Caballo de Troya 1 (31 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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En su mayoría se trataba de «intermediarios», que comerciaban con los animales que debían ser sacrificados en la Pascua. Allí se vendían corderos, palomas y hasta bueyes. En muchos de los tenderetes, que no eran otra cosa que simples tableros de madera montados sobre las propias jaulas o, cuando mucho, provistos de patas o soportes plegables, se ofrecían y

«cantaban» al público muchos de los productos necesarios para el rito del sacrificio pascual: aceite, vino, sal, hierbas amargas, nueces, almendras tostadas y hasta mermelada. Y en mitad de aquel mercado al aire libre pude distinguir también una larga hilera de mesas de los llamados «cambistas» -griegos y fenicios en su mayoría- que se dedicaban al cambio de monedas. La circunstancia de que muchos miles de peregrinos fueran judíos residentes en el extranjero había hecho poco menos que obligada la presencia de tales «banqueros». Allí vi monedas griegas (tetradracmas de plata, didracmas áticos, dracmas, óbolos, calcos y leptones o «calderilla» de bronce), romanas (denarios de plata, sextercios de latón, dispondios, ases o

«assarius», semis y cuadrantes) y, naturalmente, todas las variantes de la moneda judía (denarios, maas y pondios -todos ellos en plata- y ases, musmis, kutruns y perutás, en bronce, entre otras).

Estos «cambistas» ofrecían, además, un importante servicio a los hebreos, ya que les proporcionaban -«in situ»- el cambio necesario para poder satisfacer el obligado tributo o contribución al tesoro del templo. Su presencia en el lugar, por tanto, era tan antigua como tolerada. Y hago estas puntualizaciones previas porque, al día siguiente, lunes -3 de abril-, yo iba a ser testigo de excepción de un hecho histórico -la mal llamada «expulsión de los mercaderes del templo por Jesús»- que, a juzgar por lo que pude ver, no había sido descrita correctamente por los evangelistas.

Mientras el Maestro y sus discípulos paseaban por entre los puestos de venta, contemplando los preparativos para la Pascua, yo aproveché para cambiar algunas de mis pepitas de oro por moneda romana y hebrea, a partes iguales. En total, y después de no pocos regateos con uno de aquellos malditos especuladores fenicios, obtuve cuatrocientos denarios de plata y varios cientos de ases o moneda fraccionaria por casi la mitad de mi bolsa.

Al contemplar al rabí de Galilea, rodeado de sus amigos, departiendo pacíficamente con aquellos cientos de mercaderes, me asaltó una inquietante duda: ¿cómo podía mostrarse Jesús tan tranquilo y natural con aquellos «cambistas» e «intermediarios», cuando el evangelio afirma que, en una de sus múltiples visitas al templo, la emprendió a latigazos con ellos, haciendo saltar por los aires las mesas? La explicación -lógica y sencilla- llegaría, como digo, al día siguiente...

Poco a poco, la multitud que le había seguido, incluso, hasta la gran explanada que rodea el Santuario, fue olvidando al Nazareno, y el Maestro, en compañía de sus discípulos, penetró en el templo por el Pórtico Corintio, perdiéndose en su interior. Yo no tuve más remedio que esperar en el atrio de los Gentiles. Esta circunstancia me impediría estar presente en el conocido suceso de la viuda que, en aquellos momentos, debió acudir hasta uno de los

«cepillos» donde los judíos depositaban su contribución para el sostenimiento del templo. A la salida del grupo, Andrés me refirió la lección que acababa de darles Jesús y que, en esencia, ha sido correctamente narrada por los evangelistas. Lo que yo no sabia es que esos «cepillos», en número de trece, estaban estratégicamente situados en una sala que rodeaba el atrio de las mujeres. (Las hebreas no podían salir de ese recinto y entrar en los patios de los hombres o de los sacerdotes.) Eran recipientes en forma de trompeta -estrechos por su boca y anchos en el fondo- para protegerlos de los ladrones. El tercero de estos «cepillos» estaba al cargo de un tal Petajia, responsable de los sacrificios de las aves y que controlaba el dinero que se depositaba en dicho tercer «cepillo». (En lugar de realizar la ofrenda de los animales, el judío podía entregar el equivalente en dinero.) Pues bien, este Petajía -cuyo verdadero nombre era Mardoqueo- había recibido este mote a causa de su extraordinaria facilidad como políglota:

¡sabía setenta lenguas! (La palabra
pataj
significa «abría»; es decir, «abría» las palabras al interpretarlas.) Aquella alusión de Andrés iba a resultar altamente provechosa para mí, ya que -

días después- el tal Petajía iba a jugar un papel destacado en una de las negaciones de Pedro...

Mientras aguardaba la salida del grupo del interior del Santuario, me senté muy cerca de los mercaderes y pude asistir a un fenómeno que, al parecer, era frecuente en la compra-venta.

Muchos de los «intermediarios» abusaban cruelmente de los hebreos más humildes, llegando a 102

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venderles una tórtola por nueve y diez ases. (Si tenemos en cuenta que el precio normal de estas aves en Jerusalén era de 1/8 de denario o 3 ases, las ganancias de estos usureros resultaban desproporcionadas.)
1
.

Pero lo más irritante es que aquel saneado negocio era propiedad de la poderosa familia de Anás, ex sumo sacerdote. Esto sí explicaba la tolerancia del comercio de animales para el sacrificio en aquel lugar, a pesar de la santidad del mismo. (También aquella observación iba a resultar importante para comprender lo que sucedería al día siguiente.) Indignado con aquellas miserables actitudes de los «intermediarios», procuré distraerme, lijando un máximo de detalles de cuanto tenía a mi alrededor. Conté, incluso, el número de columnas del Pórtico Regio: 162 esbeltas pilastras de estilo corintio. Las balaustradas habían sido trabajadas en piedra. Una de ellas -de tres codos de altura (157,5 centímetros)- separaban el atrio interior y el exterior, accesible a nosotros, los paganos. En algunas zonas de esta balaustrada exterior habían sido grabadas también las mismas advertencias que yo había leído sobre varias de las puertas de acceso al templo. Los pórticos que rodeaban esta inmensa explanada -cuidadosamente enlosada con piedras de diferentes colores- estaban cubiertos con artesonados de madera de cedro, traída posiblemente de los bosques del Líbano.

Cuando vi aparecer a los primeros discípulos, un grupo de griegos que había llegado en aquellos días a Jerusalén y que, por supuesto, habían oído hablar de Jesús, se acercaron a Felipe y le expusieron su deseo de conocer al Maestro. Jesús no había salido aún del templo y el discípulo fue a consultar al apóstol que, hasta después de la resurrección del Galileo, ostentaría la autoridad moral del grupo: Andrés, el hermano de Pedro. Este pescador me había llamado la atención desde un primer momento por su seriedad. Casi siempre aparecía silencioso, como preocupado y distante. Quizá esa introversión se debiera a su cultura rudimentaria o a su acentuada timidez. Era algo más delgado que su hermano, más o menos de la misma estatura (1,60 metros, aproximadamente), cabeza pequeña y cabello fino y abundante, a diferencia de Pedro, que sufría una extrema calvicie. Aparecía siempre pulcramente afeitado. Es de suponer que fuera algo mayor que Pedro, aunque la calvicie de aquél le hacia parecer más viejo.

Andrés escuchó en silencio el mensaje de su compañero y, tras observar al grupo de griegos, regresó con Felipe al interior del Santuario. Al poco aparecía Jesús quien, gustosamente, departió con aquellos gentiles.

Algunos de los griegos sabían del misterioso anuncio del rabí sobre su muerte y le interrogaron sobre ello. Jesús les respondió:

-En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo arrojado a la tierra no muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto...

-¿Es que es preciso morir para vivir? -preguntó uno de los gentiles visiblemente extrañado ante las palabras del Maestro.

-Quien ama su vida -le contestó Jesús-, la pierde. Quien la odia en este mundo, la conservará para la vida eterna.

-¿Y qué nos ocurrirá a nosotros -preguntaron nuevamente los griegos- si te seguimos?

-El que se acerca a mí, se acerca al fuego. Quien se aleja de mí, se aleja de la vida.

Uno de los que escuchaban interrumpió al Galileo, replicándole que aquellas palabras eran similares a las de un viejo refrán griego, atribuido a Esopo: «Quien está cerca de Zeus, está cerca del rayo.»

-A diferencia de Zeus -comentó el Maestro- yo sí puedo daros lo que ningún ojo vio, lo que ningún oído escuchó, lo que ninguna mano tocó y lo que nunca ha entrado en el corazón del hombre. Si alguno de vosotros quiere servirme -concluyó- que me siga. Donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguien me sirve, mi Padre lo honrará...

Pero los griegos no parecían muy dispuestos a ponerse a las órdenes del rabí y terminaron por alejarse.

Jesús, sin poder disimular su tristeza, comentó entre sus discípulos: «Ahora, mi alma está turbada... ¿Qué diré? Padre, ¡líbrame de esta hora!...»

1
Cuando interrogué a Andrés sobre la cantidad de dinero que había depositado la viuda en el cepillo del templo, éste me señaló que creyó ver un total de dos lepta o 1/4 de as. En otras palabras, pura calderilla. (Una nación diaria de pan venía costando en Jerusalén un par de ases. Lo normal es que con un as pudieran comprarse dos pájaros.) (N. del m.)

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Sin embargo, el Cristo pareció arrepentirse al momento de aquellos pensamientos en voz alta y añadió, de forma que todos sus seguidores pudieran oírle:

-Pero para esto he venido a esta hora...

Y levantando su rostro hacia el encapotado cielo de Jerusalén, gritó:

-¡Padre, glorifica tu nombre!

Lo que aconteció inmediatamente es algo que no sabría explicar con exactitud. Nada más pronunciar aquellas desgarradoras palabras, en la base -o en el interior- de los cumulonimbus que cubrían la ciudad (y cuya altura media, según me confirmó Eliseo, era de unos seis mil pies) se produjo una especie de relámpago o fogonazo. De no haber sido por la potente y metálica voz que se dejó oír a continuación, yo lo habría atribuido a una posible chispa eléctrica, tan comunes en este tipo de nubes tormentosas. Pero, como digo, casi al unísono de aquel «fogonazo», los cientos de personas que permanecíamos en la gran explanada pudimos escuchar una voz que, en arameo, decía:

-Ya he glorificado y glorificaré de nuevo.

La multitud, los discípulos y yo mismo quedamos sobrecogidos. Al fin, la gente comenzó a reaccionar y la mayoría trató de tranquilizarse, asegurando que «aquello» sólo había sido un trueno. Pero todos, en el fondo de nuestros corazones, sabíamos que un trueno no habla...

Los hebreos volvieron a agolparse en torno al Maestro y éste les anunció:

-Esta voz ha venido, no por mi, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo: ahora va a ser expulsado el príncipe de este mundo. Y yo, levantado de la tierra, atraeré a todos los hombres hacia mí...

Pero, tal y como me temía, aquella turba no entendió una sola palabra. Los propios discípulos se miraban entre sí, como diciendo:

«¿de qué está hablando?»

Algunos de los sacerdotes que habían salido del santuario al escuchar aquella enigmática voz, le replicaron «que ellos sabían por la Ley que el Mesías viviría siempre». Jesús, sin inmutarse, se volvió hacia los recién llegados y les contestó:

-Todavía un poco más de tiempo estará la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz y que no os sorprenda la oscuridad:

el que camina en la oscuridad no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz...

-Somos nosotros, los sacerdotes -arremetieron los representantes del templo, tratando de ridiculizar a Jesús-, quienes tenemos la potestad de enseñar la luz y la verdad a éstos...

El rabí, señalando con su mano derecha a la muchedumbre, replicó:

-¡Ciegos!... Veis la mota en el ojo de vuestro hermano, pero no veis la viga en el vuestro.

Cuando hayáis logrado quitar la viga de vuestro ojo, entonces veréis con claridad y podréis quitar la mota del ojo de éstos...

Jesús, entonces, cruzó las murallas del templo, seguido por sus más allegados.

La noche no tardaría en caer y el Maestro, tal y como tenía por costumbre, cruzó el barrio viejo de Jerusalén, en dirección a la puerta de la Fuente, con el fin de descansar en Betania.

Durante la entrada triunfal del Nazareno en la ciudad la aglomeración había sido tal que, francamente, apenas si tuve oportunidad de fijarme en las calles y edificaciones. Ahora, en cambio, fue distinto. Al dejar atrás los 195 metros del muro exterior del hipódromo, el grupo se deslizó por las estrechísimas callejas -casi todas en declive- de la ciudad vieja. Jerusalén se dividía entonces en dos grandes núcleos: este sector por el que ahora circulábamos (conocido también como
sûq-ha-tajtôn
o Akra) y la zona alta o
sûq-haelyon,
ubicada al noroeste. Ambas

«ciudades» estaban separadas por una depresión o valle: el Tiropeón. Aquella raíz
-sûq-designaba la naturaleza de ambos lugares. Esta palabra significa «bazar». Y eso es lo que pude ver en este y en sucesivos recorridos por Jerusalén: un sinfín de «bazares» en los que se vendía de todo.

Cada uno de los sectores de la ciudad estaba cruzado por sendas calles principales, adornadas con columnatas: la gran calle del mercado, en la zona alta. Y la pequeña calle del mercado, en la ciudad vieja
1
. Estas dos «arterias» comerciales estaban unidas por un enjambre de calles transversales que constituían un laberinto. En esa red de callejuelas -la mayoría sin
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Ésta corresponde a la actual calle el-Wad. (N. del m.) 104

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empedrar y sumidas en un pestilente olor, mezcla de aceite quemado, guisotes y orines arrojados al centro de las vías- se hacinaban miles de viviendas, casi todas de una sola planta y con las paredes desconchadas.

Pero el grupo, encabezado siempre por Jesús, evitó aquellas incómodas y oscuras callejas, dirigiendo sus pasos por una de las calzadas más anchas de esta parte baja de Jerusalén. Ante mi sorpresa, entramos de pronto en una calle de casi ocho metros de ancho, perfectamente empedrada, que desembocaba junto a la piscina de Sibé.

Las antorchas y lucernas -estratégicamente situadas sobre los muros de las casas-empezaban ya a alumbrar la noche de la ciudad santa. Sin embargo, y a pesar de las súbitas tinieblas, el tráfico de peatones era incesante. A las puertas de los edificios de aquella calle, de más de doscientos metros de longitud, observé numerosos artesanos, enfrascados por entero en sus labores o en interminables regateos con los posibles compradores. En aquella zona baja o vieja se habían afincado las profesiones más nobles y consideradas de Jerusalén. Los paganos, prosélitos e «impuros», en cambio, tenían sus dominios en la parte alta. El fanatismo de los judíos en este sentido había llegado a tal extremo que, por ejemplo, el esputo de un habitante de la ciudad alta era considerado como impuro; cosa que no ocurría con las expectoraciones de los residentes en esta área de la ciudad. Andrés me explicó que, en el fondo, todo había arrancado a raíz de la instalación de los «bataneros» o blanqueadores de tejidos en dicha zona alta. Estos aparecían entre las profesiones «despreciables» de la comunidad israelita.

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