Prudentemente, y puesto que el muchacho se hallaba presente, me abstuve de formular preguntas a los dueños de la casa. Sin embargo, después de comprobar que la cena tendría por escenario el piso superior de la mansión de los Marcos, mis dudas sobre el acuerdo secreto entre Jesús y el hijo de aquellos quedaron prácticamente disueltas. Sólo restaba que el muchacho o sus padres me lo confirmaran. Pero eso sucedería pocas horas más tarde...
Me disponía ya a seguir a Felipe y a Pedro hasta la primera planta, iniciando así otra de las delicadas misiones encomendadas por Caballo de Troya cuando, inesperadamente, Juan el Evangelista- me propuso aprovechar aquellos minutos para visitar el cercano barrio de los tintoreros, satisfaciendo así mi deseo de adquirir el manto para el Maestro. Me vi atrapado en 186
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mi propio engaño y no tuve más remedio que aceptar, simulando -además- gran contento por aquella gentileza del discípulo.
El gremio de los tintoreros, tal y como me había anunciado Juan al salir de la casa, se encontraba muy cerca. Descendimos por un estrecho callejón, tan mal empedrado como pestilente, hasta desembocar en un corro de pequeñas casas de una planta, situado a la sombra de la muralla exterior y en el ángulo suroccidental de la ciudad. Aquella treintena de casas eran en realidad otras tantas tintorerías. Juan me condujo al interior de una de ellas, propiedad de un viejo amigo: un tal Malkiyías, experto artesano y digno sucesor de una antigua familia de tintoreros.
Y sin proponérmelo me vi en el interior de una habitación de unos seis por tres metros, casi ahogada por la oscuridad, en uno de cuyos extremos divisé dos grandes cubas de casi un metro de diámetro por otro de altura. A su lado habían sido situadas varias pilas de escaso fondo y un banco de mampostería. En las cubas se había introducido potasa y cal apagada, así como una pequeña cantidad de índigo
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en una de ellas y el doble en la siguiente. Cada cuba, cerrada por una cubierta de piedra, presentaba un pequeño orificio o boca central (de unos 15 centímetros) en la citada tapa. Por allí, el amigo Malkiyías iba introduciendo los hilos de los diferentes tejidos, procediendo a su tinte. En otra de las pilas, varios obreros manipulaban grandes paños de tela, sumergiéndolos en baños de púrpura y escarlata.
Juan le expuso mi deseo de hacer un regalo a un amigo, rogándole que nos enseñara algunos de los mantos mejor trabajados y listos ya para su traslado al gremio de los vendedores de telas. El jefe de la tintorería aceptó con gusto, mostrándonos un abundante surtido de ropones, túnicas de lana y algodón, mantos para mujeres (muy parecidos al actual chal) y finas vestiduras de hilo de Egipto, teñidos todos ellos en los más variados y sugestivos colores.
Y, de pronto, al revisar aquellas prendas, tuve una idea. Busqué entre los tejidos más delicados y señalándole a Juan un manto de lino blanco, le dije..
-Este... Desearía llevarme éste...
El discípulo me miró con asombro y comentó:
-Pero, Jasón, éste es un manto de mujer...
-Lo sé -repuse-, pero acabo de tener una idea mejor.
Juan respetó mi silencio, y sin hacerme una sola pregunta sobre aquel repentino cambio, acordó con el maestro artesano el precio del rico manto. Aunque aquel tipo de operaciones comerciales estaba prohibido -ya que los tintoreros no podían vender sus productos directamente al público-, la amistad entre Juan y Malkiyías sirvió para soslayar el problema.
Y a eso de las cuatro de la tarde, después de recoger a Felipe y a Pedro y en compañía del joven Juan Marcos, que quiso unirse a nosotros, reemprendimos el camino de regreso al campamento de Getsemaní. En la casa de la familia Marcos, todo estaba listo para la cena. Las circunstancias me habían impedido tener acceso al piso superior y ello empezaba a preocuparme. Era vital para el completo desarrollo de mi misión que pudiera entrar en dicha sala, antes de que fuera ocupada por Jesús y los doce...
Al vernos llegar, David Zebedeo se apresuró a interrogarme, mientras Pedro, Felipe y Juan comunicaban a Jesús que todo estaba ultimado para la cena.
El astuto David me explicó que, dadas las circunstancias, había sugerido a Judas que le entregara algo de dinero, con el fin de ir cubriendo las necesidades del grupo.
-Ante mi sorpresa -añadió-, este malnacido no sólo no ofreció resistencia, sino que, entregándome la totalidad de los fondos líquidos y los recibos del dinero en depósito, me anunció sin titubear: «Tienes razón. Creo que es lo más adecuado... Se está tramando algo contra el Maestro y, en el caso de que me ocurriera algo, no serias molestado por nadie.» ¿Te das cuenta, Jasón? -comentó con desaliento-. Este cínico acaba de confesarme que teme por la vida de Jesús...
Aquel gesto de Judas -desprendiéndose de todo el dinero del movimiento- apuntaló aún más mi sospecha de que el traidor no actuaba precisamente por avaricia.
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A juzgar por su color azul y por su Forma, en panes cuadrados de unos 125 gramos de peso cada uno, aquella pasta tintórea debía ser una de las especies de «índigo de la India», muy apreciada en el arte del tinte.
(N. del m.)
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Hacia las cinco de la tarde, cuando apenas faltaba una hora para el ocaso, noté un movimiento inusitado en el campamento. Felipe me informó que el Maestro tenía prisa por salir hacia Jerusalén. Los apóstoles no terminaban de entender por qué el Maestro había organizado aquella reducida e inusual cena, a la que sólo podían asistir sus doce hombres de confianza. Los comentarios eran de lo más diverso. La costumbre judía establecía con gran rigor que el almuerzo pascual debía celebrarse -una vez sacrificado el obligado cordero o cabrito en el Templo- en la víspera de la Pascua propiamente dicha
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. En esta ocasión, la fiesta pascual caía en sábado por lo que era doblemente solemne, como creo que ya comenté. Si la tradicional cena religiosa debía efectuarse al día siguiente, viernes, 7 de abril y una vez oscurecido, era lógico que los discípulos se hicieran preguntas sobre el misterioso banquete organizado por el Galileo para esa noche del jueves. Sólo unos pocos -Juan, Judas Iscariote, por supuesto, y David Zebedeo- intuían que aquella cena iba a ser un acto muy especial, previo a la inmediata y fulminante captura de su Maestro.
Para mí, aquellas prisas de Jesús por abandonar el huerto fueron la señal que me impulsó a retirarme, adelantándome al grupo.
Dadas las especialísimas características de la «última cena» -a la que, insisto, sólo podían asistir Jesús y sus doce apóstoles-, Caballo de Troya había estimado que mi presencia en la misma hubiera podido quebrar el carácter íntimo que el Maestro pretendía. Era poco ético, por tanto, que yo me hubiera sentado junto a los trece. Pero la misión no podía pasar por alto un hecho tan trascendental y significativo como aquél. Yo debería recoger un máximo de información sobre lo verdaderamente ocurrido en el piso superior de la casa de los Marcos. Y
para ello, el general Curtiss había dispuesto una solución «intermedia»: además de mis indagaciones cerca de los protagonistas, la totalidad de las palabras de Jesús y de los doce serían recogidas mediante un sensible y diminuto micrófono, que yo debería ocultar en un lugar estratégico del cenáculo. (Difícilmente podía suponer entonces que aquella minúscula maravilla de la electrónica -construida con gran mimo por los especialistas de la ATT (American Telephone and Telegraph), empresa norteamericana de explotación telefónica, para nuestro proyecto- iba a constituir una de las razones que aconsejaron a Caballo de Troya un segundo
«gran viaje» a la época de Cristo...)
Después de depositar el manto que había comprado en la tintorería de Malkiyías en manos del Zebedeo, me apresuré a arrancar algunos manojos de espliego y lirios morados y blancos, que crecían en las proximidades del olivar. Y a la carrera, tomé la senda más corta hacía Jerusalén, advirtiendo al módulo que me disponía a situar el micro y la «vara de Moisés» en la casa de Elías Marcos.
El gentil y apacible cabeza de familia no se sorprendió lo más mínimo cuando le anuncié que Jesús y los doce no tardarían en llegar y que, como muestra de mi amistad y afecto hacia el Maestro, deseaba contribuir, adornando la mesa con aquel humilde pero oloroso presente. Mi plan surtió efecto y uno de los sirvientes -por indicación de Elías- me acompañó hasta el piso superior.
Ascendimos por una estrecha escalera de piedra y, al abrir una puerta de doble hoja, el improvisado «guía» me invitó a que le precediera. Así lo hice, penetrando en una espaciosa sala rectangular de algo más de 20 metros de longitud, por 6 o 7 de anchura. En el centro había sido dispuesta una mesa baja, en forma de « U » y de características muy parecidas a la que había visto en la casa de Simón, «el leproso».
Alrededor se hallaban trece divanes, orientados casi perpendicularmente a la mesa. El que ocupaba el centro, ola base de la «U», era algo más alto que los demás. Deduje de inmediato que aquél era el puesto destinado al invitado de honor; es decir, a Jesús. Uno de los divanes -
muy similares a bancos de cuatro patas, pero sin brazos ni respaldo alguno- era más bajo que el resto. Se encontraba situado en uno de los extremos de la mesa y, al verlo, deduje que el anfitrión había tenido problemas para conseguir tantas tumbonas.
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La fiesta de la Pascua judía -también llamada
hag ha-massot
o «fiesta de los ácimos»- se celebraba anualmente el 15 de Nisán, correspondiendo con el plenilunio o luna llena de la primavera. En aquel año 30, esta fecha -15 de Nisán-cayó en sábado, 8 de abril. El cordero pascual se sacrificaba la víspera (14 de Nisán) y se comía en familia, una vez oscurecido; es decir, en esta ocasión, el viernes, 7 de abril. El Galileo celebró, por tanto, la «última cena» el 13 de Nisán o jueves, 6 de abril. El mes de Nisán era el primero del año judío, correspondiendo a nuestros marzo o abril.
(N.
del m.)
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A la izquierda del comedor (tomando siempre como referencia la única puerta de entrada), y pegados prácticamente al muro de ladrillo -cuidadosamente reforzado a base de caliza- conté tres lavabos de bronce, elevados sobre el entarimado mediante sendos pies de madera. Todos ellos, curiosamente, provistos de ruedas. De esta forma, aquellos recipientes de unos cuarenta centímetros de diámetro y de escasa profundidad- podían ser trasladados cómodamente de una parte a otra del aposento. Junto a los lavabos, el
dueño de la casa había preparado varías jarras con agua, así como algunas jofainas y lienzos para el secado.
La escasa luz que penetraba por las espigadas ventanas -casi «troneras»-, que se repartían a lo largo de los muros, había obligado ya a los sirvientes a encender las lámparas de aceite. En una rápida exploración observé que las seis o siete lucernas adosadas en las paredes, y a cosa de metro y medio del suelo, no daban una llama lo suficientemente grande como para iluminar la estancia con amplitud. El defecto había sido subsanado con un farol cuadrado, en cuyo interior ardía otra carga de aceite, con una triple mecha de cáñamo. Este refuerzo, plantado en el interior de la «U» y sostenido a poco más de un metro del piso por un pie de hierro forjado bellamente trabajado, sí proporcionaba a la mesa y a sus inmediaciones una generosa claridad.
A través de las paredes de vidrio -sutilmente teñidas de color oro-, la luz del farol inundaba y bañaba de amarillo los divanes rojizos y el blanco e inmaculado mantel.
En uno de los extremos de la mesa (el más distante al lugar donde se encontraban los lavabos «rodantes»), la servidumbre habla situado el pan, el vino, el agua y varios platos con legumbres. Y sobre la mesa, en el punto correspondiente a cada uno de los invitados, trece platos de fina cerámica, decorados con estrechas bandas rojas y blancas, posiblemente trazadas a pincel por el artesano. Junto a la vajilla, cuatro copas de cristal de Sidón por comensal. La presencia de tan numerosa cristalería me hizo suponer que Jesús pensaba celebrar aquella cena, según el rito pascual.
Y por toda decoración, la sala lucía algunos tapices rojos, colgados estratégicamente en las paredes. A la derecha de la puerta, en el ángulo del cenáculo, la madre del joven Marcos había puesto un discreto toque femenino, a base de brillantes ramas de olivo y hojas de palma, firmemente sujetas en un barreño con tierra.
Tras aquella vertiginosa ojeada a la estancia, comprendí que el lugar ideal para ocultar el micrófono multidireccional era la base del farol. Desde aquel punto, equidistante de casi todos los discípulos, las voces podrían llegar con nitidez hasta el sensible receptor. Pero, al volverme hacia la puerta, la presencia del servicial acompañante me hizo desistir de mis propósitos. Tenía que quedarme solo, aunque fuera únicamente durante un par de minutos...
De pronto advertí que aún tenía las flores en mi mano izquierda y entregándoselas al sirviente le rogué que buscara algún jarrón. El buen hombre no entendía bien el griego y tuve que expresarme por señas. Por fin pareció comprenderme y se alejó, escaleras abajo, con el fin de satisfacer mi súplica.
Sin perder un segundo me hice con el micrófono, arrodillándome junto al farol. Por suerte, la base era igualmente de hierro y el dispositivo magnético se «pegó» de inmediato. Los flecos que colgaban del fanal formaron un excelente camuflaje. Retrocedí, saliendo del centro de la mesa y, dirigiéndome rápidamente al diván que presumiblemente debía ocupar el Galileo, me recosté sobre él, accionando la conexión auditiva con la nave. Eliseo respondió de inmediato.
Por espacio de varios segundos dirigí mi voz -en diferentes niveles de intensidad- hacia el farol, situado a poco más de tres metros de la curvatura de la «U». Después repetí las pruebas de sonido desde los dos extremos de la mesa.
Eliseo verificó las recepciones, anunciándome que el sonido llegaba «cinco por cinco»
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Algo más sereno, me situé entonces en el rincón donde María Marcos había dispuesto el adorno floral. En mi opinión, aquél era el único ángulo desde el que habría sido posible una completa filmación de la escena. Pero, al examinar la posición de la única lente capaz -en este caso- de registrar los acontecimientos, comprobé que existían dos obstáculos que dificultaban la filmación: por un lado, las hojas de palma ocupaban la mayor parte del campo visual. Por otro, y aunque no se hubiera dado aquel inconveniente, el lugar que tenía que ocupar el Maestro quedaba oculto en parte por el farol central.