Caballo de Troya 1 (51 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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según me fue explicando- no era otra cosa que un campo de entrenamiento. Las tiendas, confeccionadas con pieles de cabra y teñidas en un amarillo terroso, presentaban un techo con dos vertientes
1
. Por debajo de estas cubiertas traslucía una serie de listones que constituían el armazón de cada una de estas barracas, capaz para diez hombres. Según Civilis, la afluencia de aquellos miles de hebreos a la fiesta anual de la Pascua les obligaba a reforzar la guarnición de Antonia. Aquellas tiendas de campaña cubrían perfectamente las necesidades de los legionarios que se trasladaban con él desde Cesárea.

Frente a los «papilio» (nombre que le daban a estas tiendas por la semejanza de sus cortinas, recogidas en la puerta de entrada, con las alas de las mariposas), el ejército romano había plantado media docena de postes de algo más de metro y medio de altura. Todos ellos cargados de muescas, consecuencia de los mandobles que llovían sobre los citados troncos en los entrenamientos. Algunas de las espadas y lanzas, con un peso que doblaba el de los
pilum
y
gladius
normales, se hallaban clavadas en la arena. Los escudos y cascos reposaban apoyados sobre aquéllas.

Varios cientos de legionarios -todos ellos libres de servicio a juzgar por su indumentaria- se habían ido congregando en la explanada, formando corrillos y cambiando impresiones en voz baja.

Al ver a Civilis, los soldados se apresuraron a abrirle paso, adoptando un respetuoso silencio.

El jefe de los centuriones se detuvo frente a los postes de entrenamientos, saludando al tribuno y a los centuriones allí reunidos. El primero, mucho más joven que Civilis y que el resto de los oficiales, constituía un mando intermedio, responsable, más que del mando táctico de la legión (que era potestad del jefe de los centuriones), de la jefatura del régimen interior de la misma. En aquella época, sin embargo, su importancia había decrecido notablemente. Una de sus funciones, precisamente, era la de iniciar la ejecución de una pena capital. Su vestimenta era prácticamente la misma que la de los centuriones, si bien su toga o capa era violácea y, generalmente, no portaba armas.

Los oficiales sostuvieron un brevísimo consejo y, acto seguido, uno de ellos dio la orden para que el reo fuera conducido a la arena. De pronto los legionarios comenzaron a arremolinarse alrededor de otros dos soldados que acababan de entrar en el campo de adiestramiento. Cada
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En el argot popular, el hecho de vivir o permanecer en un campamento de estas características -con tiendas de piel de cabra- era conocido entre los soldados romanos como sub pellibus esse: «estar bajo las pieles». (N. del m.) 164

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uno cargaba sobre sus brazos un buen número de palos de un metro de longitud. Entre empujones, protestas y todo tipo de imprecaciones, medio centenar de romanos se hizo al fin con los bastones. Y el silencio cayó de nuevo sobre aquella masa de energúmenos.

Al poco, y por la misma puerta por donde habíamos penetrado en la explanada, vimos aparecer a un hombre joven, cubierto con la típica túnica roja de los legionarios, escoltado por dos centinelas.

Al llegar frente a los centuriones, Civilis le saludó con el brazo en alto. El condenado respondió al saludo y, sin más preámbulos, el jefe de las centurias ordenó a la custodia que le despojaran de su vestimenta. Desde mi posición, a espaldas de los oficiales observé cómo Civilis entregaba su bastón al tribuno.

Mientras uno de los centinelas sostenía la lanza de su compañero, éste, haciendo presa en el escote de la túnica, dio un fuerte tirón, desgarrándola hasta la cintura. Inmediatamente, el soldado tomó la prenda por la parte baja del desgarrón, abriéndola en su totalidad con otro certero golpe. Arrojó la túnica a la arena, procediendo después a despojar al desdichado de su taparrabo. Una vez desnudo, la guardia y los centuriones retrocedieron unos pasos, dejando al reo en mitad del círculo que habían ido formando los 40 o 50 legionarios que habían conseguido una de aquellas varas. Ante mi sorpresa, aquel infeliz no se movió siquiera. Su rostro había palidecido y sus ojos, desencajados por un creciente terror, parecían ausentes.

El tribuno se acercó entonces al sirio, tocándole suavemente con el sarmiento que le había cedido Civilis. Y al instante, como impulsados por un odio salvaje e irracional, los legionarios saltaron sobre la víctima, golpeándole entre alaridos e insultos. El joven se llevó instintivamente los brazos a la cabeza, pero la lluvia de golpes era tal que no tardó en doblar las rodillas, con la frente, rostro y orejas materialmente machacados y cubiertos de sangre. Una vez caído, aquellas bestias humanas, sudorosas y jadeantes, arreciaron en sus bastonazos hasta que el legionario terminó por hacerse un ovillo, hundiendo el rostro en la arena. En ese instante, Civilis hizo una señal a uno de los centuriones. Y aquel coloso -de casi dos metros de altura y la envergadura de un oso- se abrió paso a empellones entre la enloquecida chusma. Al verle, los legionarios cesaron en sus acometidas. Y el silencio, apenas roto por las agitadas respiraciones de los apaleadores, reinó nuevamente en el lugar. Aquel centurión -llamado Lucilio y a quien las legiones de Pannonia habían bautizado con el apodo de «cedo alteram»
1
, porque apenas rompía una verga en las espaldas de un soldado pedía otra y otra, diciendo siempre «cedo alteram»-, cuya imagen resultaría ya difícil de borrar de mi mente, jugaría un destacado papel en la flagelación del Maestro de Galilea...

Lucilio se situó a un metro del reo. Le arrebató el palo a uno de los soldados y levantándolo por encima de su cabeza, descargó un golpe seco y preciso en la nuca del condenado. Al recibir aquel impacto, la cabeza del legionario se dobló y el cuerpo, sin vida ya, se desplomó sobre uno de sus costados.

El «apaleamiento» -fórmula habitual de ejecución en las legiones romanas- había concluido.

Mientras los soldados devolvían los bastones y se retiraban lentamente del campo de entrenamiento, uno de los médicos se arrodilló ante la víctima, procediendo a tomar su pulso.

Pero el golpe de gracia del gigantesco «cedo alteram» había sido decisivo, acortando sin duda los sufrimientos de aquel desertor.

Civilis, que no parecía alterado en lo más mínimo por aquel sangriento espectáculo, respondió a mi pregunta sobre la causa de aquella ejecución, explicándome que aquel legionario había cometido uno de los peores delitos en que puede incurrir un soldado: el abandono de su puesto de guardia
2
. Después de un consejo sumarísimo, los tribunos y oficiales habían decretado su muerte.

Aquel trágico suceso -como ya referí anteriormente- me hizo meditar sobre lo que yo había leído, en relación con el supuesto abandono de la guardia por parte de los legionarios que vigilaban la tumba de Jesús. Y un presentimiento empezó a flotar en mi cerebro...

1
La expresión
cedo alteram
viene a significar «paso a la otra».

2
El apaleamiento o
castigatio
era una ejecución solemne, que se aplicaba, incluso, a los oficiales. Incurrían en ella todos aquellos que abandonaban su puesto de guardia, los que se daban al pillaje en las casas y pueblos por donde pasaba la legión, los que se rebelaban contra sus jefes, los homicidas, ladrones, los que perdían sus armas, los que reincidían por tercera vez en la misma falta, los que atentaban contra el pudor o los que eran responsables de negligencia en las imaginarias de la noche.
(N. del m.)

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Si los centinelas romanos sabían qué clase de suerte les aguardaba, en el supuesto que desertaran de la misión que se les encomendaba, ¿cómo encajar entonces aquellos comentarios de numerosos exégetas católicos que afirman «que los centinelas que guardaban el sepulcro huyeron aterrorizados»? (Una vez más, los hechos registrados en aquel amanecer del domingo no iban a coincidir con estas «justificaciones teológicas», tan apresuradas como faltas de rigor.) Al pasar nuevamente por el patio porticado y ver a aquel legionario, con el pesado fardo a cuestas, no pude resistir la tentación e interrogué al centurión, que nos acompañaba ya hacia el túnel de salida de la Torre Antonia. Civilis me aclaró que se trataba de la «ignominia» o castigo menor. A causa de alguna falta -que el oficial no me detalló-, aquel soldado había sido castigado a permanecer durante todo un día con una carga de tierra sobre sus espaldas. (Elíseo me confirmaría que aquel tipo de penalizaciones había sido «inventado» por el anterior emperador Augusto.)

La soldadesca había vuelto a sus faenas habituales. Algunos, sentados en bancos de madera de pino, se afanaban bajo los pórticos en la limpieza de sus cinturones y espadas o repasaban sus sandalias. Recuerdo que al ver el calzado de uno de aquellos soldados me llamó la atención la suela. Tomé una de las sandalias y, ante la atónita mirada de su propietario, conté los clavos que habían sido incrustados en la cara externa de la misma. ¡Catorce! Formaban una «S», arrancando desde el tacón y llenando prácticamente la totalidad de dicha suela. (Como también apunté, aquel mortífero calzado iba a ocasionar dolorosas lesiones en el cuerpo de Jesús de Nazaret.)

Debían ser las tres de la tarde cuando, tras recuperar mi «vara de Moisés» y saludar a Civilis, José y yo cruzamos el puente levadizo, dando por concluida aquella agitada e instructiva visita a la sede de Poncio Pilato.

Al vernos entrar en la mansión de José, el saduceo a quien yo había rogado que siguiera los pasos de Judas, el Iscariote, y que nos esperaba desde poco después de la hora sexta (las doce del mediodía), nos besó en la mejilla en señal de bienvenida.

Ismael ben Phiabi I, descendiente del que fuera sumo sacerdote Simón v también saduceo
1
-

y al que nunca podré agradecer lo suficiente su lealtad e información- se acomodó en el patio donde había tenido lugar el almuerzo con Jesús y los griegos y, tras poner a José en antecedentes de la misión que le había encomendado, pasó a relatarnos lo sucedido en el templo. (El de Arimatea -tal y como me había referido Ismael en la explanada de los Gentiles-era otro de los amigos y discípulos de Jesús que, por supuesto, conocía las «irregularidades» de Judas como administrador del grupo, así como su cada vez más abierta oposición a las ideas sobre la naturaleza del reino que predicaba el Maestro.)

En el fondo, Ismael reconoció que aquel encuentro conmigo había sido cosa de la Providencia. Mientras se dirigía al interior del templo, en busca de información, el saduceo fue madurando un plan que, al exponérselo a José, éste aprobó al instante. La dimisión de aquellos 19 miembros del Sanedrín -entre los que se encontraba- había sido, quizá, una medida muy precipitada. Los seguidores del Maestro conocían el decreto de «caza y captura» de Jesús y no tardaron en lamentar aquel masivo abandono del supremo órgano de Justicia. Sin un hombre de confianza que pudiera seguir desde dentro los pasos del Sanedrín, la seguridad del rabí de Galilea y de todo el grupo se veía gravemente comprometida. Era menester que alguien simulara el reingreso en el consejo de los 71, actuando como confidente. Y aquélla -meditó Ismael- podía ser la ocasión de oro para estrechar la vigilancia de José, alias «Caifás», y de sus partidarios.

-Así que, armándome de valor -prosiguió Ismael-, me dirigí a los aposentos del sumo sacerdote, solicitando una entrevista con él. Pero antes, y conociendo como conozco la extrema vanidad y codicia de Caifás, me procuré una copa de oro y plata
2
.

1
Simón, hijo de Boetos, fue sumo sacerdote en Jerusalén entre los años 22 al 5 antes de Cristo. Un hermano de Ismael -también del poderoso y acaudalado grupo de los saduceos- seria sumo sacerdote hacia el año 61 después de Cristo.
(N. del m.)

2
Yo sabía por la documentación de Flavio Josefo
(Antigüedades,
XIII) que los saduceos utilizaban y comían en utensilios de oro y plata, ya que negaban la resurrección de los muertos, procurando gozar al máximo de la vida terrena. En esta postura se notaba una clara influencia helenística. Por su parte, Caifás era o compartía las ideas de los saduceos.
(N. del m.)

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»No fue muy difícil -sobre todo después de poner en sus manos aquel rico presente-convencer a Caifás de mis «honestas intenciones» de volver al seno del Sanedrín. «Después de profundas reflexiones -le dije- he terminado por comprender que la razón te asiste: resulta blasfemo que este galileo vaya pregonando la resurrección de los muertos...» El sumo sacerdote se alegró de esta decisión mía, encomendándome que abogara cerca del resto de los disidentes para que siguieran mi ejemplo.

»Gracias a esta argucia, queridos amigos, pude tener acceso esta misma mañana a una reunión informal de Caifás con el Sanedrín y en la que, sin yo imaginarlo, Judas iba a ser uno de los protagonistas...

Ismael hizo una pausa y tomando mis manos entre las suyas añadió:

-Y todo te lo debemos a ti, hermano Jasón. Que Dios, bendito sea su nombre, te bendiga.

En lo más profundo de mi ser empezó a brotar, sin embargo, una incómoda incertidumbre:

¿Qué era lo que había ocurrido aquella mañana en el templo? ¿Por qué Ismael agradecía tan efusivamente mi idea de seguir a Judas?

-Una hora después de la tercia (hacia las diez de la mañana), como os decía, la casi totalidad del Sanedrín se reunió en la sala de las piedras talladas. Durante un buen rato, los allí congregados discutieron la naturaleza de los cargos contra Jesús y, especialmente, la forma del prendimiento y la fórmula a seguir para conducirle hasta la autoridad romana y garantizar la ejecución de la sentencia de muerte, Este último punto es el que todavía preocupa a Caifás y a los escribas y fariseos. Saben que el procurador no es hombre fácil y no han terminado por ponerse de acuerdo sobre los argumentos jurídicos que deben plantearle.

Según averiguó Ismael, la noche anterior -la del martes y mientras Jesús y sus discípulos regresaban al campamento de Getsemaní-, el Sanedrín había vuelto a reunirse, analizando aquel último discurso del Galileo en la explanada del templo. Todos -por unos u otros motivos-ratificaron las anteriores decisiones del Consejo, apremiando a Caifás para que procediera de inmediato y sin más demoras al arresto de Jesús de Nazaret. Sospechando que el rabí de Galilea no haría acto de presencia en el templo al día siguiente, miércoles, el sumo sacerdote y los consejeros cursaron una nueva y más precisa orden a los levitas para que la captura tuviera lugar antes del viernes. Sin embargo, una pregunta quedó flotando en el aire: ¿cómo prender al impostor sin alterar a las masas y, sobre todo, sin provocar a la guarnición romana, responsable del orden en Jerusalén? El grupo de los saduceos se mostró mucho más radical que el de los escribas y fariseos: votaron por el asesinato del rabí. Sin embargo, los fariseos rechazaron la propuesta por considerarla muy arriesgada.

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