Caballo de Troya 1 (32 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Junto a las más variadas tiendas o
janûyôt
se alineaban -siempre en la calle- sastres, barberos, médicos o sangradores, fabricantes de sandalias carpinteros, zapateros, vendedores de lámparas y de utensilios propios de cocina, artesanos del cobre y hasta fabricantes de vestidos de Tarso, sin olvidar a los solicitados vendedores de perfumes y de ungüentos.

Aquello, en definitiva, constituía un espectáculo único, en el que los pregones de las mercancías, gritos infantiles, risas y el aroma de las frituras terminaban por envolverle a uno, cautivándole.

Fue en uno de aquellos puestos al aire libre donde, súbitamente, decidí adquirir un hermoso frasco de esencia de nardo. Sin ocultar su extrañeza, el bueno de Andrés -que me sirvió de oportuno mediador- consiguió una sustancial rebaja, pagando un total de 250 denarios por la preciada jarra. La vasija en cuestión había sido primorosamente labrada, por el antiquísimo procedimiento que los hebreos llamaban del «decantado de líquidos», de pulimento circular. El engobe y el bruñido habían reducido la porosidad de los vasos, con un pulimento tan brillante que, a primera vista, daba la impresión de un proceso de vidriado.

Alcanzamos al Maestro y a los restantes discípulos cuando pasaban bajo el arco de la puerta de la Fuente, en el extremo meridional de Jerusalén. Yo sabia que la ciudad, en especial en aquellos días previos a la Pascua, era un «nido» de mendigos, pero, al cruzar las murallas quedé impresionado. Decenas de leprosos se disponían a pasar la noche, envueltos en sus mantos y harapos, mientras una legión de cojos, lisiados, hinchados, contrahechos y ciegos nos salían al paso, suplicándonos una limosna. De no haber sido por Andrés, que tiró de mi sin contemplaciones, lo más probable es que mis 150 denarios restantes hubieran ido a parar a manos de aquellos supuestos desdichados. Y digo «supuestos» porque -según el hermano de Pedro- la inmensa mayoría eran simuladores «profesionales», que aprovechaban la fiesta para conmover los corazones de los forasteros y «no dar golpe...».

Creo que no me percaté bien del desconcierto general de los discípulos de Cristo hasta que hubimos caminado algo más de un kilómetro, rumbo a Betania. El Maestro, silencioso, encabezaba el grupo, tirando de los diez con sus características zancadas.

Ni uno solo abrió la boca en todo el trayecto. Aquellos galileos parecían confusos, deprimidos y hasta malhumorados. Pronto deduje cuál era la razón. Después de la apoteósica e inesperada recepción tributada al Maestro, 105 apóstoles no habían comprendido por qué Jesús no había aprovechado aquella magnífica oportunidad para proclamarse rey e instalar, definitivamente, su

«reino» en Judea, extendiéndolo después a las restantes provincias. Al ver sus rostros no era difícil imaginar cuáles eran sus pensamientos.

Andrés, preocupado por su responsabilidad como jefe del grupo, era quizá el que menos valoraba aquel estallido popular en torno al Maestro.

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La verdad es que, en los días sucesivos, algunos de los íntimos -en especial Pedro, Santiago, Juan y Simón Zelotes- tuvieron que hacer considerables esfuerzos para asimilar tantas emociones...

Simón Pedro fue posiblemente uno de los más afectados por la manifestación popular. Y, más que por el excitante recibimiento, por el incomprensible hecho de que el Maestro no se hubiera dirigido a la multitud o, cuando menos, que les hubiera permitido hacerlo a ellos. Para Pedro, aquélla había sido una magnífica oportunidad... perdida.

Mientras caminaba hacia Betania le noté afligido y triste. Sin embargo, su pasión por Cristo era tal que supo encajar el extraño comportamiento del Nazareno sin el menor reproche o signo de disgusto.

Los sentimientos de Santiago, el Zebedeo, eran muy parecidos a los de Simón Pedro. Su miedo inicial había ido esfumándose conforme bajaban por la ladera del Olivete. La vista de aquella multitud que aclamaba a su Maestro le había hecho concebir esperanzas de poder e influencia. Pero todo se había venido abajo cuando Jesús descendió del jumentillo, perdiéndose en el templo. ¿Cómo podía renunciar así, tan graciosamente, a una oportunidad de oro como aquélla?

Por su parte, Juan Zebedeo había sido el único que había intuido las intenciones de Jesús. El recordaba que el Maestro les había hablado en alguna ocasión de la profecía de Zacarías y, no sin dificultades, asoció aquella entrada triunfal con las verdaderas intenciones de Jesús. Aquello le salvó en buena medida de la depresión general que ocasionó el traumatizante final. Su juventud y ciego amor por el Nazareno le impedían, además, sospechar o imaginar siquiera que el Maestro se hubiera equivocado...

Felipe, el «intendente» y hombre «práctico» del grupo, había sufrido otro tipo de preocupación. Al ver aquella riada humana pensó por un momento que Jesús podía pedirle -

como ya había hecho en otras oportunidades- que les diera de comer. Por eso, al verle abandonar la procesión y pasear tranquilamente por el recinto del templo, sintió un profundo alivio.

Cuando aquellos temores desaparecieron de su mente, Felipe se unió a los sentimientos de Pedro, compartiendo el criterio de que había sido una lástima que Jesús no hubiera aprovechado aquella ocasión para instalar definitivamente el reino. Aquella noche, sumido en las dudas, se preguntó una y otra vez qué podían querer decir todas aquellas cosas. Pero su fe en el Galileo era sólida y pronto olvidaría sus incertidumbres.

Mateo, hombre cauto, aunque de una fidelidad extrema, quedó maravillado ante aquel estallido multicolor en torno al rabí. Sin embargo, su natural escepticismo se sobrepuso y no tardaría en olvidar aquellas emociones de la tarde del domingo. Sólo hubo un momento en el que Mateo estuvo a punto de perder su habitual calma. Ocurrió en plena explosión popular, cuando uno de los fariseos se burló públicamente de Jesús, diciendo: «Mirad todos. Ved quién viene: el rey de los judíos sobre un asno.» Aquello estuvo a punto de sacarle de sus casillas y poco faltó -según me confesó días después- para que saltara sobre el sacerdote.

A la mañana siguiente, como digo, Mateo había superado la crisis general, mostrándose tan alegre como siempre. Después de todo, era un perdedor que sabía tomarse la vida con filosofía...

Tomás, como Pedro, caminaba aturdido. Su profundo corazón no terminaba de encontrar la razón de aquel festejo, absolutamente infantil, según su criterio. Jamás había visto a Jesús en un enredo como aquél y eso le había desorientado. Por un momento, el práctico y frío Tomás llegó a suponer que todo aquel alboroto sólo podía obedecer a un motivo: confundir a los miembros del Sanedrín, que como todo el mundo sabía- intentaban prender al Maestro. Y no le faltaba razón...

Otro de los grandes confundidos por aquel acontecimiento fue Simón el Zelotes. Su sentido del patriotismo le había hecho concebir todo tipo de sueños respecto al futuro político de su país. El acariciaba la idea de liberar a Israel del yugo romano y devolver al pueblo su soberanía.

Y Jesús, por supuesto, debía ocupar el derrocado trono de David. Al asistir a la entrada triunfal en Jerusalén, su corazón tembló de emoción y se vio ya al mando de las fuerzas militares del nuevo reino. Al descender por el monte de los Olivos imaginó, incluso, a los sacerdotes y simpatizantes del Sanedrín ajusticiados o desterrados. Fue, sin lugar a dudas, el apóstol que gritó con más fuerza y que animó constantemente a la multitud. Por eso, a la caída de la tarde, 106

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era también el hombre más humillado, silencioso y desilusionado. Tristemente, no se recuperaría de aquel «golpe» hasta mucho después de la resurrección del Maestro.

Con los gemelos Alfeos no existió problema alguno. Para ellos, despreocupados y bromistas, fue un día perfecto. Disfrutaron intensamente y guardaron aquella experiencia «como el día que más cerca estuvieron del cielo». Su superficialidad evitó que germinara en ellos la tristeza.

Sencillamente, aquella tarde culminaron todas sus aspiraciones.

En cuanto a Judas Iscariote, nunca llegué a saber con exactitud cuáles fueron sus verdaderos sentimientos. En algunos momentos me pareció notar en su rostro signos evidentes de desacuerdo y repulsión. Es posible que todo aquello le pareciese infantil y ridículo. Como los griegos y romanos, consideraba grotesco y despreciable a todo aquel que consintiese cabalgar sobre un asno. No creo equivocarme si deduzco que Judas estuvo a punto de abandonar allí ~

al grupo. Pero posiblemente le frenó el hecho de ser el «administrador» de los bienes. Eso significaba una permanente posibilidad de disponer de dinero y Judas sentía una especial inclinación por el oro.

Quizá uno de los momentos más dramáticos para el vengativo Judas fue poco antes de llegar a las murallas de Jerusalén. De pronto, un importante saduceo -amigo de la familia de Jesús-se acercó a él y, dándole una palmadita en la espalda, le, dijo: «¿Por qué ese aspecto de desconcierto, mi querido amigo? Anímate y únete a nosotros, mientras aclamamos a este Jesús de Nazaret, el rey de los judíos, mientras entra por las puertas de la ciudad a lomos de un burro.»

Aquella burla debió de herirle en lo más profundo. Judas no podía soportar aquel sentimiento de vergüenza. Esa pudo ser otra razón de peso para acelerar su plan de venganza contra el Maestro. El apóstol tenía tan incrustado el sentido del ridículo que allí mismo se convirtió en un desertor.

Salvo muy contadas excepciones, los discípulos de Cristo demostraron en aquel histórico acontecimiento -a pesar de sus tres largos años de aprendizaje y convivencia con el Mesíasque no habían entendido nada de nada.

Comprendí y respeté el duro silencio de Jesús, a la cabeza de aquellos hombres hundidos y perplejos. Se hallaba a un paso de la muerte y ninguno parecía captar su mensaje...

3 DE ABRIL, LUNES

Según mis noticias, fueron muy pocos los discípulos que lograron conciliar el sueño en aquella noche del domingo al lunes, 3 de abril. Salvo los gemelos, el resto permaneció rumiando sus pensamientos. Aquellos galileos se hallaban tan fuera de sí que ni siquiera establecieron los habituales turnos de guardia a las puertas de la casa de Simón, donde se alojaban Jesús, Pedro y Juan.

Al despedirse, cada uno siguió en silencio hacia sus respectivos refugios.

El rabí tampoco despegó los labios. Por supuesto, debía conocer el estado de ánimo de sus amigos y, posiblemente, con el objeto de evitar mayores tensiones, prefirió cenar en la casa de Lázaro. A pesar de lo avanzado de la hora, Marta y María se desvivieron nuevamente por atendernos. Lavaron nuestras manos y pies y, en compañía de su hermano, comimos algo de queso y fruta. Ni el Maestro ni yo sentíamos demasiado apetito. Durante un buen rato, Jesús permaneció encerrado en un hermético mutismo, con sus ojos fijos en las rojizas y ondulantes llamas de la chimenea.

Antes de que se retirara a descansar, le rogué a María que aceptara el frasco de esencia de nardo que había comprado aquella misma tarde en compañía de Andrés. Me costó trabajo pero, finalmente, lo aceptó. Aquel gesto pareció animar al Maestro, que salió de su enigmático aislamiento, uniéndose plenamente a la sosegada tertulia que sosteníamos Lázaro y yo.

Durante el frugal refrigerio había ido explicando al resucitado y a sus hermanas el espléndido acontecimiento que hablamos vivido pocas horas antes. Lázaro, al contrario de los apóstoles, sise percató de inmediato de la trascendencia del acto de Jesús. Sin olvidar la simbología, aquella multitud no había hecho otra cosa que «proteger» al rabí de las garras del Sanedrín. No 107

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me cansaré de repetir este aspecto de la cuestión. En los Evangelios que yo había estudiado, en ningún momento se habla de ello y, sinceramente, a cualquiera con sentido común y un mínimo de información sobre lo que estaba sucediendo en aquellas últimas semanas, no se le hubiera podido pasar por alto que dicha «maniobra» fue una jugada maestra por parte del Galileo.

Como se dice en nuestro tiempo, «mató varios pájaros de un solo tiro».

Al comprobar que Jesús de Nazaret se ofrecía gustosamente al diálogo, aproveché la ocasión y le pregunté su opinión sobre aquella tarde.

-He estado en medio del mundo y me he revelado a ellos en la carne. Les he encontrado a todos borrachos. No he encontrado a ninguno sediento. Mi alma sufre por los hijos de los hombres, porque están ciegos en su corazón; no ven que han venido vacíos al mundo e intentan salir vacíos del mundo. Ahora están borrachos. Cuando vomiten su vino, se arrepentirán...

-Esas son palabras muy duras -le dije-. Tan duras como las que pronunciaste sobre el Olivete, a la vista de Jerusalén...

-Tal vez los hombres piensan que he venido para traer la paz al mundo. No saben que estoy aquí para echar en la tierra división, fuego, espada y guerra... Pues habrá cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; el padre contra el hijo y el hijo contra el padre. Y ellos estarán solos.

-Muchos, en mi mundo -añadí procurando que mis palabras no resultaran excesivamente extrañas para Lázaro- podrían asociar esas frases tuyas sobre el fin de Jerusalén como el fin de los tiempos. ¿Qué dices a eso?

-Las generaciones futuras comprenderán que la vuelta del Hijo del Hombre no llegará de la mano del guerrero. Ese día será inolvidable: después de la gran tribulación -como no la hubo desde el principio del mundo- mi estandarte será visto en los cielos por todas las tribus de la tierra. Esa será mi verdadera y definitiva vuelta: sobre las nubes del cielo, como el relámpago que sale por el oriente y brilla hasta el occidente...

-¿Qué será la gran tribulación?

-Vosotros podríais llamarlo un «parto de toda la Humanidad...»

Jesús no parecía muy dispuesto a revelarme detalles.

-Al menos, dinos cuándo tendrá lugar.

-De aquel día y de aquella hora, nadie sabe. Ni los ángeles ni el Hijo. Sólo el Padre.

Únicamente puedo decirte que será tan inesperado que a muchos les pillará en mitad de su ceguera e iniquidad.

-Mi mundo, del que vengo -traté de presionarle-, se distingue precisamente por la confusión y la injusticia...

-Tu mundo no es mejor ni peor que éste. A ambos sólo les falta el principio que rige el universo: el Amor.

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