Y empezó por Andrés, el verdadero responsable y jefe del grupo de los apóstoles.
En uno de sus gestos favoritos, colocó sus manos sobre los hombros del hermano de Pedro, diciéndole:
-No te desanimes por los acontecimientos que están a punto de llegar. Mantén tu mano fuerte entre tus hermanos y cuida de que no te vean caer en el desánimo.
Después, dirigiéndose a Pedro, exclamó:
-No pongas tu confianza en el brazo de la carne, ni en las armas de metal. Fundamenta tu persona en los cimientos espirituales de las rocas eternas.
Aquellas frases me dejaron perplejo. Casi inconscientemente asocié las palabras de Jesús con aquellas otras, vertidas por el evangelista Mateo en su capítulo 16, en las que, tras la confesión de Pedro sobre el origen divino del Maestro, éste afirma textualmente:
«...Bienaventurado tú, Simón Bar Jona..., y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia...»
Al estudiar los Evangelios canónicos, durante mi preparación para la operación Caballo de Troya, había detectado un dato -repetido en diferentes pasajes- que me produjo una cierta confusión. Algunos parlamentos del Nazareno o sucesos relacionados con su nacimiento y vida pública sólo eran recogidos por uno de los evangelistas, mientras que los otros tres no se daban por enterados. Este era el caso del citado párrafo de San Mateo que sostiene la creencia entre los católicos de que Jesús de Nazaret quiso fundar una Iglesia, tal y como hoy la entendemos. Y
desde el primer momento nació en mi una duda: ¿cómo era posible que una afirmación tan decisiva por parte de Jesús no fuera igualmente registrada por Marcos, Lucas y Juan? ¿Es que el Maestro de Galilea no pronunció jamás aquellas palabras sobre Pedro y la Iglesia? ¿Pudo ser esta parte de la llamada «confesión de Pedro» una deficiente información por parte del evangelista? ¿O me encontraba ante una manipulación muy posterior a la muerte de Cristo, cuando las enseñanzas del rabí habían empezado a «canalizarse» dentro de unas estructuras colegiales y burocráticas que exigían la justificación -al más «alto nivel»- de su propia existencia?
Los acontecimientos que iba a tener ocasión de presenciar en la tarde y noche de ese mismo martes, 4 de abril, confirmarían mis sospechas sobre la pésima recepción, por parte de los apóstoles, de muchas de las cosas que hizo y que, sobre todo, dijo Jesús. Y aunque nunca negaré la posibilidad de que el Galileo pudiera haber pronunciado esas palabras sobre Pedro y su Iglesia, al escuchar aquella despedida personal del Maestro a Pedro, en el jardín de Simón,
«el leproso», mi duda sobre una posible confusión por parte de san Mateo creció sensiblemente.
Pedro, al escuchar aquellas emocionadas palabras -y en un movimiento reflejo que le traicionó- trató de ocultar con su ropón la empuñadura de la espada que escondía entre la túnica y la faja. Pero Jesús, simulando no haber visto dicho gesto, se colocó frente a Santiago, diciéndole:
-No desfallezcas por apariencias exteriores. Permanece firme en tu fe y pronto conocerás la realidad de lo que crees.
Siguió con Nathaniel y en el mismo tono de dulzura afirmó:
-No juzgues por las apariencias. Vive tu fe cuando todo parezca desvanecerse. Sé fiel a tu misión de embajador del reino.
Al imperturbable Felipe -el hombre «práctico» del grupo- le despidió con estas palabras:
-No te sobrecojas por los acontecimientos que se van a producir. Permanece tranquilo, aun cuando no puedas ver el camino. Sé leal a tu voto de consagración.
A Mateo, seguidamente, le habló así:
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-No olvides la gracia que recibiste del reino. No permitas que nadie te estafe en tu recompensa eterna. Así como has resistido tus inclinaciones de la naturaleza mortal, desea permanecer resuelto.
En cuanto a Tomás, su despedida fue así:
-No importa lo difícil que pueda ser: ahora debes caminar sobre la fe y no sobre la vista. No dudes que yo puedo terminar el trabajo que he comenzado.
Aquellas palabras a Tomás -el gran escéptico- fueron especialmente proféticas.
-No permitáis que lo que no podéis comprender os aplaste -les dijo a los gemelos-. Sed fieles a los afectos de vuestros corazones y no pongáis vuestra fe en grandes hombres o en la actitud cambiante de la gente. Permaneced entre vuestros hermanos.
Después, llegando frente a Simón Zelotes -el discípulo más politizado-, prosiguió:
-Simón, puede que te aplaste el desconcierto, pero tu espíritu se levantará sobre todos los que vayan contra ti. Lo que no has sabido aprender de mí, mi espíritu te lo enseñará. Busca las verdaderas realidades del espíritu y deja de sentirte atraído por las sombras irreales y materiales.
El penúltimo apóstol era el joven Juan. El Maestro tomó sus manos entre las suyas, diciéndole:
-Sé suave. Ama incluso a tus enemigos. Sé tolerante. Y recuerda que yo he creído en ti...
Juan, con los ojos humedecidos, retuvo las manos de Jesús, al tiempo que exclamaba con un hilo de voz:
-Pero, Señor, ¿es que te marchas?
A juzgar por las expresiones de sus rostros, estoy seguro que todos se habían formulado aquella misma pregunta. Sin embargo, sus ánimos estaban tan maltrechos y confusos que ninguno, excepto el sincero y valiente Juan, se atrevió a expresarla en voz alta.
Por último, el Maestro se aproximó al larguirucho Judas Iscariote. Desde el primer momento, la compleja y atormentada personalidad de aquel hombre me habían atraído de forma especial.
En la medida de mis posibilidades, procuré no perderle de vista. Y puedo adelantar ya que las motivaciones que le empujaron a traicionar a Jesús no fueron -como se insinúa en los Evangelios- las del dinero. Para un hombre como él, la consideración de los demás y la vanagloria personal estaban muy por encima de la avaricia...
-Judas -le dijo el Galileo-, te he amado y he rezado para que ames a tus hermanos. No te sientas cansado de hacer el bien. Te aviso para que tengas cuidado con los resbaladizos caminos de la adulación y con los dardos venenosos del ridículo.
Jesús, evidentemente, conocía muy bien el carácter del traidor.
Cuando hubo terminado de despedirse, el Maestro, con una cierta sombra de tristeza en su rostro, tomó a Lázaro por el brazo y se alejó del grupo, adentrándose en el jardín. Sólo después de su muerte, cuando faltaban escasas horas para mi regreso al módulo, Marta me confesaría cuál había sido el tema de aquella conversación privada entre Jesús de Nazaret y su hermano.
Jesús recobró con presteza su habitual buen humor. Y después de ordenar a los discípulos que dispusieran aquella misma mañana el campamento en el Olivete, rogó a Pedro, Andrés, Juan y Santiago que se adelantaran con él a Jerusalén.
Mi elección no ofrecía duda y en compañía de un reducido grupo de discípulos seguí los pasos de aquellos cinco hombres.
Como era ya costumbre, el Nazareno, con una envidiable forma física, cubrió la empinada vertiente oriental del Monte de los Olivos en poco más de media hora. Cuando, al fin, alcanzamos la cima, Jesús y los apóstoles -lejos de detenerse a descansar- se alejaban ya, colina abajo, en dirección al torrente seco del Cedrón.
Pero, contra lo que imaginaba, el Maestro no parecía tener excesiva prisa por entrar en la ciudad santa. Y se detuvo en la citada falda occidental del Olivete, en una explanada en la que se apretaban decenas de tiendas, la mayoría ocupadas por peregrinos procedentes de Galilea, así como por comerciantes de lanas y vendedores de animales para los sacrificios rituales.
Por lo que pude comprobar, algunas de aquellas familias conocían de antiguo al Galileo y le rogaron que se sentara junto a ellos.
El Maestro aceptó con gusto, acariciando a los niños y mostrándose encantado cuando una de las hebreas le presentó un cuenco de barro con leche de cabra recién ordeñada, según dijo. Al instante, otra mujer colocaba sobre la estera de paja sobre la que había tomado asiento el rabí 122
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una bandeja de madera con un puñado de dátiles y una especie de torta de color blanco-amarillento y que, según uno de mis acompañantes, era conocida por el nombre de «pan de higos»
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Sonriente, el Nazareno apartó con su mano izquierda las numerosas moscas que trataban de posarse en la leche y, tomando el recipiente con ambas manos, se lo llevó a la boca, bebiendo lenta y placenteramente. Poco después, tras despedirse de sus anfitriones, realizó otras dos visitas.
Hacia la hora tercia (las nueve de la mañana), el grupo prosiguió su camino hacia Jerusalén.
Fue entonces cuando Pedro y Santiago, que llevaban varios días enzarzados en una polémica sobre las enseñanzas de su Maestro en relación con el perdón de los pecados, decidieron salir de dudas. Y Pedro tomó la palabra:
-Maestro, Santiago y yo no estamos de acuerdo respecto a tus enseñanzas sobre la redención del pecado. Santiago afirma que tú enseñas que el Padre nos perdona, incluso, antes de que se lo pidamos. Yo mantengo que el arrepentimiento y la confesión deben ir por delante del perdón. ¿Quién de los dos está en lo cierto?
Algo sorprendido por la pregunta, Jesús se detuvo frente a la muralla oriental del templo y, mirando intensamente a los cuatro, respondió:
-Hermanos míos, erráis en vuestras opiniones porque no comprendéis la naturaleza de las íntimas y amantes relaciones entre la criatura y el Creador, entre los hombres y Dios. No alcanzáis a conocer la simpatía comprensiva que los padres sabios tienen para con sus hijos inmaduros y a veces equivocados.
»Es verdaderamente dudoso que un padre inteligente y amante se ponga alguna vez a perdonar a un hijo normal. Relaciones de comprensión, asociadas con el amor impiden, efectivamente, esas desavenencias que más tarde necesitan el reajuste y arrepentimiento por el hijo, con perdón por parte del padre.
»Yo os digo que una parte de cada padre vive en el hijo. Y el padre disfruta de prioridad y superioridad de comprensión en todos los asuntos relacionados con su hijo. El padre puede ver la inmadurez del hijo por medio de su propia madurez: la experiencia más madura del viejo.
»Pues bien, con los hijos pequeños, el Padre celestial posee una infinita y divina simpatía y comprensión amorosa. El perdón divino, por tanto, es inevitable. Es inherente e inalienable a la infinita comprensión de Dios y a su perfecto conocimiento de todo lo concerniente a los juicios erróneos y elecciones equivocadas del hijo. La divina justicia es tan eternamente justa que incluye, inevitablemente, el perdón comprensivo.
»Cuando un hombre sabio entiende los impulsos internos de sus semejantes, los amará. Y
cuando ames a tu hermano, ya le habrás perdonado. Esta capacidad para comprender la naturaleza del hombre y de perdonar sus aparentes equivocaciones es divina. En verdad, en verdad os digo que si sois padres sabios, ésta deberá ser la forma en que améis y comprendáis a vuestros hijos; incluso les perdonaréis cuando una falta de comprensión momentánea os haya separado.
»El hijo, siendo inmaduro y falto de plena comprensión sobre la profunda relación padre-hijo, sentirá frecuentemente una sensación de separación respecto a su padre. Pero el verdadero padre nunca estará consciente de esta separación.
»EI pecado es la experiencia de la conciencia de la criatura; no es parte de la conciencia de Dios.
»Vuestra falta de capacidad y de deseo de perdonar a vuestros semejantes es la medida de vuestra inmadurez y la razón de los fracasos a la hora de alcanzar el amor.
»Mantenéis rencores y alimentáis venganzas en proporción directa a vuestra ignorancia sobre la naturaleza interna y los verdaderos deseos de vuestros hijos y prójimo. El amor es el resultado de la divina e interna necesidad de la vida. Se funda en la comprensión, se nutre en el servicio generoso y se perfecciona en la sabiduría.
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En una posterior conexión con Eliseo, nuestro ordenador central confirmó que los higos, juntamente con los dátiles, proporcionaban al pueblo judío el mayor índice de azúcar. Generalmente se ponían a secar, siendo almacenados en forma de tortas Este «pan de higos» se utilizaba, incluso, como fármaco para sanar úlceras. Santa Claus amplió mi información, exponiendo que aquella torta de higos que había sido ofrecida a Jesús podía estar formada por la variedad llamada «higo del sicómoro», muy frecuente en la Palestina del siglo I. Este alimento, de bajísima calidad, sufría una punción cuando todavía se hallaba en el árbol, logrando así una más rápida maduración. (N. del m.) 123
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Los cuatro amigos de Jesús guardaron silencio. Posiblemente, Santiago y Juan sí comprendieron parte de las explicaciones del Maestro. No así los hermanos pescadores. Pedro, rascándose nerviosamente la bronceada calva, siguió los pasos del Galileo, sumido en un sinfín de cavilaciones.
Hacia las nueve y media de la mañana, Cristo y sus discípulos cruzaron bajo la llamada Puerta Oriental, en la muralla este del templo, dirigiéndose hacia las escalinatas del atrio de los Gentiles, lugar habitual de sus discursos y enseñanzas.
Los cambistas y vendedores de corderos y demás productos propios de la Pascua habían vuelto a instalar sus mesas y tenderetes, aprovechando las primeras luces del alba. Todo aparecía tranquilo. Ninguno de aquellos intermediarios hizo el menor gesto de desaprobación cuando vieron entrar al rabí de Galilea y al reducido grupo de seguidores. Jesús, por su parte, se dio perfecta cuenta de que aquel comercio sacrílego había vuelto por sus fueros. Pero, tal y como ocurriese en otras muchas ocasiones, no prestó mayor atención. Aquella postura por parte del Maestro confirmó mi convencimiento de que lo sucedido en la mañana del día anterior se había debido fundamentalmente a una situación límite.
Muchos de los habitantes de Jerusalén, así como de los peregrinos que iban engrosando día a día la población de la ciudad santa y alrededores, esperaban ya impacientes la aparición del rabí de Galilea. La mayor parte, movida por una morbosa curiosidad, a la vista de los graves acontecimientos registrados en la mañana del lunes en la explanada del templo y expectante por la actuación que pudiera seguir el Sanedrín. Era un secreto a voces que Caifás y el resto del gran consejo de justicia judío habían tomado la decisión de prender y ajusticiar a Jesús. Pero,