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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (65 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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En un primer momento pensé en ocultarme también en la barraca. Pero deseché la idea.

Ignoraba absolutamente el curso que podían tomar los acontecimientos y preferí mantenerme en un lugar más abierto. A ambos lados del sendero se extendían sendas plantaciones de olivos. Aquél podía ser un buen observatorio. Y rápidamente abandoné la pista, internándome en el oscuro olivar situado a la izquierda del camino. Elegí uno de los árboles más gruesos, trepando a lo alto y camuflándome entre su ramaje. Desde allí, Jesús quedaba a poco más de cinco o seis metros. Pero, de pronto, me vi asaltado por una duda que casi me hizo descender del olivo: ¿Y si el Galileo regresaba al campamento? En ese caso no tendría más remedio que arriesgarme y seguir a la tropa...

Si no me equivocaba, la distancia recorrida por Jesús desde la puerta de entrada al huerto de Simón, «el leproso», hasta aquella curva del serpenteante camino de herradura, había sido de unos cien o ciento cincuenta pasos. Y al verle allí, tan extrañamente sereno, empecé a comprender. No hacía falta ser muy despierto para suponer que su rápido alejamiento de la zona donde permanecían sus hombres sólo podía estar motivado por el deseo de que su encuentro con Judas y la policía del Sanedrín no afectase a los discípulos. El sabia que muchos de los discípulos y de los griegos disponían dé armas y probablemente quiso evitar el más que seguro riesgo de un choque armado. Si la memoria no me fallaba, en el campamento debía haber en aquellos momentos alrededor de sesenta hombres. Habría sido suficiente que cualquiera de ellos -Pedro o Simón, el Zelotes, por ejemplo- hubieran sacado sus espadas para provocar un sangriento combate. Si la versión del agente secreto de Zebedeo era correcta, a 208

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los levitas del Templo había que añadir la patrulla romana. Y esto, indudablemente, complicaba las cosas. Los legionarios de la Fortaleza Antonia no se distinguían precisamente por sus dulces modales... Yo había sido testigo de su ferocidad en el apaleamiento de un compañero. ¿Qué podía esperarse entonces de aquellos aguerridos infantes, en el caso de que se llegara a un enfrentamiento? Lo más probable es que muchos de los discípulos del Maestro habrían resultado heridos o muertos y, en el mejor de los casos, hechos prisioneros. Y Jesús, a juzgar por sus oraciones en el olivar, quería evitarlo a toda costa. ¿Qué hubiera sido de su misión y de la futura propagación del evangelio del reino silos directamente encargados de esa predicación hubieran caído esa noche en Getsemaní?

Las antorchas aparecían y desaparecían entre la espesura, acercándose cada vez más. Pedí información a Eliseo sobre la hora exacta. Era la una y quince minutos de la madrugada.

La luna seguía brillando con todo su esplendor, proporcionándome una más que aceptable visibilidad.

De pronto, y cuando el racimo de antorchas se hallaba aún a cierta distancia de la almazara sobre la que aguardaba el Maestro, vi aparecer por la vereda a un individuo. Subía a la carrera, siguiendo la dirección del campamento. Jesús, al verle, se puso en pie, saliendo al centro del camino. El presuroso caminante -a quien en un primer momento no acerté a identificar-descubrió enseguida la alta figura del Galileo, con su blanca túnica bañada por la luna. La inesperada presencia del Maestro, cortándole el paso, debió desconcertarle porque se detuvo al momento. Pero, tras unos segundos de indecisión, prosiguió su avance, esta vez sin demasiadas prisas. El misterioso personaje, envuelto en un manto oscuro, debía hallarse a unos treinta o cuarenta metros del rabí cuando, por el fondo del sendero, irrumpió en escena el pelotón que portaba las antorchas. Venia en desorden, aunque formando una larga hilera de gente. A primera vista, el número de individuos rebasaba el medio centenar.

Conforme fueron acercándose pude distinguir, entre los hombres de cabeza, alrededor de treinta soldados romanos. Vestían la misma indumentaria que yo había visto entre los legionarios de la Torre Antonia e iban armados con espadas, algunas lanzas y escudos.

Inmediatamente detrás casi mezclados con los primeros-, un tropel de 40 o 50 levitas o policías del templo, armados en su mayoría con bastones y mazas con clavos.

Mi desconcierto llegó al máximo cuando, por mi derecha, surgieron otras antorchas, diseminadas entre los olivos. No eran muchas: quizá una decena. Pero zigzagueaban a gran velocidad, descendiendo hacia el punto donde se hallaba Jesús. Por la dirección que traían supuse que se trataba de los discípulos. Y un escalofrío volvió a recorrerme el cuerpo. Si ambos bandos llegaban a enfrentarse quién sabe lo que podía ocurrir.

El grupo de mi izquierda -el que procedía de Jerusalén- siguió avanzando en silencio hasta detenerse a un tiro de piedra del Galileo.

Por su parte, los que acababan de aparecer por la derecha terminaron por concentrarse en el sendero. Una vez reagrupados, continuaron bajando, pero con gran lentitud.

Cuando el tropel que llegaba con ánimo de prender al Nazareno se detuvo, los seguidores de Jesús hicieron otro tanto. Estos últimos quedaron bastante más cerca del Maestro. Quizá a veinte o veinticinco pasos.

A la luz de las teas distinguí en primera línea a Pedro. Y con él, Juan, Santiago y una veintena de griegos. Sin embargo, por más que forcé la vista, no vi a Simón, el Zelotes, ni tampoco al resto de los apóstoles y discípulos. Aquello significaba que no habían sido despertados.

Durante unos minutos que se me antojaron interminables, sólo el viento silbó entre los olivos, agitando las llamaradas de las hachas de ambos grupos.

Jesús -en medio- seguía pendiente de aquel hombre que se había destacado de la turba procedente de la ciudad santa.

Cuando faltaban apenas unos metros para que dicho personaje llegase a la altura del rabí, la luna hizo resaltar la palidez de su rostro: ¡Era Judas!

Pero, ¿por qué se había adelantado a la tropa?

Aquella incógnita seria resuelta a la mañana siguiente, poco antes del fatal e inesperado suceso que provocaría la muerte del Iscariote...

(Una vez más, Judas había maquinado sus planes con tanta astucia como ruindad.) 209

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Y al fin, Jesús reaccionó. Con gran aplomo arrancó hacia Judas pero, al llegar a su altura, se desvió hacia la linde izquierda del camino, esquivando al traidor. El Iscariote, perplejo, se revolvió al momento. El Maestro había continuado en dirección a la soldadesca, deteniendo sus pasos a pocos metros del grupo. Y desde allí, con gran voz, interpeló al que parecía el jefe:

-¿Qué buscas aquí?

El soldado romano, que a juzgar por su casco con un penacho de plumas rojas y su espada (situada en el costado izquierdo), debía ser un oficial, se adelantó a su vez y, en griego, respondió:

-¡A Jesús de Nazaret!

El Maestro avanzó entonces hacia el posible centurión y con gran solemnidad exclamó:

-Soy yo...

Al escuchar las serenas y majestuosas palabras de aquel gigante, los cinco o seis legionarios que ocupaban la primera línea retrocedieron bruscamente. Este súbito movimiento hizo que algunos de ellos tropezaran con los compañeros situados inmediatamente detrás, provocando una serie de grotescas caídas. Entre los que dieron con sus huesos en tierra había también varios que portaban antorchas. Y éstas, al desparramarse sobre los caídos, contribuyeron a multiplicar la confusión. El oficial, indignado, retrocedió hasta el grupo de cabeza y comenzó a golpear a los torpes y vacilantes soldados con el bastón que llevaba en su mano derecha.

(Aquella escena me trajo a la memoria el relato evangélico de Juan: el único que habla de esta caída generalizada de parte de la tropa que había llegado para prender al Maestro. Pero, lejos del carácter milagroso que algunos teólogos y exégetas han querido ver en dicho suceso, la única verdad es que aquellos hombres rodaron por el suelo como consecuencia de un movimiento mal calculado. Otro asunto es por qué retrocedieron. En mi opinión, es posible que sintieran miedo. Casi todos habían visto a Jesús cuando predicaba en la explanada del templo y también era muy probable que hubieran sabido de sus prodigios y de su poder. Si unimos esto a la valentía con que el Galileo se presentó ante ellos, quizá ahí tengamos la respuesta...) Mientras los infantes romanos se incorporaban y recomponían su maltrecha dignidad, Judas -

cuyos planes no estaban saliendo tal y como él había previsto, según pude averiguar horas más tarde- se acercó al Nazareno, abrazándole. E inmediata y ostensiblemente -de forma que todos pudiéramos verle- se alzó sobre las puntas de sus sandalias, estampando un beso en la frente de Jesús, al tiempo que le decía:

-¡Salud, Maestro e Instructor!

Y el Galileo, sin perder la calma, le respondió:

-¡Amigo...!. no basta con hacer esto. ¿Es que, además, quieres traicionar al Hijo del Hombre con un beso?

Antes de que Judas pudiera reaccionar, el Maestro se zafó del abrazo del traidor, encarándose nuevamente con el oficial romano y con el resto de ¡a tropa.

-¿Qué buscan?

-¡A Jesús de Nazaret! -repitió el oficial.

-Ya te he dicho que soy yo... Por tanto -prosiguió Jesús-, si al que buscas es a mí, deja a los demás que sigan su camino... Estoy dispuesto a seguirte...

El oficial encontró razonable la petición del Nazareno. Se situó a su lado y, cuando se disponía a regresar a Jerusalén, uno de los guardianes del Sanedrín salió del pelotón abalanzándose sobre Jesús. Llevaba en sus manos una cuerda. Y a pesar de que el jefe de la patrulla romana no había dado tal orden, aquel sirio, que respondía al nombre de Malchus o Malco, se apresuró a sujetar los brazos del rabí, tratando de atarlos por la espalda.

Al verlo, el oficial levantó su bastón, dispuesto sin duda a espantar a aquel intruso, Pero la fulminante entrada en acción de Pedro y sus compañeros arruinaría los propósitos del responsable del prendimiento.

Efectivamente, con una rapidez vertiginosa, Pedro y el resto -indignados por la acción de Malco- se precipitaron sobre él. Simón, Santiago y algunos de los griegos habían desenfundado sus espadas y, lanzando todo tipo de imprecaciones, se dispusieron al ataque.

Antes de que la escolta romana tuviera tiempo de proteger a Malco, Pedro -espada en alto-cayó sobre el aterrorizado siervo del sumo sacerdote, lanzando un violento mandoble sobre su cráneo. En el último segundo, Malco logró echarse a un lado, evitando así que la potente izquierda de Simón le abriera la cabeza. El filo de la espada, sin embargo, rozó la parte derecha de su cara, rebañándole la oreja e hiriéndole en el hombro.

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Jesús levantó entonces su brazo hacia Pedro y con gran severidad recriminó su acción:

-¡Pedro, envaina tu espada...! Quienquiera que desenvaine la espada, morirá por la espada.

¿No comprendéis que es voluntad de mi Padre que beba esta copa? ¿No sabéis que ahora mismo podría mandar a docenas de legiones de ángeles y sus compañeros me librarían de las manos de los hombres?

Los discípulos -y especialmente Pedro- quedaron aturdidos. No entendían las palabras del Maestro y, mucho menos, su docilidad ante aquellos enemigos.

Malco seguía retorciéndose y aullando de dolor cuando Jesús se inclinó sobre él. Con una gran firmeza retiró la mano del sirio del ensangrentado oído, colocando la palma de su diestra sobre la herida. En cuestión de segundos, los quejidos disminuyeron, haciéndose cada vez más espaciados y débiles. Después, el rabí repitió la operación, depositando su mano sobre el hombro.

Desde lo alto del árbol no pude verificar qué clase de curación efectuó el Galileo. Sin embargo, lo que sí estaba claro es que había detenido la copiosa hemorragia y «congelado»

prácticamente el dolor de aquel desdichado. (En el transcurso de las dos siguientes e intensas jornadas, antes de mi definitivo regreso al módulo, traté por todos los medios de localizar al mencionado sirio e inspeccionar el tajo que le había propinado Pedro. Sin embargo, mis esfuerzos resultaron baldíos.)

La belicosa actitud de Pedro y de sus compañeros sólo sirvió para empeorar las cosas. El oficial romano ignoró las pacíficas palabras y el gesto humanitario de Jesús para con Malco y ordenó a sus legionarios que sujetaran al Nazareno, amarrando sus muñecas a la espalda.

Mientras le maniataban, el Maestro, profundamente dolorido por aquella humillación, se dirigió a los levitas y soldados quienes, con las espadas y bastones dispuestos para repeler cualquier otro ataque, contemplaban la escena:

-¿Para qué sacan sus espadas y palos contra mí, como si fuera un ladrón? Todos los días he estado con vosotros en el templo, educando y enseñando públicamente al pueblo, sin que hicierais nada para detenerme...

Pero nadie respondió.

Una vez inmovilizado con gruesas cuerdas, el oficial se dirigió a sus hombres, ordenando que prendiesen también a aquel «grupo de fanáticos», según sus propias palabras. Pero la patrulla no reaccionó a tiempo y Pedro y sus compañeros huyeron del lugar, arrojando las antorchas contra los romanos. Este nuevo lapsus de la escolta fue más que suficiente como para que la veintena de seguidores del Maestro se desperdigara ladera arriba, entre los olivares. La casi totalidad de los legionarios salió en su persecución. Sin embargo, los discípulos -mejores conocedores del terreno y con un pánico lo suficientemente grande como para volar, más que correr- no tardaron en desaparecer. La prueba es que, a los cinco o diez minutos, la tropa regresó al camino, iniciando el retorno a Jerusalén. El Maestro, fuertemente escoltado, no tardó en desaparecer con el grupo en uno de los recodos del sendero.

Eran las dos menos diez de la madrugada...

El vocerío de los legionarios fue disipándose. Y allí quedé yo, con el corazón encogido y sumido en un silencio de muerte. Pero debía seguir mi misión. Así que, procurando no hacer excesivo ruido, descendí de la copa del olivo. Mis ideas -lo reconozco- no se hallaban muy claras. Durante varios segundos, y todavía al pie del árbol, dudé. ¿Qué camino debía tomar?

Tratar de volver al campamento e incorporarme a lo que quedase del grupo de griegos y discípulos no me pareció lo mejor. Además, ¿quién sabe dónde podían haber ido a parar? Era mucho más lógico seguirlas huellas del pelotón de soldados y policías del Templo. Pero, ¿cómo llegar hasta ellos sin levantar sospechas y, lo que era peor, sin que me detuviesen?

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