Caballo de Troya 1 (26 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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No fue necesario que Judas me señalara a su Maestro. El gigante se hallaba rodeado de una decena de niños, ¡jugando!

Aquel espectáculo me fascinó de tal forma que, en silencio, casi de puntillas, rodeé la pequeña explanada, sentándome en los primeros peldaños de la escalinata. Y allí permanecí, absorto, disfrutando como los pequeños.

Jesús se había desembarazado de su manto. Su espléndida túnica blanca aparecía esta vez ceñida por un cordón. Entre la algarabía de los pequeñuelos, destacaba a ratos su risa, limpia y rotunda como aquella luminosa mañana. En verdad, lo que más me emocionó fue comprobar cómo aquel hombre hecho y derecho -capaz de desafiar a los sumos sacerdotes o de resucitar a los muertos- saltaba, corría o caía por los suelos, entregado por completo a las exigencias de aquella gente menuda.

Algunas mujeres se asomaban disimuladamente por el atrio, contemplando la escena y escabulléndose a continuación entre risas mal contenidas.

Uno de aquellos juegos era especialmente curioso. El Galileo se situaba de espaldas al grupo de niños y lanzaba un palitroque hacia atrás, de forma que cayera lo más cerca posible de la chiquillería. Los muchachos se disputaban la posesión del palo hasta que uno de ellos -

generalmente el que más saltaba- se hacía con él. En ese instante, tanto Jesús como el resto corrían en todas direcciones mientras el «propietario» del «testigo» se esforzaba por perseguir v tocar con el palo a cualquiera de los jugadores. No era casualidad que todos los niños pretendieran «cazar» al rabí. Pero éste, lejos de dar facilidades, los volvía locos, esquivándolos y burlándolos entre los árboles y arbustos.

No sé cuánto tiempo duró aquello. Quizá una o dos horas...

Súbitamente me asaltó un presentimiento. O mucho me equivocaba o aquellos iban a ser los últimos juegos de Jesús de Nazaret.

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De pronto, cuando más punzante era aquella inexplicable melancolía, el Maestro detuvo el juego. Retiró de sus ojos la venda de tela con la que jugaba a la «gallinita ciega» y acarició a los pequeños, dando por terminada la diversión.

Aunque Jesús había tenido múltiples oportunidades de verme allí, sentado, fue en ese momento cuando dirigió su mirada hacia mí. Los niños se desperdigaron por el jardín y el Maestro avanzó hacia las escalinatas. Traté de ponerme en pie, pero el rabí extendió su mano, indicándome que no me moviera.

Se sentó a mi lado, con la respiración aún agitada y la frente empapada por el sudor.

-Jasón, amigo, ¿qué te sucede?

Aquel descubrimiento volvió a sumirme en la confusión. El Maestro, sin mirarme siquiera y sin esperar una respuesta -¿qué clase de respuesta podía haberle dado?- prosiguió con un tono de complicidad que adiviné al instante.

Tú estás aquí para dar testimonio y no debes desfallecer.

-Entonces sabes quién soy...

Jesús sonrió y pasando su largo brazo sobre mis hombros, señaló hacia la puerta del jardín, donde aún montaban guardia sus discípulos.

-Pasará mucho tiempo hasta que ésos y las generaciones venideras comprendan quién soy y por qué fui enviado por mi Padre... Tú, a pesar de venir de donde vienes, estás más cerca que ellos de la Verdad.

-No comprendo, Maestro, por qué tus hombres van armados. Muy pocos lo creerían... en mi tiempo.

-Los que están conmigo -respondió con un timbre de tristeza- no me han entendido.

-Señor, ¡hay tantas cosas de las que desearía hablarte!...

-Aún tenemos tiempo. Bástele a cada día su afán.

Era irritante. Tanto tiempo aguardando aquella oportunidad y ahora, mano a mano con El, no sabía qué decir ni qué preguntar...

-Antes me has preguntado qué me ocurría -le comenté intrigado- ¿Cómo has podido darte cuenta?

-Levanta la piedra y me encontrarás allí. Corta la madera y yo estoy allí. Donde hay soledad, allí estoy yo también...

-¿Sabes?, toda mi vida me he sentido solo.

Jesús replicó de forma fulminante:

-Yo soy la luz que está sobre todos. Hay muchos que se tienen junto a la puerta, pero, en verdad, te digo que sólo los solitarios entrarán en la cámara nupcial.

-Me tranquiliza saber que también los que dudamos tenemos un rincón en tu corazón...

El gigante sonrió por segunda vez. Pero esta vez sus ojos brillaron como el bronce pulido.

-El mundo no es digno de aquel que se encuentra a si mismo...

-Mil veces me he hecho la misma pregunta: ¿por qué estamos aquí?

-El mundo es un puente. Pasad por él pero no os instaléis en él.

-Pero -insistí- no has respondido a mi pregunta...

-Sí, Jasón, silo he hecho. Este mundo es como la antesala del Reino de mi Padre. Prepárate en la antesala, a fin de que puedas ser admitido en la sala del banquete. ¡Sé caminante que no se detiene!

-Pero, Señor conozco a muchos que se han «instalado» en su sabiduría y que dicen poseer la Verdad...

-Dime una cosa, Jasón. ¿Dónde crece la simiente?

-En la tierra.

-En verdad te digo que la verdadera sabiduría sólo puede nacer en el corazón que ha llegado a ser como el polvo... El sabio y el anciano que no duden en preguntar a un niño de siete días por el lugar de la Vida, vivirán. Porque muchos primeros serán últimos y llegarán a ser uno.

-Tú hablas de la Verdad, pero ¿dónde debo buscarla?

-Si los que os guían os dicen: «Mirad, el Reino está en el cielo»; entonces, los pájaros del cielo os precederán. Si os dicen que está en el mar, entonces los peces del mar os precederán.

Pero yo te digo que el Reino de mi Padre está dentro y fuera de vosotros. Cuando os conozcáis seréis conocidos y sabréis que sois los hijos del Padre viviente. Mas si no os conocéis, estaréis en la pobreza y vosotros seréis la pobreza.

El rabí debió notar mi confusión. Y añadió:

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-¿Alguna vez has escuchado a tu propio corazón? Asentí sin saber a dónde quería ir a parar.

-El secreto para poseer la Verdad sólo está en mi Padre. Y en verdad te digo que mi Padre siempre ha estado en tu corazón. Sólo tienes que mirar «hacia adentro»... Bienaventurado el que busca, aunque muera creyendo que jamás encontró. Y dichoso aquél que, a fuerza de buscar, encuentre. Cuando encuentre, se turbará. Y habiéndose turbado, se maravillará y reinará sobre todo.

-Señor, yo miro a mi alrededor y me maravillo y entristezco a un mismo tiempo...

-Yo te aseguro, Jasón, que todo aquel que sabe ver lo que tiene delante de sus ojos recibirá la revelación de lo oculto. No hay nada oculto que no será revelado.

Mi timidez inicial se fue disipando. El calor y la cordialidad de aquel Hombre terminaban por quebrar los muros más inexpugnables. Pero nuestra conversación se vio súbitamente interrumpida por varios de los discípulos. La multitud que se agolpaba a las puertas de la casa de Simón reclamaba al rabí y los hombres del Nazareno se sentían impotentes para contenerlos.

Cuando el Maestro se alejó me juré a mí mismo que buscaría nuevas oportunidades para conversar con El y exponerle mis interminables dudas.

Me fui tras Él. La multitud que yo había visto a las puertas del jardín de la casa de Simón estalló al ver al Maestro. Pero Jesús no se movió del portalón. Allí, flanqueado por sus discípulos, saludó a los peregrinos. Pero éstos, enterados del milagro que había hecho con Lázaro, no se contentaron con verle y empezaron a pedirle una señal. Yo no salía de mi asombro. A juzgar por sus gritos, aquellos hebreos -galileos en su mayoría- no pretendían escuchar al Nazareno. Lo único que verdaderamente les importaba era asistir a otro prodigio...

Jesús, con evidentes muestras de desilusión, alzó sus brazos y se hizo el silencio. Un silencio expectante. Y muchos de los allí congregados comenzaron a sentarse en el suelo, convencidos de que su larga caminata no sería estéril y que pronto contemplarían otro «espectáculo». Pero el Maestro, en tono enérgico, les dijo:

« ¡Necios!... Yo aparecí en medio del mundo y en la carne fui visto Por ellos. Y hallé a todos los hombres ebrios, y entre ellos no encontré a ninguno sediento... Mi espíritu se dolió por los hijos de los hombres, porque son ciegos de corazón y no ven.»

Y antes de que ninguno de los presentes pudiera reaccionar dio media vuelta, perdiéndose a paso ligero en dirección a la mansión de su anfitrión.

Sinceramente, me alegré. Aquella turba, sedienta de emociones y prodigios, no se merecía otra cosa. Poco a poco fui dándome cuenta que las multitudes apenas si habían asimilado el mensaje de aquel Hombre. Ni siquiera los más cercanos -tal y como comprobaría al día siguiente, con motivo de la entrada triunfal en Jerusalén- habían distinguido a aquellas alturas del ministerio de Cristo de qué «reino» hablaba el Maestro. Empezaba a comprender el verdadero alcance de aquellas frases del rabí, pronunciadas poco antes, en las escalinatas:

«Los que están conmigo no me han entendido...»

Hacia las tres de la tarde, en compañía de Lázaro y sus hermanas, entraba por primera vez en el patio porticado de la casa de Simón. El anciano iba recibiendo en el centro del recinto al medio centenar largo de comensales. Todos -conocidos o no del jefe de la casa- eran saludados con el ósculo o beso de la paz. Inmediatamente, los familiares y servidores del antiguo leproso, acompañaban a los invitados hasta los puestos que se les había asignado, en torno a una mesa muy baja y en forma de U. A diferencia del patio de la casa de Lázaro, el de Simón aparecía cubierto en su totalidad por un toldo o lona, sujeto por sogas a los capiteles de las columnas que rodeaban el hermoso lugar. La cisterna central había sido cubierta con tablas, de tal forma que en el Centro de la U quedaba un espacio más que sobrado como para permitir el movimiento de los servidores.

Al llegar frente a Simón, Lázaro se encargó de presentarme al anciano. Al besarle comprobé cómo su mejilla derecha conservaba aún las profundas cicatrices de su enfermedad. Parte del ojo, así como esa misma zona del labio superior se hallaban prácticamente rotas y deformadas.

La barba blanca y abundante no terminaba de ocultar la huella del terrible mal. La mano izquierda había quedado mutilada en las últimas falanges de los tres dedos centrales.

Sin embargo, el venerable anciano parecía haber olvidado aquellos años difíciles y ahora se mostraba feliz y satisfecho, luciendo sus mejores galas: una túnica de lino, teñida en púrpura y un manto de brillante seda a franjas azules y escarlatas.

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Cuando Lázaro y yo acudimos hasta nuestros respectivos puestos en la mesa, comprobé con alivio que el resucitado había sido asignado a mi lado. Instintivamente miré a Marta, que permanecía de pie junto al resto de las mujeres, y sonrió maliciosamente.

Siguiendo la costumbre, tuve que reclinarme sobre mi costado derecho
1
. Aunque los judíos comían habitualmente sentados en sillas o taburetes, en las grandes ocasiones -y aquélla era una fiesta en la que ambas aldeas, Betania y Betfagé, rendían un sincero homenaje al Maestro-los hebreos habían ido adoptando la tradición helenística de almorzar reclinados sobre cómodos cojines y esteras.

La única excepción, en este caso, fue Jesús. Como invitado de honor ocupaba el centro de la U, habiendo sido preparado una especie de diván bajo, que apenas sobresalía de la mesa.

Aunque todos los invitados habían recibido en la mañana del viernes la correspondiente invitación, con los nombres, incluso, de los restantes comensales, de acuerdo con una arraigada tradición, el dueño de la casa había enviado aquella misma mañana del sábado otros tantos mensajeros a los domicilios de sus amigos, recordándoles el lugar y la hora del banquete.

Respetuosamente, olvidando incluso la gran amistad que unía a ambas familias, Lázaro había esperado esta segunda y última comunicación del mensajero. Sólo en ese momento partimos de la casa.

Al subir las escalinatas de la hacienda de Simón me llamó la atención una tela blanca, colgada a las puertas del atrio. Lázaro me explicó que aquel lienzo daba a entender que aún era tiempo de entrar en la cena. El «aviso» sólo era retirado después de haber servido el tercer plato.

Jesús y sus discípulos -los doce- estaban ya en el patio cuando mi amigo y yo fuimos recibidos por el anfitrión. Por lo que pude apreciar, el rabí parecía haber olvidado el desagradable percance con la multitud que le había pedido un milagro, y reía abiertamente, demostrando un humor envidiable. Sus hombres, en cambio, a pesar de haber prescindido de sus espadas, no reflejaban demasiada alegría. Les noté nerviosos y adustos. En seguida comprendí la razón. Entre los invitados se hallaban cuatro o cinco sacerdotes, de una de las comunidades de fariseos: mortales enemigos del Maestro. A las puertas permanecían algunos de los policías del templo -levitas en su mayoría- que habían acudido hasta Betania con la sospechosa misión de escoltar a los altos dignatarios del sacerdocio de Jerusalén. Lázaro me comentó por lo bajo que había una cierta incertidumbre sobre los auténticos propósitos de aquellos fariseos. Era muy posible que -siguiendo las órdenes de Caifás- aquel mismo atardecer, una vez finalizado el sábado, los hombres del Sanedrín prendieran a Jesús. Pero los

«separados» o los «santos» -como se conocía también a los fariseos- no hicieron ademán alguno que pudiera alertar a los seguidores de Cristo. Al contrario: aunque en ningún momento se acercaron al grupo en el que dialogaba Jesús, tras recogerse las amplias mangas de sus túnicas, dejaron que las mujeres procedieran al obligado lavatorio de manos y pies, reclinándose en sus puestos con vivas muestras de satisfacción. Supongo que su cordialidad podía obedecer a las magníficas viandas que habían empezado a circular ya sobre la mesa. Los servidores de Simón habían dispuesto una especie de tazones de fina cerámica (hoy conocida como
terra sigillata),
compactos y de cuidada forma, fabricados en barro rojo y -según me señaló Lázaro- procedentes de Italia. Al levantar mi tazón pude ver en la base del mismo el sello del fabricante: un tal Camurius, conocido alfarero de Arezzo. (Memoricé aquel nombre y en la tarde del lunes cuando, al fin, pude regresar al módulo, Santa Claus confirmó que el citado artesano italiano había vivido y trabajado en tiempos de Tiberio y Claudio, desde los años 14 al 54 después de Cristo.)

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