta de los Peces, el oficial y sus hombres se despidieron, dirigiéndose nuevamente hacia el Gólgota, con la expresa misión de trasladar los cuerpos de los «zelotas» a la fosa de la Géhenne.

A las seis de aquella tarde, cuando nos hallábamos a pocos pasos de la casa de Elías Marcos, tres clarinazos se levantaron desde la cúpula del templo, anunciando a la ciudad el final de la jornada. A partir de esos momentos, en plena festividad ya de la Pascua, la actividad en Jerusalén fue decreciendo. Las gentes, alegres y recuperadas del susto provocado por los temblores de tierra, corrían presurosas hacia sus hogares, dispuestas a festejar y dar cumplida cuenta de la cena pascual. No sé por qué pero aquella excitación y los constantes saludos de los hebreos, deseándose paz cuando se cruzaban en las angostas callejas, me trajo a la memoria el ambiente festivo y tan especial de los atardeceres que precedían a la Navidad y que yo había vivido en mi país. Curiosamente, salvo Nicodemo, el joven Juan, José y el grupo de mujeres, que avanzaban cabizbajos, el resto de los peregrinos y habitantes de la ciudad santa no se hallaba afligido -ni muchísimo menos- por lo que acababa de acontecer en el peñasco de la Calavera. Estoy convencido que una inmensa mayoría, incluso, no conocía aún la trágica muerte del profeta de Galilea. Y silo sabían, evidentemente lo habían olvidado o les traía sin cuidado... Este era el triste pero auténtico y real panorama de aquella Jerusalén en el 7 de abril 330

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del año 30. Un día que, durante mucho tiempo, sería recordado, no por la crucifixión de Jesús de Nazaret, sino por el «nefasto augurio» del oscurecimiento del sol y el posterior seísmo.

Nicodemo y Juan se despidieron a las puertas del domicilio de Marcos. El primero, dispuesto a reunirse con los apóstoles que se habían refugiado en su casa y a celebrar con ellos la obligatoria Pascua. El joven Zebedeo, a su vez, descorazonado y sumido en una tristeza infinita, se alejó hacia su residencia, donde aguardaba María, la madre del Nazareno.

José aceptó acompañar a las mujeres hasta el interior de la mansión de los Marcos, donde se hallaban las compañeras que Jude había conducido desde el patíbulo.

La familia, desolada por los acontecimientos, acogió al anciano y a las hebreas con gran solicitud, rogándoles que les pusieran al corriente de todo lo sucedido a partir de la muerte del Maestro. El eficacísimo servicio de mensajeros de David Zebedeo había mantenido informados puntualmente a los núcleos principales de amigos y seguidores del rabí. Por medio de estos

«correos», Elías Marcos y el resto de los apóstoles, repartidos en Jerusalén, Betania y Betfagé, supieron del fallecimiento del Galileo entre una y dos horas después de ocurrido el óbito.

Cuando el anciano hubo concluido su relato, la esposa de Elías volvió a llenar nuestros vasos con aquel vino caliente y reconfortante. Y antes de que José tomara la decisión de abandonar a los Marcos, le rogué me informara sobre lo ocurrido desde que le vi alejarse hacia el templo, en pleno incidente con los jueces y judíos que intentaban variar el texto del «inri» del Nazareno.

José me miró con un profundo cansancio.

-¿Para qué recordar esa triste historia? -comentó sin entusiasmo.

Pero yo necesitaba averiguar lo sucedido en el interior del Santuario. ¿Qué había pasado en la reunión del Sanedrín? ¿Qué había sido de Judas Iscariote? El hijo de Elías Marcos no se hallaba en la casa o, al menos, yo no había acertado a verle y eso me preocupaba.

Le supliqué con una ansiedad tal que el bueno de José terminó por ceder.

-Desde los muros de la Torre Antonia -comenzó el anciano--me dirigí al Templo. Tal y como comentamos, en mi corazón había una sospecha: los ciegos saduceos, leales al clan de Caifás y de su suegro, podían conspirar también contra los íntimos del Maestro. Su temor a un levantamiento por parte de los seguidores y amigos de Jesús no se había disipado con la condena a muerte aprobada por Pilato. Todo lo contrarío. Precisamente a partir de esos momentos -según ellos- la situación se hacia mucho más delicada. Y de la misma forma que habían intentado capturar a Lázaro, adoptaron las medidas oportunas para prender y encarcelar a los discípulos.

-¿Medidas?, ¿qué medidas? -le interrumpí.

-Nada más regresar a su cuartel general en el Santuario, los levitas, siguiendo instrucciones del sumo sacerdote, formaron una escolta y salieron hacia la finca de Simón, «el leproso», en Getsemaní. Gracias a la bondad infinita de Dios -¡bendito sea su nombre!-, poco antes de la partida pude establecer contacto con uno de los emisarios de David Zebedeo. Al informarle de lo que se proponía el Sanedrín corrió hasta el Olivete, dando la alerta. Pero, sobre la suerte de los allí acampados no puedo añadir gran cosa. Sólo sé que a su regreso, el capitán de la guardia del templo se mostró furioso: « Los seguidores del impostor -explicó a Caifás- han huido como cobardes, pero hemos incendiado su campamento.. .»

»EI sumo sacerdote y la mayoría de los miembros del Sanedrín se tranquilizaron, estimando que la desbandada de los hombres del Nazareno reducía considerablemente el riesgo de un motín. Y Caifás, reunido con el Consejo en la sala de las «piedras talladas», prosiguió su informe sobre todo lo ocurrido en la noche y madrugada, hasta el momento en que nuestro Maestro fue introducido definitivamente en el Pretorio.

»EI cúmulo de mentiras, injurias y arbitrariedades esgrimidas por el yerno de Anás fue tal que, asqueado, me retiré del tribunal.

»Pero, cuando me disponía a salir del Templo, apareció Judas. Nos miramos en silencio y el traidor entró en la sala del Sanedrín. Regresé de nuevo al interior de la sede del Consejo, dispuesto a hundir a aquel miserable. Pero no fue preciso. Al ver al Iscariote, Caifás y sus hombres comenzaron a murmurar entre sí. Pero ninguno le dirigió la palabra. Al parecer, Judas esperaba un recibimiento triunfal. Pensó, equivocadamente, que aquella ralea le colmaría de honores, ensalzando su «gran servicio a la nación». Pobre desdichado!

»A una señal del sumo sacerdote, uno de los servidores se dirigió a Judas y, tocándole la espalda, le invitó a que le siguiera. Visiblemente confundido y decepcionado, el traidor obedeció y ambos salieron de la sala.

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»Entonces, el siervo, entregándole un bolsa, le dijo:

»-Judas, he sido encargado de pagarte por traicionar a Jesús, el Galileo. He aquí tu recompensa.

»EI Iscariote, pálido, abrió la bolsa y con una sangre fría que aún me aterra, contó las monedas...

José hizo una pausa y, cuando daba por sentado que aclararía el importe de la citada recompensa, esquivó el asunto. Me vi en la obligación de interrumpirle otra vez e interesarme por la suma.

-Treinta monedas... -replicó el anciano con repugnancia.

-¿Denarios de plata? -presioné.

José, molesto por mi insistencia, aclaró:

-No, 30 «seqel».

(Esta moneda de plata, conocida popularmente como «siclo de Tiro», constituía, como ya dije, el dinero habitual en el pago de los tributos del Templo. Era, en definitiva, una pieza usada comúnmente por los sacerdotes en la mayor parte de sus transacciones comerciales. Su equivalencia, en aquella época, era de unos cuatro denarios de plata por «seqel». Una suma, por tanto, «moderada». Hay que tener en cuenta que, según el testimonio evangélico de Mateo (27,9), los sacerdotes compraron un campo con el dinero que había rechazado Judas. Hoy, esos 120 denarios de plata podrían equipararse a unos 200 dólares.)
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El de Arimatea prosiguió:

-Cuando el traidor se cercioró del valor de la bolsa, lívido y mudo de estupor se lanzó hacia la puerta del Consejo, dispuesto –supongo- a protestar. Pero el portero le cortó el paso, prohibiéndole la entrada.

»Derrotado, Judas pasó de la cólera a su habitual frialdad. Dejó caer la bolsa en su bolsillo, alejándose de la sala de las «piedras talladas». Desde entonces no he vuelto a verle...

Fue inútil que insistiera. José de Arimatea, en efecto, había perdido la pista del traidor.

Ignoraba su suerte y, por supuesto, no podía conocer el incidente del Templo y el gesto desesperado del Iscariote, arrojando las monedas al tesoro del Santuario. Yo estaba al tanto de esta última acción de Judas por la lectura previa de Mateo, pero ¿habían sucedido las cosas tal y como lo describe el autor sagrado?

La fortuna quiso que pudiera desvelar esta incógnita poco después de la marcha del anciano de la casa de Elías Marcos. Había dos asuntos que me obligaban a permanecer en aquel domicilio y que, sin proponérmelo, fueron una magnífica excusa para averiguar otro dato.

Caballo de Troya me había asignado la ineludible misión de rescatar el micrófono que había camuflado en el farol situado en la sala donde había tenido lugar la última cena de Jesús. Una de las normas básicas del proyecto especificaba que los «astronautas» no podían dejar en el área de exploración ningún resto, señal o indicio de su paso. Tampoco era lícito trasladar a

«nuestro tiempo real» nada que pudiera pertenecer a dicha época. La recuperación de esta pieza, en consecuencia, era obligatoria.

Por otra parte, resultaba imprescindible que hablase con el joven Juan Marcos. Pero el adolescente no terminaba de comparecer. Así que, invocando un sentimental deseo de ver por última vez el cenáculo, convencí a la esposa de Elías para que me acompañara al piso superior.

Cuando entramos en la estancia, mi corazón casi se detuvo: ¡El farol había desaparecido!

La hebrea notó mi palidez, confundiendo mi angustia con una supuesta y honrosa emoción al pisar de nuevo el recinto donde había cenado el Maestro. Tratando de no perder los nervios paseé la mirada por la sala, buscando afanosamente el maldito farol. Pero, evidentemente, alguien lo había sacado de la habitación.

Al borde del colapso, interrogué a la señora de la casa sobre el paradero de la hermosa pieza. La mujer. desconcertada, me explicó sin conceder importancia al asunto que se había hecho añicos durante el temblor. Uno de los sirvientes lo había llevado a un taller de Jerusalén con el propósito de que fuera reparado.

Agradecí su gentileza por permitirme ver el cenáculo y, desarbolado, regresé a la planta baja. Yo sabía que, a partir del toque de las trompetas, y tratándose de una fiesta tan solemne como aquélla, las actividades artesanales y de cualquier otro tipo cesaban automáticamente. Y

ya no se reanudarían hasta finalizada la Pascua. ¿Cómo podía recuperar el micrófono si el
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Doscientos dólares de 1973, claro.
(N. de J.. J. Benítez.)
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