Caballo de Troya 1 (14 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Una vez localizado el asentamiento ideal, verificados los numerosos controles e instruidos los israelitas, el laboratorio entraría en la fase operativa, compartido siempre por ambos países.

Eso suponía, según todos los indicios, un plazo de tiempo más que suficiente para nuestro trabajo.

Los judíos, en suma, aceptaron con excelente sumisión los consejos de los norteamericanos y colaboraron estrechamente en el transporte y vigilancia de los equipos.

Los hombres de la Operación Caballo de Troya estaban de acuerdo desde mediados de 1972

en que el «punto de contacto» debía ser la pequeña plazoleta que encierra la mezquita octogonal llamada de la Ascensión del Señor. El alto muro que rodea la reliquia de la época de las cruzadas era el baluarte perfecto para esquivar las miradas de los curiosos. Curtiss, con el resto del grupo, habían previsto hasta los más insignificantes detalles. La experiencia fue fijada
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La serie de satélites artificiales Big Bird o Gran Pájaro -y en especial el prototipo KH II- pueden volar a una velocidad de 25 000 kilómetros por hora, necesitando un total de 90 minutos para dar una vuelta completa al planeta.

Como ésta oscila ligeramente durante ese lapso de tiempo (22 grados, 30 minutos), el Big Bird sobrevuela durante la vuelta siguiente una banda diferente de la Tierra y vuelve a su trayectoria original al cabo de 24 horas. Si el Pentágono

«descubre« algo de interés, el satélite puede modificar su órbita, alargando el tiempo de revolución durante algunos minutos y haciéndolo descender a órbitas de hasta 120 kilómetros de altitud. Una diferencia de un grado y treinta minutos, por ejemplo, cada día, permite cubrir cada diez días una zona conflictiva, sobrevolando todas sus ciudades y zonas de «interés militar». Posteriormente, el Big Bird es impulsado hasta una órbita superior. (N. del m.)
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Instrucciones de Comunicación para Informar Avistamientos Vitales de Inteligencia. (N. del t.) 48

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inexcusablemente para el día 30 de enero de 1973. Era el momento perfecto por varías razones: en primer lugar, porque el montaje de los equipos electrónicos de la estación receptora del Big Bird debería iniciarse entre el 20 y 25 de ese mismo mes de enero. En segundo término, porque, en esas fechas, la afluencia de peregrinos a los Santos Lugares experimentaría un notable descenso. Por último, porque el grupo deseaba honrar así la memoria de uno de los hombres más grandes de la humanidad: Mahatma Gandhi. Justamente en ese 30 de enero de 1973 se celebraría el 25 aniversario de su muerte.

Por supuesto, la razón primordial era la primera. Caballo de Troya necesitaba una semana para el ensamblaje y chequeo general de la «cuna». El general Curtiss, a la hora de redactar el proyecto de instalación del laboratorio receptor de fotografías vía satélite, había impuesto una condición que fue entendida y aceptada por Golda Meir y su gabinete: dado el carácter altamente secreto de los
scanners
ópticos utilizados y de algunos elementos electrónicos, el montaje del instrumental debería correr a cargo -única y exclusivamente- de los norteamericanos. La seguridad y vigilancia interior de la estación, mientras durase esta fase, sería misión ineludible de los Estados Unidos. El Gobierno de Israel tendría a su cargo la protección exterior, pudiendo participar en el proyecto una vez ultimado dicho ensamblaje. Esta argucia no tenía otra justificación que mantener alejados a los judíos, permitiéndonos así el desarrollo completo de nuestro verdadero programa.

El salto en el tiempo -programado, como digo, para el martes, 30 de enero- había sido limitado a un total de once días. Caballo de Troya disponía, por tanto, de un máximo de tres semanas para la puesta a punto de la «cuna», para la ejecución de la aventura propiamente dicha y para el no menos delicado retorno.

Varios días antes de que el falso grupo de turistas norteamericanos partiese de EE. UU. con destino a Tel Aviv, Moshe Dayan había dado las órdenes oportunas para que su servicio secreto activase una minioperación, de escasa envergadura, pero vital para la «toma de posesión» de la citada mezquita de la Ascensión. Era preciso que nuestros técnicos pudiesen trabajar en el interior de dicha plazoleta, sin levantar sospechas entre la población y mucho menos entre los musulmanes, responsables del culto en el tabernáculo octogonal que se levanta en el centro del recinto.

En aquellos días, tanto la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), como los servicios secretos egipcios (el Mukhabarat el Kharbeiyah), en perfecta conexión con los agentes soviéticos que todavía operaban en El Cairo, habían desplegado una intensa oleada terrorista en Israel. Las bombas «postales» estaban de moda y raro era el día en que no se detectaba o estallaba uno de estos mortíferos artefactos en Jerusalén, Tel Aviv o en el resto del país.

(Justamente la víspera de nuestra operación -29 de enero- se recibieron en distintas dependencias y organismos de la ciudad de Jerusalén un total de nueve de estas bombas

«postales».)

El plan del eficacísimo servicio secreto israelí (El Mossad) se consumó en la tarde del 1 de enero. Una pareja de jóvenes agentes, con todo el aspecto de turistas, «olvidó» un sospechoso maletín junto a los recios muros del tabernáculo de la Ascensión. El propio Mossad se encargó de dar la alarma y en cuestión de minutos, la plazoleta y el octógono fueron desalojados, mientras un equipo de especialistas en desactivación de explosivos se encargaba de

«inspeccionar» y hacer estallar allí mismo el paquete-bomba de los supuestos terroristas. El suceso, dada la naturaleza del lugar y previo acuerdo con los responsables de la custodia de los Santos Lugares, fue ocultado a los medios informativos.

Tal y como habían previsto los israelitas de Dayan, la explosión apenas si provocó daños en las paredes exteriores de la mezquita. Sin embargo, en una rutinaria pero obligada inspección del resto del octógono, agentes del Mossad -haciéndose pasar por arquitectos de la División de Zapadores del Ejército- «descubrieron» y enseñaron a los custodios del lugar unas placas o radiografías de los cimientos de la cara este de la mezquita, seriamente afectados por el atentado. Aquello dejó confundidos a los musulmanes. Pero El Mossad lo tenía todo previsto. En un gesto de «buena voluntad» -y ante el desconcierto de los árabes- el vicepresidente judío, Ygal Allon, convocó a los responsables de la mezquita, informándoles que el Gobierno había tomado la decisión de reparar los daños, «como muestra de buena fe». La inminente proximidad de la Pascua judía y de la Semana Santa católica justificó a las mil maravillas las inusitadas prisas del Gobierno de Golda Meir por acometer la reparación del monumento. Nadie 49

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podía sospechar que, bajo aquella oportuna y aparente maniobra política de los judíos, se amparaba una doble intención.

La comedia resultó sencillamente perfecta. Aunque los cimientos de la mezquita se hallaban intactos, nadie se atrevió a poner en duda los informes de los supuestos arquitectos.

A las cuarenta y ocho horas de la explosión, una «división especial», integrada por arqueólogos y expertos de la universidad de Jerusalén, de la Escuela Bíblica y Arqueológica francesa de la Ciudad Santa y del Museo de Antigüedades de Amman, inició los trabajos de excavación en torno al perímetro de la pequeña mezquita, ante el beneplácito de los árabes.

Sinceramente, nunca supimos cómo el Servicio Secreto israelí se las ingenió para «embarcar» a dicho grupo en semejante labor de restauración. En algunos momentos, incluso, llegamos a sospechar que aquellos discretos y diligentes arqueólogos no eran otra cosa que hombres del Mossad.

El caso es que, cuando el general Curtiss y el resto del proyecto Caballo de Troya giramos una primera visita de inspección a la plazoleta de la Ascensión, los obreros habían abierto zanjas junto a la mezquita, levantando dos grandes barracones; uno a cada lado del octógono y de acuerdo con las medidas previamente facilitadas por Curtiss al ejército de Dayan. Los 71

pies de diámetro de la plazoleta, cercada por un muro de piedra de otros nueve píes de altura, eran más que suficientes para nuestros propósitos y, por supuesto, para la instalación del laboratorio receptor de fotografías.

Desde el 7 de enero, de una forma escalonada y aprovechando las constantes entradas y salidas de material, los israelitas y norteamericanos se las arreglaron para introducir en los barracones la totalidad del material secreto.

Una semana después, con el lógico regocijo de Curtiss y de la totalidad de los científicos y militares que habíamos tomado parte en el transporte del instrumental, todo estaba dispuesto para el supuesto ensamblaje de la estación receptora del Big Bird. Aquello significó un adelanto de casi siete días en el programa.

A partir del 15 de enero, el jefe del proyecto Caballo de Troya comunicó a las autoridades militares israelitas que los ingenieros norteamericanos se disponían a iniciar los trabajos de montaje del laboratorio y que, en consecuencia y de acuerdo con lo pactado, el acceso a los barracones quedaba rigurosamente prohibido a la totalidad del personal no americano. Los judíos se retiraron al exterior del recinto, manteniéndose, no obstante, un pasillo neutral por el que pudieran circular los «arqueólogos», cuyo cometido no debía ser suspendido bajo ningún concepto. Si los árabes llegaban a intuir que aquellas obras de reparación de su mezquita no eran otra cosa que una «tapadera» para ocultar otros objetivos puramente militares, Caballo de Troya y la propia ubicación de la estación receptora se habrían visto en una situación muy comprometida.

Los equipos de restauración, por tanto, prosiguieron con su misión, a los pies de los muros del octógono, mientras nosotros desembalábamos el material, entregándonos a una frenética tarea de montaje de la «cuna»

Pero la alegría del general y también la nuestra iban a sufrir un súbito revés.

Los venenosos tentáculos de la CIA -nunca supimos cómo- habían tocado y detectado la operación conjunta judionorteamericana y la Defense Intelligence Agency
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estaba presionando para que Kissinger les pusiera al corriente. Las sucesivas negativas del secretario de Estado crearon fuertes tensiones entre la CIA y los reducidos círculos militares del Pentágono que estaban al tanto de la misión. La situación fue tan insostenible que el general Curtiss fue reclamado a Washington, a fin de apaciguar los ánimos e intentar hallar una solución.

Mientras tanto, el resto del equipo Caballo de Troya siguió en su empeño, aunque con los ánimos encogidos por la cercanía de la siempre peligrosa sombra de la CIA.

En este caso, la manifiesta habilidad de Curtiss no sirvió de gran cosa. El director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), Richard Helms, no estaba dispuesto a ceder. Ante la gravedad de los acontecimientos, y por sugerencia expresa de Kissinger, el presidente Nixon

«aconsejaría» pocos días después que Helms dimitiera como director de la CIA. Con el fin de reforzar la confianza del Pentágono, el 4 de enero era designado el general e intimo colaborador de Curtiss, Alexander Haig, como vicejefe del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados
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Agencia de Inteligencia de la Defensa. (N. del t.)

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Unidos. Los periódicos publicaron entonces que la dimisión del director de la CIA se debía a

«profundos desacuerdos de Helms con Kissinger en asuntos relacionados con la seguridad del Estado». No iban descaminados, aunque nunca supieron las verdaderas razones de aquella drástica «operación quirúrgica» en la cúspide de la Agencia Central de Inteligencia y del Alto Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos.

Una vez capeado el temporal, Curtiss regresó a Jerusalén, reincorporándose a los últimos preparativos de la que -sin duda- iba a ser una de las más grandes aventuras de la Historia de la Humanidad.

El 25 de enero de 1973, la «cuna» reposaba ya en el centro del barracón principal. Había sido montada en su totalidad, excepción hecha de los cuatro puntos de apoyo. Estos, por elementales razones de prudencia, no serían ensamblados hasta pocas horas antes del despegue. Un hábil dispositivo hidráulico permitía una total apertura de la techumbre del improvisado hangar en el que se desarrollaban nuestras operaciones. De esta forma, y según lo previsto, el lanzamiento del módulo en la noche del 30 de enero no tendría por qué presentar especiales dificultades.

Supongo que la persona que lea este diario se preguntará cómo un artefacto de las características de nuestra «cuna» podía elevarse sobre el monte Olivete sin llamar la atención de la población y del ejército israelita. Mucho antes de poner en marcha esta operación, el proyecto Swivel había incorporado a sus módulos -como condición básica para todas o casi todas las misiones futuras- un sistema de emisión permanente de radiación infrarroja. La

«cuna», en el caso que me ocupa, disponía de una especie de «membrana» exterior que recubría la totalidad del vehículo y cuyas funciones -entre otras que no puedo especificar- eran las siguientes
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:

1.ª Apantallamiento del módulo, mediante un «escudo» o «colchón» de radiación infrarroja (por encima de los 700 nanómetros).

Esta fuente de luz infrarroja hacía invisible la totalidad del aparato, pudiendo maniobrar por encima de cualquier núcleo humano sin ser vistos. Como apuntaba anteriormente, este requisito era del todo imprescindible para nuestras observaciones, no lastimando así el ritmo natural de los individuos que se pretendía estudiar o controlar.

2.ª Absorción -sin reflejo o retorno- de las ondas decimétricas, utilizadas fundamentalmente en los radares. (En el caso de las pantallas militares israelitas, estos dispositivos de seguridad fueron previamente ajustados a las ondas utilizadas por tales radares: 1 347 y 2 402

megaciclos.) Este sencillo procedimiento anulaba la posibilidad de localización electrónica del módulo, mientras era elevado a 800 pies, punto ideal para la inmediata fase de inversión de masa.

3.ª La «membrana» que cubre el blindaje exterior de la «cuna» (cuyo espesor total es de 0,0329 metros) debía provocar una incandescencia artificial que eliminase cualquier tipo de germen vivo y que siempre podían adherirse a su superficie. Esta precaución evitaba que tales gérmenes resultaran invertidos tridimensionalmente con la nave. Un involuntario «ingreso» de tales organismos en otro «tiempo» o en otro marco tridimensional hubiera podido acarrear imprevisibles consecuencias de carácter biológico.

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