Caballo de Troya 1 (46 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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El legionario captó mi mirada -absorta en el acero reluciente de la punta de flecha en que terminaba su lanza- y, con una sonrisa maliciosa, inclinó el pilum hasta que el afilado extremo quedó a un palmo de mi pecho. José se asustó. Por un instante traté de imaginar qué habría sucedido si el soldado hubiera intentado clavarme el arma. Probablemente, el susto del centinela, al ver que su pilum se quebraba o que no penetraba en mi torso, hubiera sido mayor que el mío. La «piel de serpiente» que cubría mi cuerpo estaba perfectamente diseñada para resistir un embate de ese tipo.

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Lejos de echarme atrás o de mostrar inquietud, correspondí a la sonrisa del legionario con otra más intensa, dándole a entender que sabia que se trataba de una broma.

Aquel gesto, que el soldado interpretó como un rasgo de valor, y que me valió su respeto, iba a resultarme -sin yo proponérmelo- de suma utilidad durante el prendimiento del Galileo en la noche del día siguiente.

En ese momento, el centinela que había acudido al interior de la fortaleza, reclamó nuestra presencia desde el portalón de la torre. José y yo salvamos los diez o quince metros de terreno baldío que separaba el muro o parapeto exterior de piedra de un profundo foso, de 50 codos (22,50 metros), excavado por Herodes cuando mandó reedificar una antigua fortaleza de los macabeos y a la que dio el mencionado título de Antonia, en honor de Marco Antonio. Este foso, seco en aquella época, rodeaba la residencia del procurador romano en todo su perímetro, excepción hecha de la cara sur que, como ya expliqué, se hallaba adosada al muro norte del Templo. Sus cimientos eran una gigantesca peña, alisada íntegramente en su cima y costados.

Herodes, en previsión de posibles ataques, había cubierto estos últimos con enormes planchas de hierro, de forma que el acceso por los mismos resultase impracticable. Y sobre esta sólida base se levantaba un magnifico baluarte, construido con grandes piedras rectangulares. Allí tendrían lugar los sucesivos interrogatorios de Pilato a Jesús, así como el salvaje castigo de la flagelación.

Al cruzar el puente levadizo -de unos cinco metros de longitud y construido a base de gruesos troncos sobre los que se había fijado una espesa cubierta de metal- no pude resistir la tentación de levantar la mirada. La pétrea fachada gris-azulada, de cuarenta codos de altura, se hallaba dividida en dos secciones simétricas y perfectamente almenadas. Cada uno de estos bloques, de unos cincuenta metros de longitud, presentaba tres hileras de ventanas (las correspondientes a la primera planta en forma de troneras). Y en el centro, entre las dos alas que formaban la fachada, una especie de terraza o mirador, de unos veinte metros, con los prismas de la almena algo más pequeños que los de las zonas superiores. Los cuatro ángulos del «castillo» habían sido reforzados por otras tantas torres, igualmente fortificadas. Yo conocía por Flavio Josefo las dimensiones de las mismas
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, pero, al contemplarlas a tan corta distancia, se me antojaron mucho más airosas.

En la boca del túnel que constituía la entrada principal a la fortaleza nos aguardaban el centinela que habíamos encontrado junto al muro exterior y un oficial.

Al descubrir en su mano derecha un bastón de madera de vid comprendí que me hallaba ante un centurión. Su estatura era algo superior a la media normal de los legionarios, pero quizá se debía al penacho de plumas rojas que adornaba su casco.

Tras saludarle, José se identificó ante el jefe de centuria, manifestándole que era amigo del procurador y que había sido concertada una audiencia para aquella mañana. El centurión -

también en griego- correspondió al saludo y me rogó que me identificara. Después, dirigiéndose a uno de los soldados que montaba guardia a la puerta de una estancia situada a la derecha del túnel, le pidió algo. El legionario se apresuró a entrar en lo que debía ser el «cuarto de guardia»

y regresó al momento con una tablilla encerada. En aquella especie de «pizarra» habían sido escritos algunos nombres. Del ángulo superior izquierdo del marco de la tablilla colgaba una corta y manoseada cuerda a la que había sido atado un clavo de bronce de unos ocho centímetros de longitud y que, a juzgar por los trazos de la superficie encerada, hacía las veces de buril o «stylo».

El centurión leyó el contenido y devolvió la tablilla al legionario, que desapareció nuevamente en el interior de la sala. Para entonces, varios de los soldados que formaban la

«excubiae» o guardia de día en aquel sector de la fortaleza -y que descansaban en uno de los bancos de madera del interior del cuarto- se habían asomado a la puerta, observándonos con curiosidad.

-¿Qué contiene esa jarra? -preguntó de improviso el centurión.

Gracias al cielo, José se adelantó:

-Es vino de las bodegas subterráneas de Gabaón... Sé que al procurador le gusta...

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En su obra Guerra de los Judíos (libro Sexto), Josefo asegura que tres de las torres tenían 50 codos (22,50

metros), y la cuarta -la que se hallaba adosada al templo- 70 codos (31,50 metros). Estos datos se aproximan bastante a nuestras mediciones desde el módulo. (N. del m.)

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-Tendrán que abrirla -repuso el oficial, al tiempo que hacía una señal a uno de los soldados que contemplaba la escena.

Crucé una rápida mirada con José y éste, sin inmutarse, tomó el ánfora, retirando la tapa de barro que la cerraba. El legionario se hizo cargo del recipiente, llenando un cacillo de latón.

Después de oler el contenido se llevó el rosado liquido a los labios, bebiendo.

El centurión dio por buena la comprobación y nos rogó que entregáramos las armas. El de Arimatea le explicó que éramos hombres de paz y que no portábamos espada. Pero el oficial, sin prestar demasiada atención a las palabras del anciano, ordenó a dos de los centinelas que registraran nuestro atuendo. Después de palpar costados, cintura, pecho y brazos, los legionarios movieron negativamente sus cabezas. En ese instante, el concienzudo oficial se fijó en mi vara.

-Deberás dejarla al cuidado de la guardia -me dijo.

Y antes de que pudiera reaccionar, otro de los romanos me arrebató la «vara de Moisés». El corazón me dio un vuelco. Aquello no estaba previsto. Y aunque el cilindro de madera había sido acondicionado para soportar los más violentos vaivenes y encontronazos, el solo pensamiento de que pudiera ser dañado o extraviado me sumió en una profunda inquietud.

Aquello, además, significaba no poder filmar la entrevista con Poncio Pilato.

Por otra parte, saltaba a la vista que el centurión no estaba dispuesto a dejarme pasar con el cayado. Si verdaderamente quería llevar adelante el proyecto de Caballo de Troya tenía que resignarme y confiar en la fortuna. Guardé silencio, tratando de no conceder demasiada importancia a mi vara. Lo contrario hubiera despertado recelos y suspicacias nada deseables en aquella irrepetible oportunidad.

El centurión hizo entonces una señal con su mano, indicándonos que le siguiéramos.

Salimos del túnel abovedado y nos encontramos en un espacioso patio cuadrangular -a cielo abierto- de unos cincuenta metros de lado y pavimentado con losas de caliza dura de un metro cuadrado cada una. Un sinfín de puertas, coronadas por dinteles de madera -formando arcos de medio punto- se alineaban en los laterales, bajo otros tantos pórticos sustentados por columnatas. Aquella fortaleza, como pude verificar conforme fui adentrándome en ella, había sido edificada con todo esmero.

Por aquel gran patio, al que desembocaban los dormitorios, las caballerizas y algunos almacenes, iban y venían numerosos legionarios. Muchos de ellos -libres de servicio- vestían tan sólo la corta túnica granate de lana, ceñida por un cinturón muy liviano.

El centurión que nos guiaba cruzó por el centro del patio, rodeando una fuente circular sobre cuyo centro se erigía una hermosa representación, también en piedra y a tamaño natural, de la diosa Roma. La estatua vestía una túnica con múltiples pliegues, dejando al descubierto el pecho derecho de la diosa. En la diestra sujetaba una lanza y sobre la mano izquierda sostenía una esfera de la qué brotaba un chorro de agua. Esta iba almacenándose en el estanque circular que constituía la parte baja de la fuente. Varios soldados de la caballería romana se hallaban lavando y cepillando media docena de caballos. A diferencia de los infantes, los jinetes vestían una chaquetilla morada de manga larga y un pantalón rojo, muy ajustado, que se prolongaba hasta la espinilla.

Al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, con nuestros ejércitos occidentales, ninguno de aquellos soldados se cuadró o saludó al paso del centurión. Este, siempre, con su «uitis» o vara de sarmiento en su mano derecha y recogiéndose la holgada toga o capa de color púrpura sobre el brazo izquierdo, proseguía su camino hacia el fondo del patio.

A derecha e izquierda, y especialmente bajo los pórticos, otros legionarios atendían a la limpieza de sus armas o sandalias. En una de las esquinas, un concurrido grupo de soldados formaba corro en torno a algo que ocurría sobre el pavimento. A pesar de mi curiosidad no pude aproximarme. El oficial, que no volvió la cabeza ni una sola vez, seguía a buen paso hacia las escalinatas que se divisaban ya en la zona este del patio.

Antes de abandonar aquel recinto me llamó la atención otra escena. A nuestra derecha, e inmóvil sobre el enlosado, uno de los legionarios cargaba sobre su nuca y hombros un pesado saco. La carga obligaba al infante a mantener el tronco y la cabeza ligeramente inclinados hacia el suelo. Junto a él, otro legionario -con su vestimenta y armas reglamentarias- no perdía de vista al compañero. A mi regreso de la entrevista con el procurador romano iba a tener cumplida explicación de todo aquello...

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Nada más pisar la pulida escalinata de mármol blanco, que arrancaba del filo mismo del patio, intuí que nos adentrábamos en la parte noble del edificio. Aquellas escaleras -de escasa pendiente- nos situaron en una especie de vestíbulo rectangular, todo él revestido de finísimos mármoles que -a juzgar por los sutiles veteados grises y azulados- debían haber sido importados por Herodes el Grande desde Chipre y Carrara.

Frente a la escalinata que conducía a aquella primera planta de la torre Antonia se abría una puerta doble de casi cinco metros de anchura, primorosamente labrada con palmeras, flores y querubines de entalladura. Allí se veía, una vez más, la mano de los artesanos y constructores fenicios que, posiblemente, se encargaron de la construcción de la fortaleza.

A ambos lados de la puerta montaban guardia sendos infantes, cruzando sus pilum en forma de aspa. El centurión se dirigió a uno de ellos, advirtiéndole -supongo- que estábamos en la lista de las audiencias de Poncio Pilato. Segundos después daba media vuelta, y tras levantar su brazo en señal de saludo, desapareció escalinatas abajo.

Evidentemente teníamos que esperar.

José se dirigió entonces a uno de los laterales del
hall,
sentándose en una de las sillas en forma de X, sin respaldo y con asiento de cuero, situada sobre una esponjosa alfombra babilónica. A su espalda, por dos espigadas y desnudas ventanas, entraba la claridad y la fría brisa del norte.

Procuré imitar a mi acompañante, mientras intentaba fijar en mi memoria los detalles más sobresalientes de aquella estancia. A ambos lados de la puerta se alineaban cuatro grandes esculturas (dos en cada uno de los paños). Las más próximas a los centinelas eran sendos bustos, en mármol igualmente blanco. Las otras sí pude reconocerlas: se trataba de una réplica de las amazonas que se guardan actualmente en el Museo Capitolino de Roma.

Los bustos, en cambio, me resultaron irreconocibles. Y sin poder contener mi curiosidad, pregunté a José por el significado de aquellas cabezas, sostenidas sobre magníficos pedestales cilíndricos.

El de Arimatea hizo un gesto de disgusto. Y casi a regañadientes me explicó que eran los bustos del César. Uno, situado a la izquierda de la puerta, representaba a Tiberio adolescente.

El otro, al Emperador en la actualidad.

-… Esas estatuas -continuó José- fueron motivo, hace ya algunos años, de grandes lamentos y dolor para mi pueblo.

Nada más llegar a Judea, Poncio Pilato -según el testimonio del anciano- situó dichas imágenes en Jerusalén, aprovechando la oscuridad de la noche. El pueblo judío no aceptaba la presencia de imágenes -ni siquiera las del Emperador romano- y aquello provocó una revuelta.

Miles de hebreos acudieron a Cesarea, la capital de los invasores, suplicándole al procurador que retirara las estatuas y que respetase así la tradición y las creencias de la nación judía. Pero Pilato no prestó atención, negándose a quitar las imágenes de Tiberio. Durante cinco días y cinco noches, los judíos permanecieron en torno a la casa del procurador. En vista de la situación, Poncio convocó a la multitud y, cuando todos creían que el gobernador romano se disponía a ceder, las tropas rodearon a los hebreos. El procurador les advirtió entonces que, si no recibían las imágenes, aquellos tres escuadrones les despedazarían. Y a una orden de Pilato, los legionarios desenvainaron sus espadas. La muchedumbre, desconcertada, se echó rostro en tierra, gimiendo y gritando que preferían morir a ver profanada su ciudad santa. Pilato, conmovido y maravillado por esa actitud, terminó por consentir, ordenando que los bustos del César fueran retirados de Jerusalén y trasladados al interior del cuartel general romano: la torre Antonia.

Sin poder evitarlo, me levanté del asiento y, pausadamente, me acerqué al primer busto.

Pero aquel rostro aniñado, con un flequillo perfectamente recortado sobre la frente, no me dijo nada. Y me dirigí entonces a la segunda efigie. Al pasar frente a los legionarios, ambos me siguieron con la mirada.

Aquel segundo busto representaba a un Tiberio adulto, de unos cincuenta años (el Emperador fue designado César en el año 14 de nuestra Era, cuando contaba 55 años de edad), pero sumamente favorecido. En mi adiestramiento previo a esta misión, y de cara, sobre todo, a la entrevista que estaba a punto de celebrar con Poncio Pilato, yo había recibido una 151

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