¡Qué poco podía imaginar lo que me reservaba el destino! Y tuve que reconocer con el general que, en efecto, la objetividad era una de las condiciones básicas para desempeñar aquella «observación» de la historia con un mínimo de rigor.
Mi trabajo en aquel «traslado» al año 30 -al igual que el de mi compañero- exigía la aceptación y cumplimiento de una norma, que se había convertido en regla de oro para la totalidad del equipo del proyecto Caballo de Troya: los exploradores no podían -bajo ningún concepto, ni siquiera el de la propia supervivencia- alterar, cambiar o influir en los hombres, grupos sociales o circunstancias que fueran el objetivo de nuestras observaciones o que, sencillamente, pudieran surgir en el transcurso de las mismas. Cualquier vacilación a la hora de asumir esta premisa principal era motivo de una fulminante expulsión del grupo de exploradores. Este hecho inviolable presuponía ya una absoluta objetividad en los observadores. No obstante, el general, en un rasgo de sutil prudencia, prefirió que -en nuestro caso- la objetividad fuera de la mano de una especial asepsia en materia religiosa.
Como es fácil comprender, un medio tan poderoso como la manipulación de los ejes del tiempo de los
swivels
podría ser sumamente peligroso, de caer en manos de individuos sin
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Tomando como referencia -más que probable- la fecha de 1478 para el asentamiento de Cristóbal Colón en la isla de Madera, donde su suegra regentaba una taberna, y de acuerdo con los testimonios de Las Casas y de la leyenda taina, era muy posible que los misteriosos «predescubridores» de América hubieran visitado las islas del Caribe (especialmente La Española) en los meses inmediatamente anteriores a dicha fecha. Quizá en 1476 o 1477. Hubiera sido; por tanto, en ese año de 1478 cuando pudo producirse el retorno de los involuntarios «descubridores» hacia Europa, con una fortuita escala en la referida isla portuguesa. (N. del m.) 45
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escrúpulos o con una visión fanática y partidista de la historia. En las seis primeras inversiones de masa que fueron practicadas con carácter puramente experimental en el desierto de Mojave pudo comprobarse que el trasvase del módulo y de los pilotos a otras fechas remotas no afectaba a la naturaleza física de los mismos ni tampoco al psiquismo o a la memoria de los tripulantes. Estos, mientras duró el «salto hacia atrás», fueron conscientes en todo momento de su propia identidad, recordando con normalidad a qué época pertenecían. En el grupo se discutió a fondo y con toda honestidad las gravísimas repercusiones que hubiera entrañado para una persona, o para una colectividad, la trágica circunstancia de que «alguien» de una época pasada pudiese resultar muerto en un enfrentamiento, por ejemplo, con alguno de nuestros exploradores. Si el principio causa-efecto respondía a una realidad, los resultados históricos podían ser funestos.
De ahí que nuestra misión -por encima de todo- sólo podía aspirar a la observación y análisis de los hechos, personajes o épocas elegidos. Y no era poco...
Por fortuna para el proyecto Caballo de Troya, nuestras relaciones con el Estado de Israel eran inmejorables, en especial a partir de la guerra de los Seis Días. Era primordial para la ejecución del «gran viaje» que la «cuna» pudiera ser trasladada a Palestina y ubicada en el
«punto de contacto» elegido. Todo ello -además- sin levantar sospechas. Pero poco puedo referir sobre estas gestiones, que pesaron íntegramente sobre las espaldas del general Curtiss.
Sólo al final, cuando apenas faltaban dos meses para la cuenta atrás, los más allegados al jefe del proyecto supimos de los obstáculos surgidos, de las duras condiciones impuestas por el Gobierno de Golda Meir y de los fallidos pero irritantes intentos de la CIA por hacerse con el control de la operación.
Aquellos combates en la oscuridad de los despachos y de la burocracia estatal pasaron inadvertidos para mi y para el resto del equipo, enfrascados en la última fase de los preparativos de la aventura. (Ahora doy gracias al Cielo por esta supina ignorancia...) El resto de 1971, así como la casi totalidad de 1972, mi centro de operaciones cambió notablemente. Durante esos dos años, mi tiempo se repartió entre el pueblecito de Malula, la universidad de Jerusalén y la base de Edwards. La Operación Caballo de Troya contemplaba dos fases perfectamente claras y definidas.
Una primera, en la que el módulo sufriría el ya conocido proceso de inversión de masa, forzando los ejes del tiempo de los
swivels
hasta el día, mes y año previamente fijados. En este primer paso, como es lógico, mi compañero y yo permaneceríamos a bordo hasta el «ingreso»
en la fecha designada y definitivo asentamiento en el Punto de contacto.
La segunda -sin duda la más arriesgada y atractiva- obligaba al abandono de la «cuna» por parte de uno de los exploradores, que debía mezclarse con el pueblo judío de aquellos tiempos, convirtiéndose en testigo de excepción de los últimos días de la vida de Jesús el Galileo. Ese era mi «trabajo».
Este cometido -en el que no quise pensar hasta llegado el momento final- me obligó durante esos años a un febril aprendizaje de las costumbres, tradiciones más importantes y lenguas de uso común entre los israelitas del año 30.
Buena parte de esos 21 meses los dediqué a la dura enseñanza de la lengua que hablaba Cristo: el arameo occidental o galilaico. Siguiendo los textos de Spitaler y de su maestro en la universidad de Munich, Bergsträsser, no fue muy difícil localizar los tres únicos rincones del planeta donde aún se habla el arameo occidental: la aldea de Ma’lula, en el Antilibano, y las pequeñas poblaciones, hoy totalmente musulmanas, de Yubb'adin y Bah'a, en Siria
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Y aunque el árabe ha terminado por saltar las montañas del Líbano, contaminando el lenguaje de los tres pueblos, la fonética y morfología siguen siendo fundamentalmente arameas.
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Como información complementaria puedo añadir que el acceso a la aldea de Ma'lula -al menos en los años 1971 y 1972- podía efectuarse por la carretera de Damasco a Homs. Al alcanzar el kilómetro cincuenta hay que tomar un desvío a la izquierda. Tras remontar nueve kilómetros de pendiente aparece ante la vista un monasterio católico de monjes basilios. Al pie de ese monasterio se encuentra Ma'lula, con sus escasos mil habitantes. Toda la población era católica. La iglesia está a cargo de un sacerdote libanés que habla árabe. En esta lengua, precisamente, se desarrolla la liturgia, aunque el lenguaje del pueblo es el arameo occidental, muy mezclado ya por el propio árabe y otras palabras y expresiones turcas, persas y europeas. (N. del m.)
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Una oportuna documentación que me acreditaba como antropólogo e investigador de lenguas muertas por la universidad de Cornell, me abrió todas las puertas, pudiendo completar mis estudios en la universidad de Jerusalén. Allí contrasté mis conocimientos del arameo galilaico, aprendido entre las sencillas gentes del Antilíbano, con otras fuentes como el Targum palestino y el arameo literario de Qumrán, el nabateo y palmireno.
Por último -como complemento- mi preparación se vio enriquecida con unas nociones básicas pero suficientes del griego y el hebreo míshnico, que también se hablaban en la Palestina de Cristo.
Recorrí infinidad de veces los llamados por los católicos Santos Lugares, aunque era consciente de que aquel reconocimiento del terreno de poco iba a servirme a la hora de la verdad...
Tampoco quise profundizar excesivamente en los textos bíblicos en los que se narra la pasión, muerte y resurrección del Salvador. Por razones obvias, preferí enfrentarme a los hechos sin ideas preconcebidas y con el espíritu abierto. Si mi obligación era observar y transmitir la verdad de lo que ocurrió en aquellos días, lo más aconsejable era conservar aquella actitud limpia y desprovista de prejuicios.
Al retornar a la base de Edwards, a finales de 1972, todo eran caras largas. Pronto supe -y la confirmación final llegó de labios del propio Curtiss- que, a pesar de las gestiones, al más alto nivel, el Gobierno israelí no daba su autorización para la entrada en su país de la «cuna» y del resto del sofisticado equipo. Lógicamente, tenían derecho a saber de qué se trataba y el jefe del proyecto Caballo de Troya tampoco había dado facilidades para solventar este extremo de la cuestión.
El más estricto sentido de la seguridad, sin embargo, hacia inviable que el general pudiera advertir a los israelitas sobre la auténtica naturaleza de la operación. ¿Qué podíamos hacer?
Después de un agitado diciembre -en el que, sinceramente, llegamos a temer por el éxito del
«gran viaje»- el Pentágono, siguiendo las recomendaciones de Curtiss, planeó una estrategia que doblegó a los judíos. Desde 1959, tanto la Unión Soviética como nuestro país venían desarrollando un programa secreto de satélites espías destinados a una mutua observación de todo tipo de instalaciones militares, industriales, agrícolas, urbanas, etc. Estos «ojos volantes»
fueron ganando en penetración, especialmente a partir de los llamados «satélites de la tercera generación» en 1966. En una cuarta generación, el Pentágono con la colaboración de empresas especializadas en fotografía (la Eastman Kodak, la Itek Corporation y la Perkin-Elmer) había conseguido situar en órbita un nuevo modelo de satélite (la serie Big Bird), cuyo instrumental era capaz de fotografiar, a 150 kilómetros de altura, los titulares del periódico de un hombre que estuviera sentado en la plaza Roja de Moscú. A pesar de la gran reserva del National Reconnaissance Office -un departamento especializado y responsable de este tipo de informaciones, con sede en el propio Pentágono- algunas de las características del Big Bird terminaron por filtrarse entre los servicios de Inteligencia de otros países. El Gobierno de Golda Meir había presionado en numerosas ocasiones para que la precisa red de nuestros satélites espías pudiera proporcionarles información gráfica de los movimientos de tropas, asentamiento de rampas, nuevas construcciones, etc., de los países árabes. Pues bien, aquélla fue nuestra oportunidad.
Desde hacia aproximadamente año y medio -desde comienzos de 1971- el Pentágono había empezado a trabajar en un nuevo diseño de satélites Big Bird: el KH II.
Curtiss, previa autorización del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos y tras entrevistarse personalmente con el presidente Nixon y el secretario de Estado Kissinger, voló nuevamente a Jerusalén. Esta vez si ofreció a la primer ministro, Golda Meir, y a su ministro de la Guerra, el legendario Moshe Dayan, una explicación «satisfactoria»: dentro del más riguroso de los secretos, EE.UU. deseaba colaborar con el país amigo -Israel- montando un laboratorio de recepción de fotografías para sus Big Bird. De esta forma, los judíos podían disponer de un rápido y fiel sistema de control de sus enemigos y mi país, de una nueva y estratégica estación, que ahorraba tiempo y buena parte de la siempre engorrosa maniobra de recuperación de las ocho cápsulas desechables que portaba cada satélite y que eran rescatadas cada quince días en las cercanías de Hawai. Desde un punto de vista puramente militar, la Operación resultaba, además, de gran interés para los Estados Unidos, que podían así fotografiar a placer franjas tan
«inestables» (políticamente hablando) como las de las fronteras de la URSS con Irán y 47
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Afganistán y otras zonas de Pakistán y del Golfo Pérsico, pudiendo recibir cientos de negativos en la nueva estación «propia» (la israelita), a los tres minutos de haber sobrevolado dichas áreas
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Gracias a este sutil engaño, el general Curtiss y parte del equipo del proyecto Caballo de Troya, conseguían aterrizar a primeros de enero de 1973 en Tel Aviv. Para evitar sospechas, y de mutuo acuerdo con el Mossad (servicio de Inteligencia israelí), la USAF acondicionó un avión Jumbo, en el que habían sido eliminados los asientos, cargando en sus cabinas diez toneladas de instrumental «altamente secreto». Del falso reactor de pasajeros, camuflado, incluso, con los distintivos de la compañía judía El Al, descendió un nutrido grupo de aparentes y pacíficos turistas norteamericanos. Era el 5 de enero.
Lo que nunca supieron los sagaces agentes del servicio de Inteligencia israelí es que mezclada con el material para la estación de recepción de fotografías vía satélite, viajaba también nuestra «cuna»
El plan de Curtiss era sencillo. En un minucioso estudio elaborado en Washington por el CIRVIS (Communication Instruction for Reporting Vital Intelligence Sightings)
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, con la colaboración del Departamento Cartográfico del Ministerio de la Guerra de Israel, la instalación de la red receptora de imágenes del Big Bird debía efectuarse en un plazo máximo de seis meses, a partir de la fecha de llegada del material. Los especialistas debían proceder -en una primera etapa- a la elección del asentamiento definitivo. Los militares habían designado tres posibles puntos: la cumbre del monte Olivete o de los Olivos -a escasa distancia de la ciudad santa de Jerusalén-; los Altos del Golán, en la frontera con Siria, o los macizos graníticos del Sinaí.
Astutamente, el general Curtiss había hecho coincidir la primera de las posibles ubicaciones de la estación receptora con nuestro punto de contacto para el «gran viaje». Mucho antes de que el Gobierno de Golda Meir obstaculizara la marcha de nuestra operación, los especialistas del proyecto Caballo de Troya habían estimado que el referido monte Olivete era la zona apropiada para la toma de tierra de la «cuna». Su proximidad con la aldea de Betania y con Jerusalén la habían convertido en el lugar estratégico para el «descenso». Y aunque los israelitas mostraron una cierta extrañeza por la designación de aquella colina, como la primera de las tres bases de experimentación, parecieron bastante convencidos ante las explicaciones de los norteamericanos. Israel se veía envuelto aún en numerosas escaramuzas con sus vecinos, los egipcios y sirios. De haber iniciado la instalación de la estación receptora por el Sinaí o por el Golán, los riesgos de destrucción por parte de la aviación enemiga hubieran sido muy altos.
Era necesario ganar tiempo y -sobre todo- adiestrar a los judíos en el manejo de los equipos con un amplio margen de seguridad y sin sobresaltos.