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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (33 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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-Dame, al menos, una señal para que sepamos cuándo te revelarás a los hombres por segunda vez...

-Cuando os desnudéis sin tener vergüenza, toméis vuestros vestidos, los pongáis bajo los pies como los niños y los pateéis, entonces veréis al hijo del Viviente y no temeréis.

Lázaro, afortunadamente, seguía identificando «mi mundo» con Grecia. Eso me permitió seguir preguntando al Maestro con un cierto margen de amplitud.

-Entonces -repuse- mi mundo está aún muy lejos de ese día. Allí, los hombres son enemigos de los hombres y hasta del propio Dios...

Jesús no me dejó seguir.

-Estáis entonces equivocados. Dios no tiene enemigos.

Aquella rotunda frase del Nazareno me trajo a la memoria muchas de las creencias sobre un Dios justiciero, que condena al fuego del infierno a quienes mueren en pecado. Y así se lo expuse.

Cristo sonrió, moviendo la cabeza negativamente.

-Los hombres son hábiles manipuladores de la Verdad. Un padre puede sentirse afligido ante las locuras de un hijo, pero nunca condenaría a los suyos a un mal permanente. El infierno -tal y como creen en tu mundo- significaría que una parte de la Creación se le ha ido de las manos al Padre... Y puedo asegurarte que creer eso es no conocer al Padre.

-¿Por qué hablaste entonces en cierta ocasión del fuego eterno y del rechinar de dientes?

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-Si hablando en parábolas no me comprendéis, ¿cómo puedo enseñaros entonces los misterios del Reino? En verdad, en verdad os digo que aquel que apueste fuerte, y se equivoque, sentirá cómo rechinan sus dientes.

-¿Es que la vida es una apuesta?

-Tú lo has dicho, Jasón. Una apuesta por el Amor. Es el único bien en juego desde que se nace.

Permanecí pensativo. Aquellas palabras eran nuevas para mí.

-¿Qué te preocupa? -preguntó Jesús.

-Según esto, ¿qué podemos pensar de los que nunca han amado?

-No hay tales.

-¿Qué me dices de los sanguinarios, de los tiranos?...

-También esos aman a su manera. Cuando pasen al otro lado recibirán un buen susto...

-No entiendo.

-Se darán cuenta que -al dejar este mundo- nadie les preguntará por sus crímenes, riquezas, poder o belleza. Ellos mismos y sólo ellos caerán en la cuenta de que la única medida válida en el «otro lado» es la del Amor. Si no has amado aquí, en tu tiempo, tú solo te sentirás responsable.

-¿Y qué ocurrirá con los que no hemos sabido amar?

-Querrás decir, con los que no habéis querido amar.

Me sentí nuevamente confuso.

-…Esos, amigo -prosiguió el rabí captando mis dudas-, serán los grandes estafados y, en consecuencia, los últimos en el Reino de mi Padre.

-Entonces, tu Dios es un Dios de amor...

Jesús pareció enojarse.

-¡Tú eres Dios!

-¿Yo, Señor?...

-En verdad te digo que todos los nacidos llevan el sello de la Divinidad.

--Pero, no has respondido a mi pregunta. ¿Es Dios un Dios de amor?

-De no ser así, no sería Dios.

-En ese caso, ¿debemos excluir de su mente cualquier tipo de castigo o premio?

-Es nuestra propia injusticia la que se revela contra nosotros mismos.

-Empiezo a intuir, Maestro, que tu misión es muy simple. ¿Me equivoco si te digo que todo tu trabajo consiste en dejar un mensaje?

El Nazareno sonrió satisfecho. Puso su mano sobre mi hombro y replicó:

-No podías resumirlo mejor...

Lázaro, sin hacer el menor comentario, asintió con la cabeza.

-Tú sabes que mi corazón es duro -añadí-. ¿Podrías repetirme ese mensaje?

-Dile a tu mundo que el Hijo del Hombre sólo ha venido para transmitir la voluntad del Padre: ¡que sois sus hijos!

-Eso ya lo sabemos...

-¿Estás seguro? Dime, Jasón, ¿qué significa para ti ser hijo de Dios?

Me sentí nuevamente atrapado. Sinceramente, no tenía una respuesta válida. Ni siquiera estaba seguro de la existencia de ese Dios.

-Yo te lo diré -intervino el Maestro con una gran dulzura-. Haber sido creado por el Padre supone la máxima manifestación de amor. Se os ha dado todo, sin pedir nada a cambio. Yo he recibido el encargo de recordároslo. Ese es mi mensaje.

-Déjame pensar... Entonces, hagamos lo que hagamos, ¿estamos condenados a ser felices?

-Es cuestión de tiempo. El necesario para que el mundo entienda y ponga en práctica que el único medio para ello es el Amor.

Tuve que meditar muy bien mi siguiente pregunta. En aquellos instantes, la presencia del resucitado podía constituir un cierto problema.

-Si tu presencia en el mundo obedece a una razón tan elemental como la de depositar un mensaje para toda la humanidad, ¿no crees que «tu iglesia» está de más?

-¿Mi iglesia? -preguntó a su vez Jesús que, en mi opinión, había comprendido perfectamente-. Yo no he tenido, ni tengo, la menor intención de fundar una iglesia, tal y como tú pareces entenderla.

Aquella respuesta me dejó estupefacto.

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-Pero tú has dicho que la palabra del Padre deberá ser extendida hasta los confines de la tierra...

-Y en verdad te digo que así será. Pero eso no implica condicionar o doblegar mi mensaje a la voluntad del poder o de las leyes humanas. No es posible que un hombre monte dos caballos ni que dos arcos. Y no es posible que un criado sirva a dos señores. él honrará a uno y ofenderá al otro. Nadie que bebe un vino viejo desea al momento beber vino nuevo. No se vierte vino nuevo en odres viejos, para que no se rasguen, ni se trasvasa vino viejo a odres nuevos para que no se estropee. Ni se cose un remiendo viejo a un vestido nuevo porque se haría un rasgón. De la misma forma te digo: mi mensaje sólo necesita de corazones sinceros que lo transmitan; no de palacios o falsas dignidades y púrpuras que lo cobijen.

-Tú sabes, que no será así...

-¡Ay de los que antepongan su permanencia a mi voluntad!

-¿Y cuál es tu voluntad?

-Que los hombres se amen como yo les he amado. Eso es todo.

-Tienes razón -insinué-, para eso no hace falta montar nuevas burocracias, ni códigos ni jefaturas... Sin embargo, muchos de los hombres de mi mundo desearíamos hacerte una pregunta...

-Adelante -me animó el Galileo.

-¿Podríamos llegar a Dios sin pasar por la iglesia?

El rabí suspiró.

-¿Es que tú necesitas de esa iglesia para asomarte a tu corazón? Una confusión extrema me bloqueó la garganta. Y Jesús lo percibió.

-Mucho antes de que existiera la tribu de Leví, hermano Jasón, mucho antes de que el hombre fuera capaz de erguirse sobre sí mismo, mi Padre había sembrado la belleza y la sabiduría en la Tierra. ¿Quién es antes, por tanto: Dios o esa iglesia?

-Muchos sacerdotes de mi mundo -le repliqué- consideran a esa iglesia como santa.

-Santo es mi Padre. Santos seréis vosotros el día que améis.

-Entonces -y te ruego que me perdones por lo que voy a decirte- esa iglesia está de sobra...

-El Amor no necesita de templos o legiones. Un hombre saca el bien o el mal de su propio corazón. Un solo mandamiento os he dado y tú sabes cuál es... El día que mis discípulos hagan saber a toda la humanidad que el Padre existe, su misión habrá concluido.

-Es curioso: ese Padre parece no tener prisa.

El gigante me miró complacido.

-En verdad te digo que El sabe que terminará triunfando. El hombre sufre de ceguera pero yo he venido a abrirle los ojos. Otros seres han descubierto ya que es más rentable vivir en el Amor.

-¿Qué ocurre entonces con nosotros? ¿Por qué no terminamos de encontrar esa paz?

-Yo he dicho que a los tibios los vomitaré de mi boca, pero no trates de consumir a tus hermanos en la molicie o en la prisa. Deja que cada espíritu encuentre el camino. El mismo, al final, será su juez y defensor.

-Entonces, todo eso del juicio final...

-¿Por qué os preocupa tanto el final, si ni siquiera conocéis el Principio? Ya te he dicho que al otro lado os espera la sorpresa...

Tengo la impresión de que Tú resultarías excesivamente liberal para las iglesias de mi mundo.

-Dios es tan liberal, como tú dices, que permite, incluso, que te equivoques. ¡Ay de aquellos que se arroguen el papel de salvadores, respondiendo al error con el error y a la maldad con la maldad! ¡Ay de aquellos que monopolicen a Dios!

-Dios... Tú siempre estás hablando de Dios. ¿Podrías explicarme quién o qué es?

El fuego de aquella mirada volvió a traspasarme. Dudo que exista muro, corazón o distancia que no pudiera ser alcanzado por semejante fuerza.

-¿Puedes tú explicarles a éstos de dónde vienes y cómo? ¿Puede el hombre apresar los colores entre sus manos? ¿Puede un niño guardar el océano entre los pliegues de tu túnica?

¿Pueden cambiar los doctores de la Ley el curso de las estrellas? ¿Quién tiene potestad para devolver la fragancia a la flor que ha sido pisoteada por el buey? No me pidas que te hable de Dios: siéntelo. Eso es suficiente...

-¿Voy bien si te digo que lo siento como una... energía?

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No me daba por vencido y Jesús lo sabía.

-Vas muy bien.

-¿Y qué hay por debajo de esa «energía»?

-Es que no hay arriba y abajo -atajó el Nazareno, saliendo al paso de mis atropellados pensamientos-. El Amor, es decir, el Padre, lo es Todo.

-¿Por qué es tan importante el Amor?

-Es la vela del navío.

-Déjame que insista: ¿qué es el Amor?

-Dar.

-¿Dar? Pero, ¿qué?

-Dar. Desde una mirada hasta tu vida.

-¿Qué podemos dar los angustiados?

-La angustia.

-¿A quién?

-A la persona que te quiere...

-¿Y si no tienes a nadie?

El Maestro hizo un gesto negativo.

-Eso es imposible... Incluso los que no te conocen pueden amarte.

-¿Y qué me dices de tus enemigos? ¿También debes amarles?

-Sobre todo a ésos... El que ama a los que le aman, ya ha recibido su recompensa.

La conversación se prolongaría aún hasta bien entrada la madrugada. Ahora sé que mi escepticismo hacia aquel hombre había empezado a resquebrajarse...

Cuatro horas más tarde, con el alba, Eliseo me despertó. La víspera, el Maestro había dado órdenes precisas a sus discípulos para salir temprano hacia Jerusalén. Hacia las siete (dos horas antes de la tercia), me personé en la casa de Simón, «el leproso». Jesús y los doce se hallaban reunidos en el jardín. Esta vez, las indicaciones del rabí fueron mucho más concisas: nada de ostentaciones y manifestaciones en público. Los apóstoles salvo los gemelos Alfeo, no se habían recuperado de la experiencia del día anterior. Permanecían mudos, como abstraídos. Para ser sinceros> ninguno conocía las intenciones de Jesús y éste, por otra parte, tampoco se mostraba excesivamente explícito. Acudir a la ciudad santa constituía en aquellos momentos una caja de sorpresas. El Sanedrín seguía acechante y los íntimos del Galileo no sabían qué podía reservarles el destino.

Hacía las ocho de la mañana nos pusimos en camino. Jesús, como siempre, marchaba a la cabeza.

Mientras ascendíamos por la ladera del Olivete, traté de sonsacar a los discípulos. ¡Qué distinta fue aquella caminata! La alegría y entusiasmo del domingo anterior se habían transformado en temor, expectación y confusionismo. Había un pensamiento común en aquellos hombres: «¿Qué debían hacer: seguir con el Maestro o renunciar y retirarse?» Pero ninguno tenía el valor suficiente como para enfrentarse a Jesús y exponerle sus inquietudes.

A eso de las nueve, el grupo entraba en Jerusalén. A juzgar por el trasiego de peatones, el número de peregrinos había aumentado considerablemente. El Maestro, sin pérdida de tiempo, se encaminó hacia el templo.

La proximidad de la Pascua mantenía la explanada de los Gentiles en plena ebullición. Los puestos y tenderetes aparecían mucho más concurridos que en la tarde del domingo. Cientos de judíos, de todas las clases sociales, se afanaban en comprar o cambiar sus monedas, preparándose así para las obligadas ofrendas, para el pago del tributo al tesoro del santuario o, simplemente, disponiendo la elección de una víctima sin mancha para la cena pascual.

Gradualmente, a causa de los abusos de los sacerdotes, la gente común había terminado por acudir hasta aquellos «intermediarios», comprando allí sus corderos y aves. La astucia y avaricia de aquellos servidores del templo habían llegado a tales extremos que cualquier animal comprado fuera de aquel recinto podía ser rechazado, por causas «técnicas». En otras palabras, los encargados de los sacrificios -que tenían la obligación de revisar previamente cada una de las víctimas- podían echar atrás un cordero o una pareja de tórtolas, por el simple hecho de estimar que el color del animal no era el adecuado. Esto representaba la vergüenza pública y, lo que era peor, tener que adquirir una nueva víctima. Curándose en salud, los hebreos acudían hasta este mercado, procurándose así unos animales de «total garantía». Como ya apunté 111

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anteriormente, esta argucia iba siempre acompañada de un sobreprecio que resultaba tan deshonesto como ruinoso para las familias más humildes.

Para colmo, el «impuesto» o tributo que cada hebreo debía satisfacer al templo había sido fijado en una moneda común: el siclo (una pieza del tamaño de diez centavos, pero de un grosor doble). Un mes antes de la Pascua, los «cambistas» oficiales instalaban sus mesas en las diferentes ciudades de Palestina, suministrando así a los peregrinos el dinero necesario para tal menester. Ni que decir tiene que, en cada operación, estos «banqueros» se quedaban con una comisión, que oscilaba entre un cinco y un quince por ciento del valor de lo cambiado. Si la moneda objeto del cambio era más alta, estos usureros podían quedarse con una comisión doble. Finalmente, cuando la fiesta era ya inminente, los «cambistas» se dirigían a Jerusalén, estableciendo su «cuartel general» en la mencionada explanada de los Gentiles.

Este negocio venía reportando grandes beneficios a los verdaderos propietarios del ganado, de las mesas de cambio y de la multitud de ingredientes y enseres que debían ser utilizados en el sacrificio pascual. Esos «propietarios», como dije, no eran otros que los sacerdotes y, muy especialmente, los hijos de Anás.

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