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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (22 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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»Marta miró fijamente al Maestro y, en uno de sus típicos arranques, animó a los apóstoles y vecinos de Betania que se habían brindado a separar la piedra para que abrieran la caverna.

»El espeso silencio quedó roto por el gemido de la losa circular al rozar sobre la roca y por los entrecortados gritos de aliento que proferían los voluntarios, en su esfuerzo por echar a un lado el pesado cierre. Al cuarto o quinto intento, la boca de la tumba quedó al descubierto.

»Nuestro rabí levantó entonces los ojos hacia el azul de aquel atardecer y exclamó de forma que todos pudiéramos oírle:

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J. J. Benítez

»-Padre...
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, te agradezco que hayas oído mi ruego. Sé que siempre me escuchas, pero a causa de los que están junto a mí, hablo contigo para que crean que me has enviado al mundo y sepan que intervienes conmigo en el acto que nos disponemos a realizar.

»Acto seguido clavó su rodilla izquierda en tierra y asomándose a la galería que conduce a la cámara funeraria gritó con fuerza:

«¡Lázaro!... ¡Acércate a mí!»

»EI eco resonó en el interior de la cueva, mientras las cuarenta o cincuenta personas que allí estábamos sentimos un escalofrío.

Algunos de los más próximos al Maestro nos asomamos a la tumba y percibimos, en la penumbra del foso, la forma de Lázaro, fuertemente fajado con tiras de lino blanco y reposando en el nicho inferior derecho del panteón.

»María, asustada, se abrazó a su hermana. Nunca un silencio fue tan dramático.

»Durante un corto espacio de tiempo, todos contuvimos la respiración. Aunque muchos de nosotros habíamos sido testigos de otros prodigios del rabí, la palpable y cruda realidad de aquellos cuatro días de enterramiento nos hacía dudar.

»¿Qué iba a suceder?

»Aquel desacostumbrado silencio se había propagado incluso a los alrededores. Las primeras y familiares golondrinas habían desaparecido del cielo y hasta el fuerte viento, tan propio de esta época, se había calmado inexplicablemente.

»De pronto, el Maestro dio un paso atrás. Por las escaleras que conducen a la boca de la cueva apareció un bulto. María lanzó un grito desgarrador y cayó desmayada. Instintivamente, todos retrocedimos.

»Un hombre cubierto por un lienzo pugnaba por salir al exterior. Pero sus manos y pies estaban atados con vendas y esto dificultaba su marcha.

»De la sorpresa se pasó al terror y la mayoría de los hombres y mujeres huyeron por el jardín, entre alaridos y caídas.

»¡Era Lázaro!

»A duras penas, apoyándose en sus codos y manos, aquel bulto fue arrastrándose por las húmedas escalinatas de piedra hasta alcanzar los últimos peldaños. Allí se detuvo, jadeante, mientras un sudor frío nos recorría el rostro.

»Pero nadie -ni siquiera Marta- se atrevió a dar un solo paso hacia el resucitado.

»Jesús comprendió nuestro pánico y dirigiéndose a la «señora» ordenó que le quitáramos la tiras de tela y que le dejáramos caminar.

»Con los ojos arrasados en lágrimas, Marta se aproximó valientemente, procediendo a desatar primero las vendas que oprimían sus muñecas. A continuación, sin esperar a liberarle de las ataduras de los tobillos, rasgó la sábana y dejó al descubierto el rostro de su hermano.

Tenía los ojos muy abiertos y la faz blanca como la cal.

»Una vez liberado, Lázaro saludó al Maestro y a sus discípulos, interrogando a su hermana Marta sobre el significado de aquellas ropas funerarias y por qué se había despertado en el jardín. Mientras la «señora» le refería su muerte, enterramiento y resurrección, Jesús dio media vuelta y con su habitual serenidad se inclinó, levantando el cuerpo de María. La muchacha no había recobrado aún el sentido y el Maestro, olvidándose por completo de Lázaro y de nosotros, la condujo entre sus brazos hasta la casa.

»Poco después, los tres hermanos se postraron ante el rabí, agradeciéndole cuanto había hecho. Pero Jesús, tomando a Lázaro por sus manos, le levantó, diciendo: «Rijo mío, lo que te ha sucedido, ocurrirá igual a todos aquellos que crean en el evangelio, pero resucitarán bajo una forma más gloriosa. Tú serás el testigo viviente de la verdad que he proclamado: yo soy la resurrección y la vida. Ahora vayamos a tomar el alimento para nuestros cuerpos físicos.»

«Esto es todo lo que podemos decirte.

Lázaro me observaba fijamente. Supongo que con menor curiosidad de la que yo sentía por él.

-Si me lo permites -intervine dirigiéndome al resucitado-, quisiera hacerte una última pregunta.

El amigo de Jesús asintió con la cabeza.

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Mis informantes se refirieron siempre al nombre de «Padre» con la palabra «Abba». Según mis estudios, este titulo se otorgaba también a muchos maestros del Talmud, como muestra de veneración y afecto. (N. del m.) 74

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-¿Qué recuerdo guardas de esos días en los que gustaste la muerte?

-Nunca he hablado de ello -repuso Lázaro-, pero no es mucho lo que puedo decirte.

Aquella pregunta y la insinuación del propietario de la casa sorprendieron al grupo.

Curiosamente, nadie se había preocupado de averiguar qué había visto o sentido Lázaro durante los cuatro días en los que había permanecido muerto.

-Hubo un momento -supongo que en el instante de mi muerte- en el que mi cabeza se llenó de un extraño ruido... Fue algo así como el zumbido de un enjambre de abejas. Después, no sé por cuanto tiempo, experimenté una sensación desconocida: era como si me precipitara por un estrecho y oscuro pasadizo...

»Cuando volví a abrir los ojos todo era oscuridad. No sabia dónde estaba ni lo que había sucedido. Sentí frío en la espalda. Me di cuenta entonces que yacía sobre un lecho de piedra.

Traté de incorporarme pero noté que me hallaba maniatado y cubierto por un lienzo Intenté gritar, pero un pañolón anudado sobre la cabeza sujetaba fuertemente mi mandíbula.

Inmediatamente comprendí que estaba en una de las cavidades subterráneas que sirven para enterrar a nuestros muertos. Sin embargo, en contra de lo que puedas creer, no sentí miedo. Al contrario. Una gran paz se apoderó de mi y, lentamente, como pude, fui arrastrándome hacia la columna de luz que se distinguía al fondo de la cámara. El resto ya lo conoces.

No sé cómo pudo venirme a la memoria pero, de pronto, recordé que en el relato de la resurrección se habla mencionado una sábana.

-Abusando de tu hospitalidad -le expuse- me gustaría saber si aún conservas los lienzos funerarios.

-Sí, así es.

-¿Podría examinarlos?

Aquel inusitado interés mío por la mortaja confundió a los presentes. Pero Lázaro accedió, rogando a uno de los amigos que fuera por ellos. Minutos más tarde, el hebreo ponía en mis manos un rollo de tela. Con la ayuda del propio Lázaro, y a petición mía, extendimos la sábana de lino sobre la mesa. Providencialmente, las hermanas habían optado por guardar el lienzo y las vendas tal y como fueron retirados del cuerpo de Lázaro. Y aunque la rigurosa ley judía prohibía todo contacto con cadáveres o con objetos que, a su vez, hubieran permanecido junto a los restos de hombres o animales
1
, la singularidad del suceso -que rompía todos los esquemas legales- y el talante liberal de estos fieles seguidores de la doctrina de Jesús, habían hecho posible que las vestiduras fúnebres no fueran destruidas y que la familia las manejara sin escrúpulos de conciencia.

Al pasar una de las lámparas de aceite sobre el tejido pude observar un desgarro en el centro mismo de la sábana; justamente en la parte que debió cubrir la cabeza. Al examinar detenidamente la tela comprobé la existencia de unos plastones de color marrón, producto de las mezclas de ungüentos que habían sido utilizados en el embalsamamiento.

Como médico, presté especial interés a la detección de posibles señales o huellas que pudieran delatar el natural proceso de putrefacción. Según mis cálculos, y a juzgar por las informaciones de mis amigos, Lázaro había fallecido unos 25 días antes, en el atardecer del domingo, 5 de marzo. A pesar del aislamiento de la cueva sepulcral, de la baja temperatura de la misma y de la posible acción retardadora de los aceites y áloes, la advertencia de Marta a Jesús sobre el olor del cadáver era, sin duda, un síntoma claro de que su hermano debía presentar ya, cuando menos, la llamada «mancha verde» abdominal, primer signo de descomposición. (Esta mancha suele aparecer hacia las 24 horas del fallecimiento y Lázaro, en el momento de abrir la tumba, debía llevar alrededor de noventa horas muerto.) Sin embargo, por más que exploré el lienzo, no pude encontrar resto alguno de líquidos procedentes, por ejemplo, de la ruptura de ampollas en la epidermis. Lo que sí percibí, al oler algunas de las áreas del tejido, fue un inconfundible tufo a sulfídrico, emanación muy propia en la putrefacción de la materia orgánica. Aunque no se trataba, obviamente, de una prueba definitiva, aquello me dio cierta idea sobre la posible causa de la muerte de Lázaro:
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La Misná, la más rica y antigua tradición oral judía, establece en su Orden Sexto, dedicado a las «Purezas», capítulo primero de «Tiendas» (ohalot), las diversas leyes concernientes a la transmisión de la impureza de cadáveres.

«Si un hombre tocaba un cadáver -decía la ley-, contraía impureza por siete días, y si otro hombre toca a éste, permanece impuro hasta ponerse el sol.» En el supuesto de que fueran unos objetos -caso de los lienzos- los que tocasen un cadáver, el hombre que toca dichos objetos y todos los enseres que pueda tocar, a su vez, dicho hombre quedan impuros por siete días. (N. del m.)

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probablemente un proceso infeccioso agudo y generalizado. (A título personal, y después del

«gran viaje», me interesé por todos los textos, apócrifos o no, tradiciones, etc., en los que pudiera hablarse de la suerte que corrió Lázaro en años posteriores. Los escasos datos que encontré apuntaban hacia el hecho de que el amigo de Jesús fallecería por segunda vez a la edad de 64 años y, curiosamente, como consecuencia de la misma dolencia que le condujo al sepulcro en el año 30. Pero estas informaciones, lógicamente, no han podido ser comprobadas.) Lo que sí me llamó poderosamente la atención fue comprobar cómo el testimonio de Lázaro y sus amigos encajaba plenamente con la tradición judía sobre la muerte. En general, los hebreos creían que «la gota de hiel en la punta de la espada del ángel de la muerte empezaba a obrar al final del tercer día». Al cuarto, por tanto, la descomposición del cadáver era ya un hecho incuestionable. De acuerdo con la información de la familia de Lázaro, el Maestro recibió la noticia de la grave dolencia de su amigo cuando aquél llevaba ya once horas muerto; es decir, en la mañana del lunes, 6 de marzo. Jesús conocía esta creencia judía sobre la muerte y, sabiamente, esperó hasta el martes para ponerse en camino, llegando hasta Betania cuando los restos de Lázaro llevaban ya sin vida alrededor de 96 horas. Un tiempo más que suficiente como para que todos los judíos que sabían del fallecimiento no pudieran dudar sobre el prodigio que estaba a punto de consumar.

En las horas que siguieron, merced a éstas y a otras informaciones, alcancé a entender en su verdadera medida por qué la aristocracia sacerdotal judía -encabezada en aquellos años por la saga del ex sumo sacerdote Anás-
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buscaba la muerte de Jesús de Nazaret. A las pocas horas de la resurrección de Lázaro, los jefes del templo -y por supuesto, el yerno de Anás- tuvieron cumplida cuenta de cuanto había ocurrido en el cementerio de Betania. Mientras la inmensa mayoría de los amigos del resucitado, que habían sido testigos excepcionales del suceso, se hacían lenguas del mismo, pregonando a los cuatro vientos la portentosa señal del Maestro de Galilea, otros judíos -muchos menos, aunque de torcido corazón- se apresuraron a informar a la casta de los fariseos, que gozaba entonces de gran primacía sobre el resto de los sacerdotes y levitas.

Es casi seguro que si el milagro hubiera tenido lugar en otro momento del año judío -y no en vísperas de la solemne Pascua- y con un protagonista menos acaudalado y prestigioso entre los dignatarios de Jerusalén, la obra del leví quizá hubiera ido a engrosar, a título de «inventario», la ya larga lista de prodigios. Pero el Nazareno había sacado de entre los muertos -potestad reservada únicamente al Divino- a Lázaro de Betania. (Demasiado cerca, demasiado espectacular y demasiado importante como para olvidarlo o condenarlo al silencio.) El hecho adquirió tales proporciones que -según me contaron Lázaro y sus amigos-, Jerusalén sufrió una conmoción. La circunstancia de que entre los testigos de su resurrección se contaran algunos miembros del templo y distinguidos judíos, amigos de la familia de Lázaro, precipitó aún más los acontecimientos. Y el Sanedrín, inquieto por la noticia, celebró una asamblea urgente a la una del mediodía del día siguiente, viernes. El tema único podía resumirse en la siguiente frase: «¿Qué hacemos con el impostor?"

Aunque la suprema asamblea de Israel había discutido ya en otras oportunidades la posibilidad de detener y juzgar a Jesús de Nazaret, acusándole de blasfemo y transgresor de las leyes religiosas, esta vez fue distinto.

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Durante el siglo I antes de Cristo y el I de nuestra era había familias sacerdotales descendientes de la rama sadoquita legítima. (El primero y el último de los sumos sacerdotes en funciones entre los años 37 a.C. y el 70 d.C.

fueron de origen sadoquita: el babilonio Ananel -del 37 al 35 antes de Cristo y a partir del 34, por segunda vez- y Pinjás de Jabta, el cantero, que lo fue del 67 al 70 después de Cristo. Un tercer sumo sacerdote legítimo ocupó este cargo en el año 35 a.C.; se trataba de Aristóbulo.) Los otros veinticinco sumos sacerdotes que cubrieron esos 107 años, procedían en su totalidad de familias sacerdotales ordinarias. Casi todas tenían su origen fuera de Israel o de la provincia de Judea, pero pronto formaron una nueva jerarquía, sumamente poderosa e influyente. Destacaron especialmente cuatro «sagas» o "clanes", que pugnaron encarnizadamente por "colocar" a sus hombres en el pontificado. Entre esos 25 sumos sacerdotes ilegítimos de la época herodiana y romana, no menos de 22 pertenecerían a esas cuatro familias. Eran las «sagas» de Boetos (con ocho sumos sacerdotes en su «haber»). Anás (con otros ocho), Phiabi (con tres) y Kamith (con otros tres sumos sacerdotes). La más poderosa -al menos en los comienzos- fue la familia de los Boetos. Era originaria de Alejandría y su primer representante fue el sacerdote Simón, suegro de Herodes el Grande (22-5 a.C.). De la extrema dureza de este clan procedía la denominación de «betusiano" o «boetusiano», de la que ya me habían hablado, los amigos de Lázaro. Más tarde, la familia de Anás logró la supremacía. Este permaneció en el cargo durante nueve años (desde el 6 al 15 d.C.). Después le sucedieron sus cinco hijos, su yerno Caifás (desde el 18 al 37 d.C., aproximadamente) y su nieto Matías (año 65 d.C.). (N. del m.) 76

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