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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (44 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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Conforme fue clareando, un lejano y misterioso castañeteo comenzó a intrigarme. Parecía nacer en alguna parte, al fondo del campo donde me encontraba. Me incorporé y tras echar una ojeada al campamento comprobé que todo se hallaba en calma. Los discípulos dormían en el interior de las tiendas. Otros, envueltos en sus ropones, descansaban al pie del muro de piedra o, como yo, bajo la primera hilera de olivos. Frente a los albergues, en el pequeño claro existente en la entrada del huerto, se distinguían las cenizas de la hoguera. El Maestro -supuse-debía estar durmiendo.

Pero aquel castañeteo seguía llenando la cada vez más luminosa mañana, rompiendo el profundo silencio de Getsemaní. No lo dudé más. Tomé la «vara de Moisés» y me dirigí hacia el interior de la finca, siguiendo el cercado de piedra. Aquella propiedad de Simón, el vecino de Betania, estaba dedicada exclusivamente al cultivo del olivar. Desde el lugar donde habían sido plantadas las tiendas, el terreno iba elevándose ligeramente. Al llegar al fondo del huerto había contabilizado medio centenar de viejos olivos, alineados de cuatro en fondo. Algunos de aquellos árboles me impresionaron por su envergadura. Uno de ellos, en especial, debía alcanzar los ocho metros de circunferencia. De sus nudosos y torturados troncos fluía una sustancia de color pardo-rojiza, formando reguerillos brillantes al incipiente sol que avanzaba ya por detrás de la cima del Olivete.

Los últimos metros del rectángulo que constituía el huerto de Los Olivos -donde iba a tener lugar la famosa oración de Jesús- experimentaban una elevación más acusada. El misterioso 142

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ruido se había hecho más claro e intenso. Dejé atrás el olivar y a poco más de diez metros apareció ante mí una masa pétrea de unos cinco metros de altura, con una entrada más ancha que alta (tuve que inclinarme para penetrar en ella), que conducía al interior de una gruta natural. Frente a la cueva se derramaban otras formaciones de caliza blanca, muy erosionadas por la lluvia y el viento. La presencia de la mole rocosa y de las piedras -de escasamente 30 o 40 centímetros de altura- que ocupaban aquel extremo del huerto explicaban por qué Simón no había podido aprovechar el lindero norte en el cultivo del olivar. A la derecha de la cueva, y casi pegado a la roca, crecía un corpulento árbol. Al levantar la vista, el insólito castañeteo quedó explicado. Se trataba de un cañafístula. Aquel hermoso ejemplar -muy parecido al nogal-estaba siendo mecido sin cesar por el viento y sus largos frutos, al chocar entre sí, emitían aquel penetrante castañeteo. Entre el árbol y el murete de piedra, adosado en aquel punto a la cara este de la cueva, descubrí una pequeña plantación de gálbano y tragacanto, ambos de reconocidas virtudes medicinales.

La gruta, prácticamente sumida en la oscuridad, tenía unos 19 metros de profundidad por otros 10 de anchura. Su techo, muy bajo en los primeros metros de la entrada, se hacia bastante más alto en el interior. Las paredes habían sido encaladas. En uno de sus laterales -el que quedaba orientado hacia el este- aparecían dos prolongaciones o grutas más pequeñas. En una de ellas había una prensa de madera, destinada, sin duda, a la trituración de la aceituna, a juzgar por el olor y los restos de aceite que, medio reseco, impregnaban aún el interior de la prensa. Una larga viga, que hacía las veces de brazo de la prensa, se incrustaba en una pequeña cavidad situada a poco más de un metro, en la pared meridional de la gruta.

Al fondo, en la cara norte, sobre una estera, descansaban varios sacos. Dos de ellos contenían trigo y los tres restantes, higos secos, legumbres de diferentes tipos, cebollas, puerros, ajos, etc. (Después supe que se trataba del suministro que Felipe había comprado en la mañana del día anterior y que constituía la dieta básica de los hombres que formaban el campamento.)

Inspeccioné también la parte exterior de la gruta, comprobando cómo por su cara norte -en el extremo opuesto a la entrada- había sido practicado un canalillo que descendía hasta una especie de pila de depuración. Simón había excavado la cima de la enorme roca, aprovechando así las aguas de lluvia que descenderían por el citado canalillo hasta la pila. De allí, una vez filtrada, el agua era acumulada en una concavidad inferior, practicada también en la roca.

Una vez satisfecha mi curiosidad, retorné al campamento, siguiendo esta vez el muro occidental. Al llegar a la entrada del huerto, algunas de las mujeres del grupo de Jesús se afanaban ya en torno a un incipiente fuego. Mientras dos de ellas molían el grano, preparando la harina de trigo, otras acarreaban agua, llenando varios lebrillos. A la derecha de la cancela, y pegada al muro, se hallaba la gran cuba de piedra que yo había visto la noche anterior. Se trataba de una vieja almazara o molino de aceite de unos cuatro metros de diámetro, perfectamente circular y con un parapeto de 80 o 90 centímetros de altura. Estaba vacía. Un pesado tronco, totalmente ennegrecido e insertado por uno de sus extremos en un nicho abierto en el muro de piedra, descansaba en el centro geométrico de la cuba. Aquella viga había sido provista de grandes losas circulares y planas, sujetas al segundo extremo mediante gruesas sogas que las atravesaban por sendos orificios centrales. Por lo que pude deducir, cuando la almazara se llenaba de aceituna, este enorme peso en la punta del madero debía actuar como prensa, machacando el fruto. En el fondo de la cuba se amontonaban también grandes capazos de esparto, utilizados posiblemente para el transporte de la aceituna.

Me encontraba aún inspeccionando la cuba cuando, a eso de las siete, vi aparecer en el claro a Jesús de Nazaret. Era el primero en abandonar la tienda destinada a los hombres. Me quedé quieto. El gigante, que se había desembarazado del manto, estaba descalzo. Caminó unos pasos hacia la fogata y, tras saludar a las mujeres, aproximó las palmas de sus largas manos al fuego, procurando entrar en calor. Después, levantando el rostro hacia el azul del cielo, cerró sus ojos, llevando a cabo una profunda inspiración. Su piel bronceada se iluminó con la caricia de aquellos tibios rayos solares.

Una de las mujeres sacó al Maestro de aquellos placenteros momentos, indicándole que tenía listo el lebrillo de barro con el agua para su aseo. Jesús correspondió a la discípula con una sonrisa y, con toda naturalidad, tomó su túnica blanca por el amplio cuello, sacándola por la cabeza. Bajo aquella vestidura, el rabí cubría sus nalgas y bajo vientre con una especie de taparrabo, también de color blanco. La pieza consistía en una sencilla banda de tela -

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posiblemente de algodón-, de unos 30 centímetros de anchura y cosida en uno de sus extremos a un cordón que se anudaba alrededor de la cintura. Esta parte (la que se hallaba cosida al delgado cinto) caía cubriendo las nalgas y pasaba después entre las piernas para terminar en otros dos cordones más cortos, cada uno situado en una esquina de la tela. Esta última franja del taparrabo era anudada al cordoncillo de la cintura, tapando así los genitales y parte del vientre de Jesús.

Una vez desnudo, el Galileo se arrodilló junto a la ancha vasija. Introdujo sus manos en el agua y comenzó a bañar su rostro, pecho, axilas y brazos. En cuestión de segundos, aquel cuerpo musculoso -sin un gramo de grasa- quedó cubierto por el agua. Acto seguido, el gigante echó mano de una pastilla cuadrangular de color hueso y comenzó a frotarse con energía. No tardó en aparecer una débil espuma blanca.

Cuando el Maestro consideró que había quedado suficientemente enjabonado, se inclinó de nuevo sobre el lebrillo, procediendo al aclarado. Minutos más tarde, el Galileo se incorporaba y la misma mujer que le había preparado el agua le entregaba un lienzo muy similar al que yo había visto en la casa de Lázaro y con el que Marta había enjugado mis manos y pies. Jesús tomó aquella especie de toalla y fue secando su cuerpo. Al concluir echó la cabeza hacia atrás, sacudiendo sus cabellos. Pero, antes de enfundarse nuevamente su túnica, el rabí extendió sus manos. Y la mujer vertió sobre sus palmas unas gotas de un líquido aceitoso
1
. Tal y como era costumbre en aquella época, el Nazareno extendió la esencia por sus axilas, cuello, torso y cabellos, cubriéndose seguidamente. Por último, arremangando el filo de la túnica, entró en el recipiente, lavando sus pies.

Mientras Jesús terminaba de calzarse las sandalias con cintas de cuero, Felipe, Andrés y otros discípulos comenzaron a salir de la tienda. En ese instante vi aparecer en el campamento al pequeño Juan Marcos, cargando una cesta. Sin mediar palabra se la entregó a una de las mujeres, sentándose después junto a la hoguera. Sus ojos no perdieron ya de vista a Jesús.

Algunos de los apóstoles imitaron al Maestro y, tras las abluciones, ocuparon también un lugar alrededor de las llamas, dispuestos a desayunar.

Las mujeres comenzaron a distribuir leche caliente. Una de ellas retiró el paño que cubría la cesta de Juan Marcos y, con vivas muestras de alegría, enseñó a los discípulos dos enormes hogazas de pan. Felipe se hizo cargo de ellas y, tras cortarlas en rebanadas, fue repartiéndolas.

Yo aproveché aquellos momentos para aproximarme al lebrillo donde se había aseado el Señor y sus hombres y examiné la pastilla cuadrangular de jabón. Al olerlo percibí de inmediato un gratísimo perfume a romero. Una de las mujeres, al verme tan ensimismado con el jabón, se adelantó hasta donde yo estaba y, soltando una carcajada, me advirtió:

-Jasón, eso no se come...

La buena mujer no tuvo inconveniente en detallarme cómo confeccionaban aquel jabón.

Cuando no tenían a mano sebo, utilizaban tuétano de vaca. Una vez fundido en agua caliente lo mezclaban con aceite, añadiéndole esencia de romero -como en este caso- o diferentes perfumes, tales como tomillo, azahar o zumo de limones. Después, todo era cuestión de vertir el líquido en unos rudimentarios moldes de madera o de hierro y esperar. Cuando el grupo tenía tiempo y dinero, las mujeres preferían perfumar el jabón con láudano. Algunos pastores se dedicaban a su venta. Al parecer les resultaba bastante fácil de obtener: bastaba con que tuvieran paciencia para peinar las barbas de las cabras que pastaban en los jarales. La resma en cuestión impregnaba los mechones de pelo de los animales y los pastores, como digo, sólo tenían que retirarla.

Atento a las explicaciones de la mujer no caí en la cuenta de que alguien se hallaba a mi espalda. Al volverme recibí una nueva sorpresa. Era Jesús. Traía un humeante cuenco de leche en su mano izquierda y una rebanada de pan en la derecha. Al ver mi cara de asombro, sonrió maliciosamente, haciéndome un nuevo guiño e invitándome a que aceptara la colación. Al tomar el pan y el recipiente, mis dedos rozaron su piel y noté alarmado cómo mi corazón multiplicaba su bombeo. ¡Qué difícil era conservar la objetividad ante aquel extraordinario ejemplar humano...!

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Aquel líquido aceitoso, según me explicó una de las discípulas, era fabricado en Jerusalén, partiendo precisamente de aquella sustancia pardorojiza que yo había visto exudar a los olivos. Santa Claus confirmaría que dicha materia -

denominada «goma leca»- está formada por una sustancia blanca y cristalina que se distingue con el nombre de

«Olivila». (N. del m.)

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No podía entenderlo muy bien. ¿Por qué los discípulos de Jesús de Nazaret se hallaban tan silenciosos? Aquel desayuno fue tenso. Nadie parecía dispuesto a abrir la boca. Ciertamente, los acontecimientos de los últimos días y, sobre todo, el fantasma del decreto del Sanedrín contra la persona del Maestro, planeaban sobre los corazones de aquellos hombres. Sin embargo, resultaba chocante que el Nazareno fuera el menos atormentado del grupo. Las espadas seguían al cinto de algunos de los doce y aquella noche, como en la anterior, se establecería el rutinario servicio de guardia a las puertas del campamento.

Judas Iscariote fue el último en salir de la tienda. Por sus ojos enrojecidos y su semblante demacrado tuve la impresión de que no había dormido gran cosa. Apuró su ración y, como sus compañeros, permaneció sentado, como distraído.

El Maestro, al fin, rompió el silencio, diciendo:

-Hoy quiero que descanséis. Tomaros tiempo para meditar sobre todo lo que ha ocurrido desde que vinimos a Jerusalén. Reflexionad sobre lo que está a punto de llegar...

La decisión de Jesús sorprendió un poco a los asistentes. Todos creían que el rabí entraría nuevamente en el templo y que se dirigiría a las masas. Sin embargo, el Galileo -puesto en pie-

, confirmó su decisión, haciendo saber al jefe del grupo que pensaba retirarse durante toda la jornada y que, bajo ningún pretexto, deberían traspasar las puertas de la ciudad santa. Andrés asintió con la cabeza y Jesús se retiró al interior de la tienda.

Aquello -lo confieso- me desconcertó tanto o más que a los discípulos aunque por razones bien distintas. ¿Qué pretendía el Nazareno? ¿A dónde pensaba dirigirse? Mi misión era seguir los pasos de Jesús de Nazaret, allí donde fuera o estuviera y siempre y cuando mi presencia no motivara una alteración de los hechos históricos. Por otro lado, Caballo de Troya me había asignado la difícil e inaplazable tarea de conectar con el procurador romano. Era vital que Poncio Pilato supiera de mi; que me conociera personalmente. Ello facilitaría mi ingreso en la Torre Antonia en la mañana del próximo viernes. Además, esa cita -en manos de José, el de Arimatea- estaba prevista inicialmente para esta misma mañana del miércoles. ¿Qué debía hacer?

Para colmo, un pensamiento comenzó a hostigarme: «¿Qué maquinaba el cerebro de Judas?»

Algo en lo más profundo de mi ser me decía que aquella jornada iba a ser decisiva en los planes y decisiones del traidor. Y yo debía estar al corriente. Judas, como ya he dicho en otras ocasiones, me atraía especialmente. En el fondo era el único que se rebelaba contra todo aquello.

Me hallaba sumido en estas graves dudas cuando Jesús se presentó a la puerta de la tienda.

Había tomado su manto y anudado en torno a su cabeza un pañolón o «sudario». Aquello significaba que se proponía caminar y bastante.

En ese momento, David Zebedeo -uno de los discípulos más corpulentos y rápido de pensamiento y que jugaría un papel extraordinariamente práctico y eficaz durante las terribles jornadas del viernes, sábado y domingo-, salió al paso del gigante, exponiéndole lo siguiente:

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