Caballo de Troya 1 (40 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Como movidas por un resorte, las manos del policía se hundieron en el interior de la boca, separando violentamente la mandíbula inferior. En décimas de segundo, el sacerdote que portaba el cuenco dio un paso hacia adelante, vertiendo su contenido en la boca de la víctima.

A pesar de los seis policías que tomaban parte en la inmovilización de la hebrea, ésta consiguió ladear levemente la cabeza, haciendo que parte de aquel líquido negruzco se derramara por sus mejillas, cuello y túnica.

Una vez apurado el brebaje, el sacerdote retrocedió, al tiempo que los levitas de los costados dejaban libres nariz y boca. El que tiraba del cabello, sin embargo, al igual que los tres que aprisionaban sus brazos y piernas, siguió en su puesto.

A pesar de mi preparación para esta misión, una oleada de indignación me conmovió de pies a cabeza. Sin embargo, tal y como estaba establecido por Caballo de Troya, yo no podía hacer otra cosa que asistir impasible a aquel trágico suceso. Ahora reconozco que fue una prueba decisiva para asimilar mi misión y poder asistir -con toda frialdad- a las no menos dramáticas horas del Viernes Santo...

No habrían transcurrido ni cinco minutos cuando la mujer comenzó a sufrir una serie de espasmos. Sus rodillas se doblaron, mientras los levitas trataban de mantenerla erguida.

(Después, al analizar la muestra de tinta, comprendí que aquella actitud de los policías tenía un único y bien estudiado objetivo: evitar que, al caer al suelo y flexionar el abdomen, la condenada pudiera vomitar las «aguas amargas», anulando así sus efectos.) Lentamente, la joven esposa fue perdiendo fuerza. Su rostro adquirió un tinte amarillento y sus ojos -muy abiertos y fijos en aquel azul infinito del cielo de Jerusalén- se abultaron, al tiempo que las grandes arterias del cuello se hinchaban de forma alarmante.

Evidentemente, el veneno había surtido efecto. Los sacerdotes lo sabían y, al apreciar aquellos síntomas, ordenaron a la patrulla que soltara a la mujer. Al liberarla, ésta cayó desplomada a tierra, mientras las decenas de curiosos comenzaban a desfilar en silencio, cruzando de nuevo la muralla o alejándose ladera abajo, hacia el Cedrón.

Fue la voz de Andrés, llamándome desde el arco de la Puerta Oriental, la que me sacó de la triste contemplación de aquel cuerpo desmayado, o quizá sin vida, rodeado por la policía del Templo. Mi amigo debió advertir en seguida mi desolación y, tomándome por el brazo, me condujo a través del Atrio de los Gentiles, en dirección a la ciudad baja. Una vez fuera del Templo, el discípulo sacó disimuladamente de entre sus ropas un pequeño jarrito (de unos 17

centímetros de altura), provisto de una sola asa y con la reducida boca circular perfectamente cerrada por un «tapón» de tela. Sin más explicaciones, puso el recipiente de barro rojo en mis manos, al igual que uno de los dos denarios que yo le había entregado. Andrés no hizo una sola pregunta y yo agradecí doblemente su eficacia y discreción.

Días más tarde, cuando fue posible analizar el contenido de aquel recipiente, mis sospechas se vieron confirmadas. La tinta en cuestión contenía cuatro sustancias principales: añil, carbonato potásico, ácido arsenioso y cal viva. Todo ello, diluido en agua común. La circunstancia clave de 130

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que -según rezaba el Antiguo Testamento-, la tinta debía ser susceptible de disolverse en agua, redujo considerablemente el panel de tintas utilizadas presumiblemente en el siglo I en Israel.

Este importante requisito de la disolución de la tinta en agua, y el no menos decisivo hecho de que provocara en el ser humano los ya referidos efectos, nos condujo casi irremisiblemente a la llamada «tinta azul». Nuestros técnicos descubrieron igualmente que uno de sus ingredientes -

el ácido arsenioso- no formaba parte en realidad de las sustancias primigenias y necesarias para la composición de la tinta. Junto al añil, al carbonato potásico y a la cal viva aparecía el sulfuro de arsénico, pero nunca el ácido arsenioso. ¿Cómo podía ser esto? La explicación era elemental: los israelitas utilizaban el tipo denominado «sulfuro amarillo de arsénico», que se daba espontáneamente en la Naturaleza, en masas compuestas de láminas semitransparentes, de color amarillo-oro, inodoras, insípidas, insolubles en agua y volátiles al fuego
1
. Este «sulfuro amarillo de arsénico» no es tóxico. Ello explicaba que pudiera ser manipulado sin problemas.

Sin embargo, en su interior se albergaba un veneno muy activo: el ácido arsenioso puro, de efectos muy enérgicos. Los judíos conseguían la disolución de este veneno (insoluble en agua, como ya comenté anteriormente), merced a otras sustancias que sí aparecían en la composición de la «tinta azul»: el carbonato potásico y la cal viva, ambos de fuerte poder alcalino
2
.

Probablemente, el sacerdote encargado de la «fabricación» de las «aguas amargas» hervía las cuatro primeras sustancias -añil, carbonato potásico, sulfuro amarillo de arsénico y cal viva-

, consiguiendo una disolución total. A continuación, tras filtrar el líquido resultante, le añadía una pequeña porción de goma arábiga pulverizada -hallada por nuestros especialistas en la

«tinta azul» y en una proporción idéntica a la cal viva-, resultando un brebaje doblemente útil: como tinta y como veneno.

En cuanto al sabor amargo, que dio nombre a la pócima, podría deberse a la presencia del carbonato potásico, de fuerte sabor acre
3
.

Dado el carácter «sagrado» de esta «tinta», lo más lógico es que no fuera compuesta hasta poco antes de su empleo. La
Misná,
en su Orden Tercero (dedicado a las mujeres), explica que el sacerdote llenaba un cuenco nuevo de barro con una cantidad que oscilaba entre un cuarto y medio «log» de agua del pilón (es decir, entre 125 y 250 gramos de agua común). A continuación «entraba en el Santuario y se dirigía hacia la derecha, donde había un lugar de un codo cuadrado (unos 45 centímetros cuadrados) con una mesa de mármol y un anillo fijado a ella. Después de alzaría cogía la ceniza que había bajo ella y la ponía en el cuenco, de tal modo que se hiciese perceptible en el agua, tal como está escrito: «de la ceniza que haya en el pavimento del santuario tomará el sacerdote y la pondrá en el agua».

Por último, el sacerdote se hacía con la «tinta» y escribía las fórmulas rituales. Yavé -tal y como especifica el libro sagrado (
Números
5,23) ordenaba que se escribiera sobre «un libro».

En otras palabras, en un rollo. Tampoco debía utilizar goma, vitriolo ni ninguna otra sustancia que quedase fija. Lógicamente, silo que se perseguía era que la acusada bebiese el veneno contenido en la «tinta», ésta debía ser perfectamente soluble en el agua.

Después de aquellas verificaciones, una serie de dudas -más intensas y fascinantes, si cabe -

quedaron flotando en el espíritu de los hombres del proyecto Caballo de Troya.

En primer lugar, si la salida de los judíos de Egipto se registró hacia el año 1290 antes de Cristo, ¿cómo es posible que el pueblo hebreo conociese el ácido arsenioso y su funesta acción sobre el organismo humano, si las primeras noticias sobre dicho ácido empezaron a difundirse
1
Este sulfuro -a diferencia del llamado «sulfuro rojo de arsénico», que se halla en abundancia en Bohemia- es fácil de encontrar en Persia. De ahí que los israelitas pudieran tener un mejor acceso al «amarillo». Ambos, sin embargo, reúnen características parecidas en cuanto al hecho de que son solubles en soluciones alcalinas. El «amarillo», no obstante, al contener el citado ácido arsenioso, resulta mucho más tóxico que el «rojo». Era también mucho más abundante en el comercio de aquella época, siendo conocido incluso por Theophrasto, que vivió 300 años antes de Cristo. (N. del m.)

2
El carbonato potásico, en especial, es fuertemente alcalino al contacto con el agua, gozando, además, de un fuerte poder cáustico o corrosivo que podría contribuir a una mejor desintegración de las láminas de sulfuro de arsénico y a la disolución de la tinta. (N. del m.)

3
En contra de la creencia popular, el ácido arsenioso no tiene un sabor amargo, sino ligeramente azucarado. (N del m.)

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por el mundo en el siglo IX de nuestra Era?
1
. Y si ellos no fueron los descubridores o creadores de semejante fórmula, ¿quién lo hizo? La conclusión inmediata sólo puede ser una: Yavé. Pero, aceptando esta hipótesis, ¿quién era este Yavé, capaz de transmitir unas fórmulas químicas tan precisas, adelantándose, además, a los tiempos? Y, sobre todo, ¿por qué un ser que se autodefinía como Dios establecía procedimientos tan injustos y horrendos a la hora de dilucidar la culpabilidad de una persona? Según los especialistas en toxicología y medicina legal, la mujer que ingería una sustancia de las características citadas en las aguas amargas» sufría un cuadro gastroenterítico. En realidad, con una dosis de 120 miligramos de este ácido arsenioso podía provocarse la muerte de la mujer. A los pocos minutos se presentaban los signos típicos: sed muy intensa, vómitos, deposiciones, calambres y facciones alteradas, provocando una muerte

«asfíctica». Otros expertos en venenos opinaron que quizá las «aguas amargas» podían contener, en lugar del ácido arsenioso, otro potente tóxico, extraído de la víbora del desierto conocida por «Gariba». En este caso, y para hacer efectivo tan mortífero veneno, los sacerdotes introducían en la pócima la cal viva, que quemaba y desgarraba las mucosas internas de la desdichada, haciendo activo el veneno de la víbora, inocuo por vía oral
2
.

Si las «aguas amargas» eran preparadas con este último veneno, siempre existía la posibilidad de «obrar el milagro». Bastaba con suprimir el tóxico producido por la «Gariba» o
Echis Carinatus
-muy frecuente en los desiertos de la península del Sinaí- para que la supuesta adúltera no sufriera daño alguno. Naturalmente, este «truco» -enseñado también por el sospechoso «Yavé»- se prestaba a numerosas manipulaciones de la ignorante multitud y -

¡cómo no!-, a posibles chantajes por parte de los responsables de las mencionadas «aguas amargas».

Un asunto digno de un estudio en profundidad...

Con ciertas prisas, justificadísimas por supuesto, Andrés me fue conduciendo por las estrechas callejuelas de la parte baja de Jerusalén, hasta llegar a una casa situada entre la Sinagoga de los Libertos y la Piscina de Siloé, en el extremo meridional de la ciudad santa. La fachada, enteramente de piedra labrada, ostentaba sobre el pétreo dintel un escudo circular con una estrella de cinco puntas. En el hermoso altorrelieve, desgastado por el paso del tiempo, pude leer la palabra «Jerusalén», formada por las cinco letras hebreas, cada una de ellas situada entre las puntas de la no menos famosa estrella de David.

José, el de Arimatea, noble decurión (una especie de asesor del Sanedrín, en virtud de su riqueza y estirpe noble: su familia procedía, como la de Jesús, del mítico rey David), era un personaje de gran prestigio en la ciudad santa. Su talante liberal, fruto, sin duda, de sus viajes por Grecia y el imperio romano, le había arrastrado desde un principio hacia las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Y aunque él había nacido en la aldea de Arimatea (hoy Rantís, al nordeste de Lidda), su infancia y juventud habían transcurrido casi por completo en Jerusalén. Aquella casa

-según me contó a lo largo de aquel almuerzo- había sido levantada por sus antepasados, justamente sobre los restos de la antigua «Ciudad de David», en el promontorio llamado Ofel.

Su considerable fortuna -amasada principalmente con los negocios de la construcción- le había permitido acondicionar aquella mansión con los más refinados lujos, notándose en toda su decoración una clara influencia helenística. Aquella profesión suya -y este fue uno de los aspectos que más me atrajo de José- le había permitido, además, un estrecho contacto con el procurador romano, Poncio Pilato. A su llegada a Judea, por orden del emperador romano Tiberio, Pilato desplegó una gran actividad. Una de sus primeras obras fue la construcción de un
1
Aunque los griegos y los romanos conocían los sulfuros de arsénico nativos, parece ser que no se tuvo conocimiento del ácido arsenioso -al menos en Europa- antes de la época de Geber (siglo IX). El mismo metal, aunque citado ya por Paracelso, no fue bien definido en sus propiedades y naturaleza hasta 1732 por el famoso alquimista Brand. (N. del m.)

2
El profesor E. Kochva, del Departamento de Zoología de la Universidad de Tel-Aviv (Israel), se manifestó también de acuerdo con esta última hipótesis. Si las mucosas que protegen las paredes internas del paquete intestinal son rasgadas, las «aguas amargas» pueden convertirse en un veneno activo.
(N. del m.)
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acueducto de unos 300 estadios (casi 50 kilómetros)
1
. Pues bien, José de Arimatea fue uno de los principales suministradores de plomo y argamasa.

Andrés conocía bien la casa y me guió directamente al espacioso patio -a cielo abierto-donde se hallaban el Maestro, sus discípulos, una treintena de griegos (los mismos que abordaron a Jesús en las primeras horas de la tarde del domingo y que, al parecer, habían recapacitado, buscando de nuevo al Maestro) y José, el de Arimatea, con los 19 miembros del Sanedrín que habían presentado su dimisión ante las graves irregularidades del supremo tribunal para con Jesús. La comida, consistente fundamentalmente en caza y legumbres, transcurría ya por el tercer plato cuando tomé asiento en un extremo de la mesa.

El Nazareno, en tono cansino, parecía dirigirse a aquellos extranjeros de Alejandría, Roma y Atenas:

-… Sé que mi hora se está acercando y estoy afligido. Percibo que mi gente está decidida a desdeñar el reino, pero me alegro al recibir a estos gentiles, buscadores de la verdad, que vienen hoy aquí preguntando por el camino de la luz. Sin embargo -prosiguió Jesús-, el corazón me duele por mi gente y mi alma se turba por lo que está ante mi...

El Maestro hizo una pausa y los comensales se miraron entre sí, desconcertados ante aquella idea obsesiva que el rabí venía manifestando día tras día.

Al entrar en el patio, yo había procurado apoyar mi vara sobre una de las paredes de mármol blanco, pulsando el clavo que ponía en marcha la filmación. Y a decir verdad, el tiempo que permanecí en la casa de José, mi atención estuvo más pendiente del cayado -y de que no fuera derribado por el sin fin de siervos que entraban y salían con los manjares- que de mi anfitrión y sus invitados.

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