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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (36 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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También con ocasión del «gran viaje», Caballo de Troya prescindió de los objetivos comúnmente utilizados en las cámaras de filmación, ajustando en las «bocas» de cine un sistema revolucionario que, estoy seguro, algún día se impondrá en la actual técnica lotográfíca. Dada la extrema miniaturización de los sistemas, resultaba muy difícil el cambio de objetivos en las cámaras, que hubiera permitido la toma de diferentes planos. Mediante una técnica sumamente compleja, las lentes de vidrio fueron reemplazadas por lo que podríamos denominar «lentes gaseosas», susceptibles de transformarse (sin necesidad de cambio de objetivos) en grandes angulares, teleobjetivos, lentes de aproximación, etc.
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.

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El remate del cayado O «vara de Moisés» -en forma de asa curvada- había sido estudiado meticulosamente por el proyecto Caballo de Troya, en base a una de mis misiones, en la que tenía que desempeñar el papel de «augur» o

«adivino». Estos «astrólogos» se distinguían precisamente por su
lituus:
una pequeña. vara con la parte superior

«enroscada» o doblada, en forma de asa curvada o menguada espiral, tal y como habíamos observado en un famoso bajorrelieve existente en el museo de Florencia, en Italia.

El hecho de haber elegido precisamente la madera de pinsapo para la fabricación de la «vara de Moisés» tuvo una justificación puramente sentimental: de esta madera -reza la leyenda- se construyó precisamente el «caballo de Troya»

que el ejército heleno situó frente a las puertas de Troya. (N. del m.)
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Aunque intentaré no extenderme en la legión de factores técnicos que formaban el novísimo sistema de las

«lentes gaseosas», sí quiero ofrecer algunas de sus características más generales, consciente de que quizá pueda servir de «pista» a los investigadores y profesionales del mundo de la fotografía ya que, como temo, este magnífico procedimiento no será dado a conocer al mundo de forma inmediata. La clave o fundamento se encuentra en el fenómeno de refracción de la luz. Todo el mundo sabe que, cuando un rayo de luz pasa de un medio transparente a otro de distinta naturaleza o densidad sufre un cambio de dirección. Toda la teoría óptica geométrica tiende al análisis de estos
cambios en el caso de «dióptricos» y lentes o distintos tipos de superficies reflectantes o espejos. En otras palabras: los técnicos consiguen integrar la imagen visual de un objeto luminoso cualquiera, refractando los rayos de luz por medio de un objeto de perfil estudiado cuidadosamente y composición química definida, al que llaman «lente», aunque de estructura rígida. Sin embargo, el fenómeno de refracción se provoca también en un medio elástico, como es el caso de un gas. Las «lentes gaseosas» parten, en suma, de este principio, que recuerda en parte al mecanismo fisiológico del ojo, en el que la «lente» -el cristalino- no es rígida, sino elástica. Pues bien, nuestras cámaras sustituyeron estos medios -rígido (vidrio) o semielástico (gelatina)- por un medio gaseoso de refringencia variable.

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Como digo, este dispositivo de lentes gaseosas iba a resultar de suma utilidad. A lo largo de los intensos y dramáticos jueves y viernes, el cambio instantáneo de un gran angular a teleobjetivo, por ejemplo, me permitiría filmar detalles de extrema importancia, especialmente durante las horas que duró la crucifixión. Aunque prefiero referirme a ello más adelante, el proceso de filmación se hallaba íntimamente ligado a otro sistema de «exploración» médica: la emisión infrarroja, igualmente dispuesta en la «vara de Moisés», aunque en un mecanismo alojado en la zona superior del cayado, a 1,70 metros de la base.

Tanto el equipo de filmación como el de infrarrojos, así como otro de ultrasonidos, eran sostenidos por el ya mencionado microcomputador nuclear, estratégicamente encerrado en la base de la vara. Su complejidad era tal que, además de las funciones de control automático de la filmación, acumulación de película (capaz para 150 horas de filmación), regulación de las emisiones, recepción y proceso de las ondas ultrasónicas y radiación infrarroja,

«traduciéndolas» a imágenes y sonidos, alimentador de los generadores de ultrafrecuencia, etc., su memoria de titanio
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le capacitaba incluso para controlar en cada instante hasta los movimientos de turbulencia en cada uno de los puntos de las cuatro cámaras gaseosas de cine, corrigiéndolos y consiguiendo una perfecta estabilidad óptica.

Comentemos otro ejemplo: en un recipiente lleno de aire, calentado por su parte inferior y refrigerado por la superior, las capas inferiores serán menos densas que las superiores. En este caso, y debido a la dilatación térmica del gas, un rayo de luz sufrirá sucesivas refracciones, curvándose hacia arriba. Si invertimos el proceso, el rayo se curvará hacia abajo. Caballo de Troya, en base a estos principios, consiguió un control de temperaturas muy exacto en los diversos puntos de una masa sólida, líquida, gaseosa o de transición. Ello se logró emitiendo dos haces de ondas ultracortas, que vaciaron el gradiente de temperatura en un punto concreto «P» de una masa de gas; es decir, se obtuvo el calentamiento de un pequeño entorno de gas en esa zona. Por este procedimiento se pudo caldear, por ejemplo, la totalidad de un recipiente, dejando en el interior una masa de gas frío que adopta una forma lenticular y que, a su vez, puede ser alterada, lográndose un cambio en su espesor y forma óptica. La luz que atraviesa esa masa previamente

«trabajada» de gas frío seguirá direcciones definidas, de acuerdo con las leyes ópticas universales. Esta fue la clave para sustituir definitivamente las lentes tradicionales de vidrio por las de naturaleza gaseosa. Estas lentes revolucionarias son creadas en el interior de un cilindro transparente de paredes muy delgadas, lleno de gas nitrógeno.

Una serie de radiadores de ultrafrecuencia (en número de 1200), distribuidos periférica-mente, calientan a voluntad y a distintas temperaturas los diversos puntos de la masa gaseosa, consiguiéndose así desde un simple menisco lenticular de luminosidad f:32 hasta un complejo sistema equivalente, por ejemplo, a un teleobjetivo o un gran angular de 180

grados. Estas «cámaras» no disponen de diafragma, puesto que la luminosidad de la «óptica» varía a voluntad. El film, de selenio, cargado electrostáticamente, fija en él una imagen eléctrica que sustituye a la imagen química. Esta película está formada por cinco láminas superpuestas transparentes, cuya sensitometría está calculada para fijar otras tantas imágenes de distintas longitudes de onda. Además de una segunda cámara de gas xenón para un nuevo y complicado tratamiento óptico de las imágenes (creando instantáneamente una especie de prisma de reflexión), nuestras cámaras de lentes gaseosas son alimentadas por un minúsculo computador nuclear, que constituye el «cerebro» del aparato.

Este microordenador, provisto también de memoria de titanio, rige el funcionamiento de todas sus partes, programando los diversos tipos de sistemas ópticos en el cilindro de gas y teniendo en cuenta todos los factores físicos que intervienen: intensidad y brillo de la imagen, distancias focales, distancia del objeto para su correspondiente enfoque, profundidad del campo, filtraje cromático, ángulo del campo visual, etc. (N. del m.)
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Es posible que muchas personas se pregunten cómo puede lograrse un microcomputador nuclear de dimensiones tan reducidas como para situarlo en el interior de una vara de pinsapo de treinta milímetros de diámetro. Aunque no estoy autorizado a describirlos íntegramente, trataré de esbozar algunas de sus características esenciales. En general, los dispositivos amplificadores de voltaje o de intensidad de los ordenadores actuales están basados en las propiedades de la emisión catódica en el vacío, controlada por un electrón auxiliar o en las características del estado sólido, como en el caso de los diodos y transistores de germanio y silicio. Pero dichos circuitos no amplifican la energía. Es más: la potencia de salida es siempre menor que la de entrada (rendimiento menor que la unidad). Tan sólo amplifican la tensión a costa de energía generada en una fuente energética auxiliar: pila o rectificador de corriente alterna. Por el contrario, los elementos de los ordenadores de Caballo de Troya (amplificadores nucleicos) tienen unas características distintas. En primer lugar, la base no es electrónica -tampoco de vacío o de estado sólido (cristal)- sino nucleica. Una débil energía de entrada (neutrones o protones unitarios incidiendo sobre unos pocos átomos) provocan, por fisión del núcleo, una gran energía. El rendimiento, por tanto, es mucho mayor que la unidad. A la salida del amplificador elemental obtenemos esta energía en forma no eléctrica sino térmica, aunque en un proceso posterior, este calor se transforme en energía eléctrica. Y siendo la base de estos elementos puramente atómica -y entrando en juego, no trillones de átomos, sino unas pocas unidades-el grado de miniaturización es extraordinario, consiguiendo almacenar complejísimos circuitos en volúmenes reducidísimos.
(N. del m.)
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J. J. Benítez

4 DE ABRIL, MARTES

A las 5.42 horas de aquel martes, con el alba, descendí del módulo, iniciando el camino de regreso a Betania. El cielo había recobrado su hermoso azul celeste y la temperatura, aunque ligeramente más baja que en días anteriores (la «cuna» registró once grados centígrados en el momento de mi despedida de Eliseo), resultaba soportable.

Aquel breve período en el módulo, además de permitirme un corto pero profundo descanso y un aseo completo, había servido para satisfacer un pequeño capricho, intensamente añorado en aquellos cinco primeros días de exploración: poder desayunar «a la antigua usanza» (aunque en este caso tan especial quizá habría que decir «a la futura usanza»...), tal y como tenía por costumbre en los Estados Unidos. Así que bajo la mirada divertida de mi compañero, yo mismo preparé los huevos revueltos, el bacon, las tostadas con mantequilla y dos generosas tazas de café humeante.

Y con el ánimo dispuesto, tomé mi nuevo e inseparable «compañero» -la «vara de Moisés»-, guardando en la bolsa de hule un diminuto micrófono, las lentes de contacto «crótalos», dos esmeraldas, una cuerda de colores y la «carta» de un supuesto amigo de Tesalónica. Todo ello, como iremos viendo, de suma importancia para el desarrollo de mi misión.

Conforme me aproximaba a Betania, siguiendo la misma vereda que había tomado la noche anterior para mi regreso a la «cuna», una creciente curiosidad fue apoderándose de mí. ¿Qué me depararía el destino en aquellos dos días -martes y miércoles- de los que apenas si se habla en las crónicas evangélicas? ¿Qué haría Jesús de Nazaret durante las horas que precedieron a su prendimiento?

Aquella inquietud me hizo acelerar el paso.

Cuando me hallaba a un tiro de piedra del camino que conduce de Jerusalén a Jericó, y que atravesaba Betania, un espeso matorral me llamó la atención. Se trataba de bellos racimos de juncias -de la especie «sultán»-, muy apreciadas por las mujeres judías. Yo sabía que las hebreas gustaban de adornar sus cabellos con manojos de estas olorosas flores, extrayendo también de sus pequeños tubérculos ovoideos (algo menores que las avellanas) una especie de refrescante licor, de un sabor muy similar a la horchata.

Contento por mi descubrimiento, arranqué un copioso ramo y proseguí la marcha.

Al llegar a la aldea, el familiar ruido de la molienda del grano me puso sobre aviso: los habitantes de Betania hacía tiempo que se afanaban en sus quehaceres y, presumiblemente, el Maestro de Galilea -consumado madrugador- habría iniciado ya su jornada. No tenía tiempo que perder.

Al entrar en la casa de Lázaro, la familia me saludó con vivas muestras de alegría, ofreciéndome el tradicional beso en la mejilla. Marta, en especial, parecía mucho más nerviosa y feliz que el resto por mi nueva visita. Pero su turbación llegó al límite cuando, inesperadamente, puse en sus manos el racimo de juncias. Sus profundos ojos negros se clavaron en los míos. Y al instante, en uno de sus peculiares arranques, se separó del grupo, refugiándose a la carrera en una de las estancias del patio central. María y Lázaro no pudieron contener las risas.

Pero mis pensamientos estaban centrados en Jesús e interrogué de inmediato a Lázaro sobre el paradero del Maestro. Aquel interés mío por el Galileo debió llenarle de satisfacción y atendiendo mi ruego se brindó a acompañarme hasta la mansión de Simón, «el leproso».

Por la posición del sol debían ser la siete de la mañana cuando, tras cruzar el jardín, me reincorporé al grupo de discípulos que conversaba con el rabí al pie de las escalinatas donde yo había sostenido mi primera conversación con el Maestro.

Prudentemente me mantuve al fondo de la nutrida reunión, observando que, además de los doce hombres de confianza, asistían una decena de mujeres -elegidas igualmente por Jesús al principio de su ministerio-, así como veinte o veinticinco discípulos, todos ellos muy amigos del Galileo, amén del propietario de la casa: el anciano Simón.

Por el tono de su voz, más grave de lo habitual, comprendí que aquella reunión encerraba un sentido muy especial. No me equivoqué. Jesús, ante los atónitos ojos de sus amigos, fue diciéndoles adiós. En aquel instante pulsé disimuladamente el clavo de cobre, activando la filmación simultánea. Nadie se percató de la maniobra. Sin embargo, y así creo que debo registrarlo en honor a la verdad, en el momento en que inicié la grabación, el gigante -que se 120

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hallaba de espaldas y conversando con el grupo de mujeres- giró súbitamente la cabeza, fijando primero su mirada en mí y, acto seguido, en la vara que yo sujetaba con mi mano derecha. Una oleada de sangre ascendió desde mi vientre. Pero el Maestro, en cuestión de segundos, terminó por esbozar una ancha sonrisa a la que creo que correspondí, aunque no estoy muy seguro... Por un momento creí que todo se venía abajo.

Los apóstoles y discípulos, que seguían todos y cada uno de los movimientos del Maestro, asociaron aquella mirada y la inmediata sonrisa con mi presencia, no concediéndole más trascendencia que la de un cálido saludo hacia un gentil que venía demostrando un abierto y sincero interés por la doctrina del rabí.

Acto seguido, Jesús se dirigió a sus doce íntimos, dedicando a cada uno de ellos unas cálidas palabras de despedida.

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