Caballo de Troya 1 (63 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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armstrong (0,8 micras), el «tubo» láser seguía disfrutando de la propiedad esencial del infrarrojo, con lo que sólo podía ser visto mediante las lentes especiales de contacto que me había suministrado Caballo de Troya. De esta forma, las ondas ultrasónicas podían deslizarse por el interior de la «tubería» formada por la «luz sólida o coherente», pudiendo ser lanzadas a distancias que oscilaban entre los cinco y veinticinco metros.
(N. del m.)
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Precisamente por su relativa semejanza con las fosas «infrarrojas» de estas serpientes, que les permiten la caza de sus presas a través de las emisiones de radiación infrarroja de los cuerpos de las víctimas.

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Generalmente, las lentes de contacto, del tipo duro, se basan en un producto llamado polimetil-metacrilato (PMMA) que constituye en realidad la base fundamental de la «lentilla».

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Como es sabido, cualquier cuerpo cuya temperatura sea superior al cero absoluto (menos 273 grados centígrados), emite energía IR o infrarroja. Esta emisión de rayos infrarrojos -invisibles para el ojo humano- está provocada por las oscilaciones atómicas en el interior de las moléculas y, en consecuencia, se halla estrechamente ligada a la temperatura de cada cuerpo. Pues bien, el ojo del hombre, como está demostrado, sólo ve una pequeña parcela del espectro electromagnético de la luz: la que se extiende desde los 400 a los 700 nanómetros. Por encima de esta última aparecen las gamas del infrarrojo. Pero, mediante el uso de «gafas» especiales, adecuadas a la emisión del infrarrojo, el hombre puede «ver» también en esa frecuencia. (A su vez, esta región del infrarrojo está subdividida en infrarrojo próximo, medio, lejano y extremo.) Los sensores IR o infrarrojos de las serpientes americanas -crótalos-están formados precisamente por una membrana dotada de abundantes terminaciones nerviosas, que le permiten detectar variaciones de temperatura del orden de una milésima de grado.
(N. del m.)
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Aunque resultaba remota, la posibilidad de tropezar con una fuente energética natural de gran intensidad (caso de haber mirado al sol), podría haber provocado graves lesiones en mis ojos. Y aunque nada de esto sucediera, el contacto directo de la córnea con las «crótalos» no hacia aconsejable un uso excesivo.

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En el caso de los ultrasonidos, la cabeza de cobre -de color blanco- podía adoptar dos posiciones perfectamente diferenciadas: la primera, para activar el lanzamiento de ondas con una frecuencia de 3,5 MHZ (suficiente para explorar órganos internos) y la segunda, de 7,5 a 10 MHZ (para el rastreo de superficie y tejidos blandos).
(N. del m.)
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El espectáculo que se ofreció a mis ojos (aunque en realidad debería decir «a mi cerebro») fue casi dantesco: el rostro, cuello y manos de Jesús se volvieron de un color azul verdoso, consecuencia del descenso de su temperatura corporal en dichas zonas (probablemente por el efecto refrigerante del sudor y de la sangre que manaban por sus poros).

La túnica emitía un blanco mucho más intenso, mientras el manto lucía una tonalidad más oscura, casi negra. El follaje verde del olivar estalló en un rojo indescriptible...

Al pulsar la cabeza del clavo a su segunda posición -la más profunda-, de la parte superior de la « vara de Moisés » surgió un finísimo rayo de luz rojiza: era el láser infrarrojo. Y sin perder un segundo lo dirigí hacia el rostro, cuello, cabellos y manos del Nazareno. Por supuesto, ni Juan Marcos ni nadie que hubiera podido presenciar aquella escena habría visto ni oído nada. Como ya dije, el láser trabajaba en la frecuencia del infrarrojo y, por tanto, resultaba invisible al ojo humano.

Después de un minucioso recorrido sobre las áreas ensangrentadas, cambié la frecuencia de los ultrasonidos (haciendo retornar el clavo a su primera posición), centrando el haz de luz en la parte superior del vientre del rabí. De esta forma, explorando el páncreas, quizá obtuviésemos una explicación satisfactoria sobre el origen de aquel sudor en forma de sangre.

(Cuando, a nuestro regreso de este primer «gran viaje», Caballo de Troya pudo analizar el cúmulo de imágenes obtenidas por estos procedimientos, los especialistas en bioquímica y hematología llegaron a varias e interesantes conclusiones. Aquel sudor sanguinolento o

«hematohidrosis» había sido provocado por un agudo stress. El Nazareno -tal y como yo había podido apreciar- se vio sometido a un profundo decaimiento, motivado, a su vez, por una explosiva mezcla de angustia, soledad, tristeza y, quizá, temor ante las durísimas pruebas que le aguardaban. Esta violenta tensión emocional, según los especialistas, había conducido a la liberación de determinados «elementos» existentes en el páncreas
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, que forzaron la ruptura de los capilares, encharcando las glándulas sudoríparas. Una vez rotos los poros subcutáneos, la sangre fluyó al exterior, mezclada con el sudor.

El fenómeno -tan aparatoso como raro- es, sin embargo, perfectamente posible desde el punto de vista médico. El evangelista Lucas, en este caso, sí había acertado. (Pierre Benoit cuenta en una de sus obras cómo en 1914, un soldado que estaba a punto de ser conducido ante un pelotón alemán de fusilamiento, sudó sangre, como consecuencia del pavor insuperable que le produjo aquella angustiosa situación.)

Y aunque esta expulsión sanguinolenta o extravasación -que no hemorragia- en el Hijo del Hombre no representó una pérdida importante de sangre, los informes de Caballo de Troya sí estimaron en cambio que dejó la piel de Jesús en un alarmante estado de fragilidad. Esta circunstancia resultaría determinante, de cara a la «carnicería», más que suplicio, a que sería sometido pocas horas después. Me refiero, naturalmente, al castigo de los azotes. Aquella ruptura generalizada de la red de capilares o finísimos vasos por los que circula la sangre bajo la piel convertiría la flagelación en un trágico baño de sangre...

Una de mis preocupaciones en aquellos primeros momentos del fuerte stress sufrido en el huerto fue el seguimiento del ritmo cardíaco y arterial de Jesús. Al dirigir los ultrasonidos sobre el corazón, el «efecto Doppler» arrojó un ritmo de 135 pulsaciones por minuto. En cuanto a la tensión arterial, la cifra se había elevado a 210 de máxima. (El ritmo cardíaco normal del Nazareno fue calculado en 60 latidos por minuto y su tensión arterial media en 130 máxima y 80 mínima. Aquello significaba, evidentemente, una profunda alteración orgánica. Los especialistas de Caballo de Troya estimaron asimismo que la descarga previa de adrenalina en el torrente sanguíneo de aquel Hombre -a la vista de la resistencia arterial periférica- pudo ser del orden de 10 microgramos por kilo y minuto.)

Poco a poco, al cabo de diez o quince minutos, conforme el rabí fue serenando su espíritu, el ritmo cardíaco y arterial fueron recobrando la normalidad. Sin embargo, aquella dura prueba -

en opinión de los expertos en nutrición- significó, además, el total agotamiento de las 750

calorías suministradas al organismo en la reciente cena. El stress debió suponer un consumo de
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Aunque en un principio se pensó que quizá la «hematohidrosis» había sido provocada por un exceso de histamina, liberada por el sistema nervioso como consecuencia de la gran tensión emocional, y lanzada al torrente sanguíneo, quebrando así los capilares, las investigaciones sobre el páncreas inclinaron a los expertos hacia la hipótesis de la llamada fibrinolisis, consistente en la activación patológica de un mecanismo normal. Un súbito aumento de plasmina (lisoquinasas) pudo originar un derramamiento generalizado en sangre, diluyendo el «cemento endotelial», que daría como resultado el paso de la sangre al exterior.
(N. del m.)
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calorías sensiblemente superior a esa cantidad por lo que el Nazareno, en opinión de los médicos de Caballo de Troya, tuvo que empezar a tirar de sus reservas naturales posiblemente a partir de la una o las dos de la madrugada de este viernes. (Con aquel aporte energético, y suponiendo que Jesús se hubiera retirado a descansar inmediatamente, el organismo hubiera podido aguantar hasta las ocho de la mañana, aproximadamente. Pero, con la crisis iniciada en el huerto de Getsemaní, los especialistas, como digo, estimaron que el organismo del Hijo del Hombre tuvo que iniciar una «lipolisis» o disolución de la grasa del tejido adiposo, con el único fin de suministrar ácido graso y sobrevivir. Las reservas de glucógeno o azúcar concentrada se agotarían en cuestión de horas, y la naturaleza del Galileo no tendría otra alternativa que

«echar mano», repito, de sus grasas.)

La situación del Maestro, desde un punto de vista puramente médico, empezaba a ser delicada.

A los quince o veinte minutos de iniciado aquel primer «chequeo» -a base de ultrasonidos-, desconecté el láser, deshaciéndome de las «crótalos». Juan Marcos seguía con el rostro oculto por las manos, negándose a mirar a su Maestro. Pasé mi brazo por sus hombros y acaricié su cabeza. Poco a poco, fue descubriendo su cara. Estaba llorando.

En el calvero, el Galileo había ido bajando sus manos. Las convulsiones habían cesado y también el flujo de sangre. Algunos de los chorreones, más caudalosos que el resto de los reguerillos, habían coagulado ya. Muy pronto, si el Maestro no tenía la precaución de lavarse, la sangre seca convertiría su hermoso rostro en una máscara... Jesús levantó de nuevo los ojos hacia el firmamento y, con una voz algo más serena, repitió prácticamente su primera oración:

-Padre..., muy bien sé que es posible evitar esta copa. Todo es posible para ti... Pero he venido para cumplir tu voluntad y, no obstante ser tan amarga, la beberé si es tu deseo...

Entre esta segunda oración (no sé si debería calificarla así) y la primera, observé un notable cambio, tanto en el estado emocional del Maestro como en su postura frente a los ya inminentes acontecimientos. Mientras en sus primeras palabras flotaba la duda, en esta ocasión, el Galileo parecía haber superado parte de su inquietud, mostrándose definitivamente decidido a asumir su suerte. Es posible que este cambio mental fuera responsable, en buena medida, de su progresiva tranquilización. Pero todo esto, naturalmente, sólo son apreciaciones muy subjetivas.

El caso es que, enfrascado en mis primeras verificaciones médicas y pendiente de las palabras de Jesús, casi me había olvidado de Eliseo y de la aproximación de aquel enigmático objeto. Pero mi compañero no tardó en recordármelo:

-¡Atención, Jasón...! Esa «cosa» abandona el estacionario y se mueve de nuevo... ¡Por todos los...!

La transmisión de mi compañero se interrumpió breves segundos. Al fin, Eliseo -muy alterado- continuó:

-...¡Ha caído como un cubo...! ¡Jasón, ese chisme ha descendido a nivel 30 en un segundo!
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¡No puede ser...! Si continúa bajando lo perderé... ¡No! De momento se mantiene... Pero se dirige hacia nosotros...

Pegando materialmente mis labios al tronco del cañafístula le pregunté:

-Entendí 30...

-Afirmativo -respondió Eliseo-. Es 30... Y sigue aproximándose en radial 100
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... El radar estima su posición en 10 millas. Si no varía el rumbo pronto lo tendrás a la vista...

Pero, por más que miré no logré distinguirlo. Fue entonces, al levantar la vista hacia las estrellas cuando caí en la cuenta de otro extraño fenómeno: el ramaje del corpulento árbol tras el que me ocultaba había quedado súbitamente inmóvil. El viento había cesado. Tampoco aprecié movimiento alguno en las copas de los olivos ni en la maleza que nos rodeaba. Los cabellos de Jesús se hallaban igualmente en reposo.

Un tanto alarmado interrogué a Eliseo sobre la velocidad y dirección del viento...

-A 40000 pies, 120 grados 50
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-respondió mi hermano-. Pero, espera... ¡A nivel 10 ha desaparecido...! No lo entiendo...

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Nivel 30: 3000 pies (unos mil metros).

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Radial 100: el objeto se aproximaba con rumbo 100 grados (aproximadamente, dirección Este-Sureste).

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De pronto, por mi izquierda (aproximadamente con rumbo Este), distinguí un punto de luz que se desplazaba por encima de la cumbre del Olivete. Venía derecho hacia nuestra posición y con una trayectoria que, en principio, me pareció totalmente horizontal al suelo.

Atónito y medio tartamudeando presioné mi oído derecho:

-¡Eliseo...! ¡Lo estoy viendo...! ¡Hacia las nueve de mi posición!
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... Trae rumbo Este... Pero, por todos los diablos, ¿qué es eso?

La respuesta del módulo serviría para confirmar que no era víctima de una alucinación...

-Afirmativo -exclamó Eliseo, tan desconcertado como yo-. La pantalla de altura sigue detectándolo a nivel 10... ¡Ahora acaba de sobrevolar la «cuna»!... Lo tengo «colimado»
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...

¿Velocidad? ¡Es increíble!: no llega a las 60 millas por hora... Pero, ¿qué pasa?

La comunicación volvió a interrumpirse. Fueron segundos eternos...

Entretanto aquella «luz» había alcanzado nuestra vertical. ¡Y se detuvo!

¡Jasón! -apareció al fin mi compañero-. Jasón, ¿me recibes?

-Afirmativo -me apresuré a responderle-. Y lo tenemos sobre nuestras cabezas...

-Jasón, algo está ocurriendo en el radar. ¡Esa «cosa» está «blocándome»
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... ¿ Se aprecia descenso de nivel?

-Negativo -contesté sin perder de vista la «luz»-. Parece que sigue en estacionario.

Apenas si había terminado de transmitir estas palabras a Eliseo cuando, en décimas de segundo, la «luz» efectuó una «caída» libre, inmovilizándose quizá a cincuenta o cien metros sobre el calvero. Todo fue tan vertiginoso que no tuve tiempo de nada. Quedé paralizado. Y, como yo, Juan Marcos y -supongo- todo cuanto se hallaba en derredor nuestro. Yo seguía absolutamente consciente: veía y escuchaba, pero no acertaba a mover mis músculos. Mi aparato locomotor no obedecía los impulsos de mi cerebro y de mi voluntad. Era inútil que tratase de forzarlos. La proximidad de aquella «luz» circular, de un blanco superior al de la soldadura autógena y potentísima, nos había inmovilizado. Durante los segundos que duró aquello, sí pude oír la voz de mi compañero en el módulo que -sumamente preocupado- no hacía otra cosa que llamarme... Pero, como digo, a pesar de mis esfuerzos, no podía articular palabra alguna.

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