Los discípulos y los griegos le siguieron entonces ladera arriba, hasta una plataforma rocosa, en plena cima del Olivete. Una vez allí, pidió que nos arrodilláramos a su alrededor. Yo continué de pie, al tiempo que filmaba aquella impresionante escena. El gigante, bañado por la luz de la luna, levantó los ojos hacia las estrellas y con su voz de trueno exclamó:
-¡Padre, ha llegado mi hora!... Glorifica a tu Hijo para que el Hijo pueda glorificarte. Sé que me has dado plena autoridad sobre todas las criaturas vivientes de mi reino y daré la vida eterna a todos aquellos que, por la fe, sean hijos de Dios. La vida eterna es que mis criaturas te reconozcan como el único y verdadero Dios y Padre de todos. Que crean en Aquel a quien has enviado a este mundo. Padre, te he exaltado en esta tierra y cumplido la obra que me encomendaste. Casi he terminado mi efusión sobre los hijos de nuestra propia creación.
Solamente me resta sacrificar mi vida carnal.
»Ahora, Padre, glorifícame con la gloria que tenía antes de que este mundo existiera y recíbeme una vez más a tu derecha.
Jesús hizo una breve pausa, mientras sus cabellos comenzaron a agitarse por una brisa cada vez más intensa.
Te he puesto de manifiesto ante los hombres que has escogido en el mundo y que me has dado -prosiguió-. Son tuyos, como toda la vida entre tus manos. He vivido con ellos enseñándoles las normas de la vida, y ellos han creído. Estos hombres saben que todo lo que tengo proviene de ti y que la encarnación de mi vida está destinada a dar a conocer a mi Padre en el mundo. Les he revelado la verdad que me has dado y ellos -mis amigos y mis embajadores- han querido sinceramente recibir tu palabra. Les he dicho que soy descendiente tuyo, que me has enviado a esta tierra y que estoy dispuesto a volver hacia ti... Padre, ruego por todos estos hombres escogidos. Ruego por ellos, no como lo haría por el mundo, sino como hombres a los que he elegido para representarme después que haya vuelto junto a ti. Estos hombres son míos. Tú me los has dado.
»No puedo permanecer más tiempo en este mundo. Voy a volver a la obra que m has encargado. Es preciso que deje a estos compañeros tras de mí para que nos representen y representen nuestro reino entre los hombres. Padre, preserva su fidelidad mientras me preparo para abandonar esta vida encarnada. Ayúdales a estar unidos en espíritu como tú y yo lo estamos. Son mis amigos.
«Durante mi estancia entre ellos podía velar y guiarles, pero ahora voy a partir. Padre, permanece junto a ellos hasta que podamos enviar un nuevo instructor que les consuele y reconforte. Me has dado a doce hombres y he guardado a todos menos a uno, que no ha querido mantener su comunión con nosotros. Estos hombres son débiles y frágiles, pero sé que puedo contar con ellos. Los he probado y sé que me quieren. Pese a que tengan que padecer mucho por mi culpa, deseo que estén ilusionados.
«El mundo puede odiarles como me ha odiado a mí. Pero no pido que les retires del mundo; solamente que les libres del mal que existe en este mundo. Santifícales en la verdad. Tu palabra es la verdad. Lo mismo que me has enviado a este mundo, así voy a enviarles a ellos 196
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por el mundo. Por ellos he vivido entre los hombres y consagrado mi vida a tu servicio, con el fin de inspirarles para que se purifiquen en la verdad y en el amor que les he mostrado. Bien sé, Padre mío, que no necesito rogarte que veles por ellos después de mi marcha. Y también sé que les amas tanto como yo. Hago esto para que comprendan mejor que el Padre ama a los mortales lo mismo que el Hijo.
»Deseo demostrar fervientemente a mis hermanos terrestres la gloria que disfrutaba a tu lado antes de la creación de este mundo que se conoce tan poco...
»¡Oh, Padre justo!, pero yo te conozco y te he dado a conocer a estos creyentes, que divulgarán tu nombre a otras generaciones.
»De momento les prometo que estarás cerca de ellos en el mundo, de la misma manera que has estado conmigo.
Y levantando sus largos brazos hacia el cielo, concluyó:
Yo soy el pan de la vida... Yo soy el agua viva... Yo soy la luz del mundo... Yo soy el deseo de todas las edades... Yo soy la puerta abierta a la salvación eterna... Yo soy la realidad de la vida sin fin... Yo soy el buen pastor... Yo soy el sendero de la perfección infinita... Yo soy la resurrección y la vida... Yo soy el secreto de la vida eterna... Yo soy el camino, la verdad y la vida... Yo soy el Padre infinito de mis hijos limitados... Yo soy la verdadera cepa y vosotros, los sarmientos... Yo soy la esperanza de todos aquellos que conocen la verdad viviente... Yo soy el puente vivo que une un mundo con otro... Yo soy la unión viva entre el tiempo y la eternidad...
Tras unos minutos de silencio, el Galileo pidió a sus hombres que se alzaran y -uno por uno-fue abrazándoles. Cuando llegó hasta mi, sus ojos se hallaban arrasados por las lágrimas.
Poco después, el grupo regresó al campamento.
David Zebedeo y Juan Marcos se aproximaron a Jesús y trataron inútilmente de convencerle para que se alejara de Jerusalén. A partir de aquellos instantes -casi medianoche-, el habitual buen humor del rabí desapareció. Y con palabras entrecortadas por una profunda emoción, el Maestro rogó a sus discípulos que se retirasen a dormir. A regañadientes, los apóstoles fueron acomodándose en la tienda y en sus lugares habituales de descanso. Pero antes, y mientras el Nazareno pedía a Juan, a Santiago y a Pedro que «permanecieran un poco más con él», Simón el Zelotes se dirigió con gran sigilo hacia uno de los laterales de la tienda de los hombres, abriendo un gran fardo. ¡Eran espadas!
Los ocho apóstoles restantes acudieron a la llamada del Zelotes y se enfundaron las armas.
Todos menos uno: Bartolomé. Este, rechazando el equipo de combate, exclamó:
-Hermanos míos, el Maestro nos ha dicho muchas veces que su reino no es de este mundo y que sus discípulos no deben combatir con la espada para establecerlo. A mi juicio, creo y pienso que el Maestro no precisa que empleemos las armas para defenderlo. Todos hemos sido testigos de su poder y sabemos que puede defenderse de sus enemigos si lo desea. Si no quiere resistir es porque esta línea de conducta representa su intento por cumplir la voluntad de su Padre. Por mi parte rezaré, pero no sacaré mi espada.
Al escuchar a Bartolomé, Andrés devolvió su espada. Si no me equivocaba, en total eran nueve los apóstoles que ceñían un arma en aquellos momentos. Todos menos Bartolomé, Andrés y Juan (aunque de este último no estaba muy seguro).
Por fin, francamente agotados, los apóstoles y discípulos se retiraron, estableciendo un riguroso turno de vigilancia, consistente en dos hombres armados a las puertas del campamento. Por lo que pude deducir, el grupo estaba persuadido de que la detención del Maestro por parte de los jefes de los sacerdotes no se llevaría a cabo hasta la mañana siguiente. Y se durmieron con la intención de levantarse muy de mañana, dispuestos a lo peor.
Juan, Pedro y Santiago se habían sentado en torno a la hoguera y esperaban a Jesús. Este había llamado a David Zebedeo, pidiéndole el mensajero más veloz. Al poco regresó con un tal Jacobo, que había desempeñado la función de «correo» nocturno entre Jerusalén y Beth-Saida.
Y el Nazareno le dijo:
-Vete enseguida a casa de Abner, en Filadelfia, y dile lo siguiente: el Maestro te envía sus deseos de paz. Dile también que ha llegado la hora en que seré entregado a mis enemigos y que seré muerto...
El emisario palideció, pero Jesús prosiguió sin inmutarse:
Dile igualmente que resucitaré de entre los muertos y que me apareceré a él antes de regresar junto a mi Padre. Entonces le daré instrucciones sobre el momento en que el nuevo instructor vendrá a morar en vuestros corazones.
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David y yo nos miramos. Jesús rogó entonces a Jacobo que repitiera el mensaje y, una vez satisfecho, le despidió con estas palabras:
-No temas. Esta noche, un mensajero invisible correrá a tu lado.
Mientras el Zebedeo ultimaba la partida del «correo», Jesús se dirigió a los griegos que acampaban junto a la cuba de piedra de la almazara y se despidió de ellos.
Yo permanecí sentado muy cerca de Pedro, Juan y Santiago. Los apóstoles, a pesar de sus esfuerzos, comenzaron a bajar los párpados y a dar algunas cabezadas. El Maestro regresó hasta la fogata y, cuando se disponía a alejarse con sus íntimos hacia el interior del olivar, David le retuvo unos instantes. Con la voz trémula y los ojos húmedos acertó al fin a decirle:
-Maestro, he tenido una gran satisfacción al trabajar para ti. Mis hermanos son tus apóstoles, pero me alegro de haberte servido en las cosas más pequeñas. Lamentaré de todo corazón tu partida...
Las lágrimas terminaron por rodar por sus curtidas mejillas. Y el Galileo, sin poder contener su amor hacia aquel hombre prudente y eficaz, le tomó por los hombros, diciéndole:
-David, hijo mío, los otros han hecho lo que les ordené. Pero, en tu caso, ha sido tu propio corazón el que ha respondido y servido con devoción. Tú también vendrás un día a servir a mi lado en el reino eterno.
Y antes de separarse definitivamente del Maestro, David le confesó que había dado órdenes para que su madre y su familia se trasladasen a Jerusalén. Jesús no pareció muy sorprendido.
-Un mensajero me ha comunicado -concluyó- que esta misma noche han llegado a Jericó y que mañana temprano estarán aquí.
El Nazareno le miró y respondió:
-David, que así sea.
Y uniéndose a los tres apóstoles, que esperaban al pie del olivar, se perdió en la oscuridad de la noche.
La gran tragedia estaba a punto de comenzar...
7 DE ABRIL, VIERNES
Un silencio extraño había caído sobre el campamento. Yo sabía que aquélla no iba a ser una noche como las anteriores pero, a pesar de ello, noté en el ambiente una especie de pesada turbulencia. Como si miles de fantasmas -quizá esos «mensajeros invisibles» a los que se había referido Jesús- planeasen sobre las copas de los olivos, agitando, incluso, las menguadas lenguas de fuego frente a las que yo permanecía. Y un escalofrío agitó mi espalda.
El campamento dormía cuando, al filo de las doce de la noche, y una vez que Jesús y sus tres discípulos se. perdieron entre las hileras del olivar, me levanté, advirtiendo a Eliseo que me dirigía al extremo norte del huerto. Con una rápida mirada recorrí las tiendas, la almazara y los cuerpos dormidos de los griegos y, una vez seguro de que todo se hallaba en calma, encaminé mis pasos hacia el muro que bordeaba el huerto por la cara Este y que yo había explorado ya en mi primera visita a la finca de Getsemaní. Antes de desaparecer monte arriba, David Zebedeo me había anunciado que, de mutuo acuerdo con Juan Marcos, llevarían a cabo una vigilancia extra. El, en las proximidades de la cima del Olivete -cubriendo así el flanco oriental del campamento- y el muchacho, en el sendero que serpenteaba junto a la puerta de entrada al huerto y que moría en el puente sobre el barranco del Cedrón. De esta forma, si la policía del Templo intentaba asaltar el refugio del Nazareno -bien por el camino más corto: el del Cedrón o por la cumbre del Olivete-, Marcos o el Zebedeo podrían dar la alerta, respectivamente. Pero los acontecimientos iban a desarrollarse de otra forma...
Lentamente, procurando ocultarme entre la masa de árboles, fui avanzando hacia la gruta, sin perder contacto en ningún momento con el parapeto de piedra. De acuerdo con las consignas de Caballo de Troya, mi observación de la llamada por los cristianos «la oración del huerto» debía efectuarse sin que los protagonistas de la misma tuvieran conocimiento o sospecha de mi presencia. Para ello debía saber con precisión en qué lugar permanecerían los tres apóstoles y dónde pensaba orar el Maestro. Si Jesús, como suponía, elegía las 198
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proximidades de la cueva, mi escondite sería precisamente aquella pared que cercaba la propiedad de Simón, «el leproso».
Elíseo llevaba razón. Tal y como me había advertido horas antes, la fuerte perturbación en los altos niveles de la atmósfera -al este de Palestina- empezaba a notarse sobre Jerusalén. Un viento cada vez más insistente y bochornoso agitaba los árboles, silbando como un lúgubre presagio por entre las tortuosas ramas y raíces de los olivos. El cañafístula que crecía junto a la caverna castañeteaba cada vez con más fuerza, ayudándome a orientarme.
Al alcanzar el fondo del huerto descubrí enseguida la figura del Galileo, en pie y con la cabeza baja, casi clavada sobre el pecho. Se encontraba, en efecto, a cuatro o cinco metros de la entrada de la gruta, en mitad del reducido calvero existente entre el olivar y la peña. A los pies del Maestro se extendía una de aquellas costras de caliza, blanqueada por la luna llena.
Sin perder un minuto salté al otro lado del muro y, arrastrándome sobre la maleza, rodeé la caverna, apostándome a espaldas del corpulento cañafístula. Desde allí -perfectamente oculto-, pude seguir, paso a paso, todos los movimientos y palabras de Jesús de Nazaret.
La claridad derramada por la luna me permitía ver la figura del Maestro con comodidad. Sin embargo, necesité acostumbrar mis ojos a la oscuridad que dominaba la masa de los olivos para descubrir, al fin, las siluetas de Pedro, Juan y Santiago. Los discípulos se habían sentado en tierra, acomodándose con sus mantos entre los últimos árboles, a poco más de una treintena de pasos del punto donde permanecía el Nazareno. Desde aquella distancia, y a pesar de mis esfuerzos, no pude confirmar si se hallaban dormidos o no. A los quince o treinta minutos, deduje que, al menos dos ellos, debían haber caído en un profundo sueño, a juzgar por sus posturas -totalmente echados sobre el suelo- y por los inconfundibles ronquidos de Pedro. Un tercero, sin embargo, aparecía reclinado contra el tronco de uno de los olivos, aunque no podría jurar que estuviese dormido.
De pronto, cuando me encontraba atareado preparando la «vara de Moisés», un crujido de ramas me sobresaltó. Me volví y, a cosa de diez o quince metros, mis ojos quedaron fijos en un bulto blanco que se deslizaba entre las jaras, aproximándose. Tomé el cayado en actitud defensiva y, con las rodillas en tierra, me dispuse a rechazar el ataque de lo que, en un primer momento, identifiqué como un extraño animal. Pero, cuando aquella «cosa» estaba casi al alcance de mi vara, se detuvo. ¡Era el joven Juan Marcos!