Caballo de Troya 1 (105 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Caballo de Troya

J. J. Benítez

retorno del módulo había sido establecido a las 7 de la mañana del domingo? Como creo haber insinuado, este contratiempo vino a sumarse a la serie de «razones» que aconsejaron a Caballo de Troya la repetición del gran «salto» al año 30.

Absorto por este inesperado incidente, casi no me di cuenta del paso del tiempo. La familia de Marcos, ocupada en los preparativos de la cena pascual, apenas si reparó en mí.

Hacia las ocho de la noche, cuando el sueño empezaba a vencerme, alguien me sacó de mis confusos pensamientos. Al levantar la vista encontré ante mi dos rostros bien conocidos. Uno, sonriente -el del activo David Zebedeo- y otro, por el contrario, demacrado y afligido: el del joven hijo de mis hospitalarios anfitriones. Aquello me despejó momentáneamente.

David, con una alegría que no terminaba de entender, puso en mis manos el manto de lino blanco que yo había adquirido en la tarde del pasado jueves en la tintorería de Malkiyías y del que, honestamente, me había olvidado.

-Te supongo enterado de todo lo ocurrido -habló al fin el jefe de los emisarios.

Asentí en silencio.

Al advertir mi decaimiento, David me zarandeó cariñosamente, exclamando con un convencimiento que me dejó atónito:

-¡Resucitará! Lo prometió...

Escruté los cansados ojos de aquel hebreo y quedé maravillado. David Zebedeo creía realmente lo que estaba diciendo. Era asombroso. Tenía ante mí al único que creía ciega y firmemente en la promesa del Maestro. Ni en el audaz Juan, el Evangelista, ni en José de Arimatea ni en ningún otro discípulo o amigo de Jesús había observado una fe como la de aquel hombre. Y, paradójicamente, apenas si es citado en los textos evangélicos...

Ahora sí estaba clara la razón de su alegría.

Antes de su partida hacia la casa de Nicodemo, donde había trasladado su «centro» de

«correos», David me informó sobre sus últimas peripecias en el campamento de Getsemaní.

Efectivamente, al recibir el aviso de José, desmontó velozmente las tiendas de campaña, trasladando su «puesto de mando» a lo más alto del Olivete. Desde allí, una vez superada la amenaza de los levitas, siguió enviando mensajeros a todos los puntos donde él sabía que se hallaban los apóstoles, amigos y familiares del Nazareno.

Nada más conocer por uno de sus agentes la orden de crucifixión, otros tantos y veloces mensajeros corrieron hacia Pella, Bethsaíde, Filadelfia, Sidón, Damasco y Alejandría, con la noticia de la inminente muerte de Jesús, por orden del procurador romano.

Durante buena parte de aquella jornada, David no cesó de mandar «correos» a Jerusalén y a Betania, informando puntualmente a los discípulos y a la familia de Jesús de cuanto estaba ocurriendo. De no haber sido por la pericia y valentía de este judío, la mayor parte de los apóstoles, escondidos y temerosos, hubieran tardado algún tiempo en conocer el triste final de su Maestro.

Por último, con el ocaso, este Zebedeo suspendió los «correos», permitiendo a sus mensajeros que se retiraran a descansar y a celebrar la obligada fiesta pascual. Sin embargo, su convencimiento sobre la resurrección del rabí era tan sólido que, antes de que partieran, les comunicó en secreto la obligación de concentrarse en la casa de Nicodemo, a primeras horas de la mañana del domingo. Su intención era transmitir la buena nueva en cuanto se produjese.

Mi admiración por aquel hombre no tuvo límites...

Y antes de que el hijo de los Marcos se uniera a su familia en el banquete de Pascua, mi curiosidad se vio satisfecha al desvelar, al fin, la suerte del Iscariote.

Me costó trabajo persuadir al joven Juan Marcos de que hablase. En aquellas últimas diez horas, su alma de niño se había consumido entre el dolor, la rabia y la impotencia. Jamás olvidaría la ensangrentada figura de su ídolo y amigo: Jesús de Nazaret. Como tampoco podría borrar la imagen de unos sacerdotes fanatizados y la de un populacho que, poco antes, había aclamado las valientes y lúcidas intervenciones de su Maestro en la explanada del atrio de los Gentiles y que, ahora, hubiese lapidado al Galileo en la mismísima fachada del Pretorio romano.

Intenté calmarle, recordándole las palabras que acababa de pronunciar David Zebedeo sobre la resurrección. Pero Juan me miró sin comprender. Aquella expresión -«y resucitaré al tercer día»- rebasaba su capacidad infantil.

Tanto Juan Marcos como su familia sabían que yo había permanecido al pie de la cruz y, como reconocimiento a lo que ellos consideraron un gesto de amor y valentía hacia el rabí, el 333

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muchacho terminó por narrarme lo que había visto y oído desde que yo le encomendase el seguimiento de Judas.

Este fue su entrecortado y ceñido relato:

-Cuando el traidor vio cómo los legionarios terminaban de atravesar los pies de Jesús, con la cabeza cubierta por el manto se alejó del patíbulo. Tú lo viste...

Le animé a continuar.

-Entonces, Judas fue directamente al Templo. No pude verle la cara porque siempre fui detrás de él pero, viendo sus grandes zancadas y los empujones con que se abrió paso en la explanada del Santuario, yo diría que estaba furioso.

»Caminó hasta las puertas de la Sala del Consejo de Justicia pero, al intentar abrirlas, el portero se le interpuso. Judas, con una maldición que no me atrevo a repetir, le golpeó en pleno rostro, derribándole y dejándole como muerto.

(Aquella reacción encajaba, desde luego, en la violencia que, en ocasiones, estalla en los grandes tímidos. Y el Iscariote lo era.)

-… Abrió la gran puerta de la sala de las «piedras talladas» y, descubriéndose, irrumpió en el Tribunal. Yo no me atreví a moverme del quicio de la puerta. Si alguien me hubiera puesto la mano encima, seguro que me azotan...

Correspondí con una sonrisa de gratitud y Juan Marcos prosiguió:

-Sólo pude ver a Caifás y a alguno de los saduceos, escribas y fariseos, sentados en sus bancas de madera. Cuando el Iscariote avanzó hasta las gradas, los jueces enmudecieron. En sus rostros habla sorpresa. Por lo visto no esperaban al traidor. Y Judas, jadeando y en un tono que casi me dio lástima, les dijo:

»-He pecado en el sentido de haber traicionado una sangre inocente... Me ofrecisteis dinero por este servicio -el precio de un esclavo- y, con ello, me habéis insultado...

»Los sanedritas, atónitos, parecían no dar crédito a lo que estaban viendo. Y Judas concluyó así:

»-... Me arrepiento de mi acto. He aquí vuestro dinero.

»Entonces sacó una bolsa de su faja y la mostró al Consejo. Por último, exclamó con voz imperiosa:

»-¡Quiero liberarme de esta culpa!

»Las carcajadas no tardaron en llenar la gran sala. Aquellos hipócritas, dando fuertes palmadas sobre los asientos, se mofaron y le ridiculizaron cruelmente. Uno de los que ocupaba un puesto cercano a Judas se levantó y acercándose a él le invitó con la mano a que se retirara.

Pero antes manifestó en alta voz:

»-TU Maestro ha sido condenado por los romanos. En cuanto a tu culpabilidad, ¿en qué nos concierne? ¡Ocúpate tú de ello y vete!

»El Iscariote dio media vuelta y con la cabeza baja se alejó del Tribunal, mientras las risotadas e insultos arreciaban de nuevo.

»Cuando pasó a mi lado, su cara me dio miedo. Llevaba la bolsa en su mano izquierda y los ojos fijos en el suelo. Creo que ni siquiera me vio.

»A grandes pasos se perdió en dirección al atrio de las Mujeres, entrando en la sala de los

«cepillos». Con gran calma tomó un puñado de monedas, lanzándolas a boleo. Después volvió a meter la mano en la bolsa, estrellando el resto de los siclos contra las baldosas. Cuando comprobó que ya no quedaban monedas, arrojó la bolsa sobre el pavimento pisoteándola con furia.

»Entonces, abriéndose paso violentamente entre los atónitos hombres que allí se encontraban, salió en dirección al atrio de los Gentiles.

Estimo que esta aparentemente insólita acción de Judas Iscariote, desembarazándose de las 30 monedas de plata, merece un comentario. Las palabras del traidor ante el Tribunal -«he aquí vuestro dinero» y «quiero liberarme de esta culpa»- no fueron una simple y humana reacción de arrepentimiento. Judas sabía, como todos los judíos, que la Ley protegía a los «vendedores»

de algo o de alguien. La
Misná,
en su Orden Quinto: «Votos de Evaluación»
(arajin),
establece en un total de nueve capítulos las disposiciones en torno a los llamados votos de evaluación; es decir, aquellos por los que una persona se compromete a entregar al Templo el valor de una determinada persona, tal y como viene determinado en el
Levítico
(27, 1-8) en relación con la edad y sexo. Además abarca una minuciosa normativa sobre la compra y dedicación de tierras heredadas y de casas como, asimismo, sobre su rescate y los votos de «exterminio». Pues 334

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bien, en vista de la actuación del Iscariote, entiendo que éste consideró -o trató de considerar ante los sanedritas- que la entrega de su Maestro encajaba de lleno en lo que podríamos denominar una «venta» o «transacción comercio» por la que, incluso, había percibido una compensación económica. En este sentido, al menos en lo que concierne a bienes puramente materiales casas, campos, etc.-, si el vendedor, una vez efectuada la operación, no la consideraba justa o, sencillamente, decidía echarse atrás, podía recurrir dentro de un plazo de 12 meses, a contar a partir del día de la venta. La mencionada
Misná,
en el capítulo IX (4) del citado apartado sobre «Votos de Evaluación» reza textualmente en este sentido:

«Si llegó el último día de los doce meses y no ha sido redimida (la casa, por ejemplo), se hace definitivamente suya (es decir, del comprador), indiferentemente que la hubiera comprado o que la hubiera recibido en regalo, puesto que está escrito en el
Levítico
(25,30): "a perpetuidad". Antiguamente (el comprador) se escondía cuando llegaba el último día de los doce meses a fin de que se hiciera definitivamente suya (la casa). Pero Hilel, «el viejo», dispuso que (el vendedor) pudiera echar el dinero en la cámara del Templo, pudiera romper la puerta y entrar (en la casa) y que el otro pudiera venir cuando quisiera y recoger su dinero. »

Judas, en consecuencia, había obrado de acuerdo con la Ley. No estaba conforme con la

«venta» de Jesús de Nazaret e hizo uso de su derecho, en el mismo día del pago de dicha

«transacción». Y aunque el Iscariote debía saber también que en el capítulo primero (apartado 3) del referido asunto de los Votos se aclara que «el moribundo y el que es conducido a la muerte (por veredicto de un tribunal judío que no admite gracia) no pueden ser objeto de voto ni pueden ser evaluados», forzó sus derechos al máximo, creyendo ingenuamente que aquel gesto anularía dicha «venta». Hay que reconocer, en descargo de la culpabilidad del Iscariote, que, por lo menos, apuró todas las posibilidades jurídicas, en beneficio del Maestro. De poco sirvió, por supuesto, pero creo que es de justicia esclarecer este hecho, tan parcamente contado por el escritor sagrado. Muchas personas podrán preguntarse -yo también lo hice- por qué Judas accedió a esta «venta», si sabía que su traición desembocaría en el ajusticiamiento del Nazareno. Personalmente, a la vista del mencionado comportamiento del Iscariote en la sala del Sanedrín y, posteriormente, en la del tesoro, creo que Judas jamás llegó a pensar que su Maestro sería condenado a muerte. Él lo había entregado a los dignatarios de las castas sacerdotales, convencido de que éstos se limitarían a «custodiarle» e interrogarle y, a lo sumo, encarcelarle o desterrarle. No trato de hacer una defensa extrema del traidor, pero su fría venganza contra el Galileo y su movimiento se hubiera visto sobradamente colmada con la vergonzosa captura y el posible desmembramiento de los discípulos. Pero los acontecimientos, como sabemos, tomaron otros derroteros.

De lo que ya no puedo estar seguro es de cuál fue la razón que pesó más en el agitado corazón del Iscariote: la inminente muerte del rabí o el ridículo a que se vio sometido por los sanedritas. Como ya he repetido, no era dinero lo que perseguía Judas. Su obsesión era el reconocimiento público y los honores prometidos y soñados y que, desgraciadamente para él, jamás llegaron. Por lógica, si sus maquinaciones hubieran tenido como base y objetivo final la obtención de dinero, ¿por qué iba a prescindir de aquellas 30 monedas de plata? En todo caso, se las hubiera llevado a la tumba con él. La lucha interna del traidor en aquellas horas debió ser tan afilada que no tengo valor para juzgarle ni para juzgar su trágica decisión última...

Es curioso pero, si Jesús no hubiera sido condenado a muerte, quizá Judas hubiera tenido éxito en su intento de anulación de la «venta». La Ley, al menos, preveía un plazo de un año para que el «comprador» -en este caso los sanedritas- se retractaran y devolvieran la mercancía».

Juan Marcos, medio dormido, remató su testimonio con una noticia que cambiaba -en parte-lo que afirma Mateo en su evangelio:

-Judas descendió por el barrio bajo. Al principio creí que se dirigía a mi casa o a Betania.

Llevaba mucha prisa. No saludaba a nadie. Salió de la ciudad por la puerta de la Fuente y, ante mi desconcierto, torció a la derecha, en dirección a la garganta del Hinnom. Empezó a trepar entre los peñascos y al llegar a una de las rocas más altas y puntiagudas se deshizo del manto y del cinto. Yo estaba tan asustado que me pegué al terreno, temblando de miedo. Entonces vi a Judas, al borde del precipicio, amarrando uno de los extremos del ceñidor a la rama de una pequeña higuera que crecía entre las grietas de la roca. Cuando comprendí lo que quería hacer me incorporé, dispuesto a pedirle que no lo hiciera. Pero no tuve tiempo siquiera de abrir la boca. El Iscariote hizo otro nudo alrededor de su cuello y, en silencio, se lanzó al vacío...

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El muchacho, con una extrema palidez, se tapó la cara con las manos y comenzó a sollozar.

Tuve que esperar a que se calmara. Al rato, gimoteando, concluyó:

-… ¡Fue espantoso, Jasón...! Corrí hacia la higuera. En aquellos momentos sólo tuve un pensamiento: cortar, morder, arañar el cinto... Todo menos dejar que se ahorcase.

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